—Por ahí no hay bajada.

La voz la sorprende en su pensamiento cuerpo adentro. Es una voz honda, gruesa, de hombre. Se da vuelta para encontrarse con el dueño de la advertencia. Atrás del alambrado, entre los yuyos, la camisa a cuadros roja sobresale en el verdor.

—No hay bajada por ahí te digo.

El hombre se mueve para acercarse a esa frontera que da el alambre, porque la niña sigue caminando, mirándolo con cara de susto.

—Eh, gurisa, te vas a matar.

La niña por fin se para en seco. A pesar de que el tirón de cabeza todavía es fuerte, puede girar el torso entero en dirección al hombre. Lo mira con la boca entreabierta, como si fuese a decirle algo, pero nomás le sale aire de entre los dientes. La cara del hombre se desfigura. Cree que el viento se le está llevando las palabras.

—No oigo, ¿tú me oístes?

La niña levanta los pulgares para decirle que sí, pero continúa su camino.

—Hubo tormenta ayer, además. La electricidad queda en la piedra por unos días.

El hombre en vez de hablar, grita, y piensa que la niña parece confundida o perdida. Mueve la pequeña cabeza como si le pesara y el pelo largo a los costados de la cara se balancea de un lado a otro. Es bobita, piensa.

—Es que la cabeza me duele si no bajo.

La niña quiere explicarle hacia dónde va, quiere decirle que no es la primera vez, que ya sabe que por ahí no se baja, que hay un camino que bordea el precipicio, que siente que algo le cincha el pelo en esa única dirección que lleva a ese despeñaperro, que sabe bien por qué le dicen así, sabe bien que allí corren esos animales y caen al vacío y se quiebran la columna contra las piedras del barranco, pero ya no lo aguanta más. No aguanta esa sensación de pelo quebrado, de cuero cabelludo tirante, de colita hecha permanentemente a un costado de la cabeza.

—¿La cabeza? ¿Qué está diciendo? ¿Dónde están tus padres?

Dónde están tus padres.

La niña hace que no y corre. Desvía rápido su camino para esquivar la pared de piedra que lleva hacia la nada, baja por un sendero de pedregullo y tierra mientras la voz del hombre la sigue, le acuna la nuca diciéndole te vas a matar, gurisa, y ella sigue, corre, aliviada, desprendiéndose de esa sensación tirante, esa dolorosa seducción geológica, ese invento, según su madre, que no la deja dormir por la noche.

Los carteles, peligro de derrumbe, desprendimientos, fueron lo que leyó la primera vez que vino, sin hombre, muy temprano un día.

algo se desprende de algún lugar
¿se desprende solo?
¿hay algo en la tierra que lo provoca, algo como un latido?

La niña avanza sin saber muy bien hacia dónde pero siempre siguiendo ese tirón de cabeza, esa dirección invisible. No ha podido explicarle a su madre, que la deja salir porque, total, así no jode mientras ella hace las cosas en la casa. De nuevo hoy desde que se despertó tiene este zumbido en la frente que la hace caminar a través del campo, de la ruta, del monte, en dirección a la cueva bajo el despeñaperro.

Siempre ese lugar. Por qué siempre ese lugar. En eso piensa cuando el tironeo se alivia. También piensa en lo que dijo el hombre de la tormenta y la piedra. Se pregunta si será eso lo que siente, una electricidad. Con los dedos escarba en la orilla, entre la arena naranja, arcillosa, que se le mete abajo de las uñas. Hasta que la encuentra. ¿Qué tiene de distinto esa piedra de las otras? No sabe. Es una piedra ordinaria. Una piedra redondeada por el ir y venir del río, lisa, verdosa al sol y negra en la sombra.

La baba espesa es porque tiene miedo, pero sirve para envolver la piedrita y sentir cómo vibra sobre la lengua el resto de la tormenta. Es cierto. Quema al principio y después una cosquilla vertical le corta los pies. La escupe enseguida y es un escupitajo blanquecino que queda colgando de la boca y demora en caer al suelo. Cuando cae la recoge, la enjuaga en la orilla del río, la mete en el bolsillo, húmeda.

Y así durante un tiempo. Varios meses. Varias idas desorientadas a la orilla del río, justo ahí donde esa formación rocosa revela las capas más antiguas, las más íntimas, las más habladoras de un pasado lejano lleno de algo que ella aprende como fósiles, como restos marcados en la piedra de algo que existió y ya no más. Un lugar que deja en desprotección lo que debería ser secreto.

La primera fue chiquita. Casi del tamaño de una uña de dedo gordo. Después de la primera dejó de contar, casi como si no importara un número sino otra cosa.

¿qué espacio puede ocupar el descubrimiento?

Al entrar al cuarto vibran todas juntas y eso no deja de asustarla. Baba espesa otra vez, dolor en la panza, ganas de llorar. El sonido es aturdidor y enseguida la madre gritando de vuelta estás con eso, apagalo, y ella que sí, que se prendió sin querer, corriendo para juntar todas las piedras y dejarlas en el colchón para que vibren un rato más, mientras ella deposita la que acaba de recoger sobre las otras, las que saltan amortiguadas por las sábanas. Miente y dice que es la estática del parlante bluetooth que le regalaron el día del niño pasado. Es un parlante con forma de Hello Kitty que sí que hace una interferencia extraña antes de que algún dispositivo se le conecte, pero que no se parece en nada al sonido de las piedras palpitándole sobre los muebles. Es un sonido metálico, finito, que hace eco en tejido óseo.

¿cómo nace una piedra?
¿cómo nace? ¿cómo?

Al mediodía, mientras come, qué rico el flan, mamá, qué blandito y qué dulce este caramelo, y su madre que asiente, que dice gracias, mi amor, gracias, el pulgar de la mano metida en el bolsillo va haciendo un hueco microscópico en la piedra lisa, lustrada por siglos de caricias de río. La frota hasta que la piel le arde. Muy rápido después de terminar el postre se levanta y dice buen provecho, y deja todo así nomás en la mesa.

—¿A dónde va usted, trompeta? —pregunta.

—A llevar a mi amiga al agua, mamá.

—¿Qué amiga, por dios?

—Mi amiga —dice, apretando la piedra en el bolsillo, y sale corriendo por la puerta como si alguien la llamara, riéndose a los gritos. Esos son los días buenos, los días en los que la dureza no duele. En los que se puede hacer sapitos con piedras que vuelven siempre como un boomerang, rebotando en el agua.

la niña tira la piedra al aire y luego al agua, blop, dentro del barro del fondo, adiós al tacto sostenido en el bolsillo, a la caricia geológica, a la amistad jurásica y luego el regreso enfurecido, piedra en dirección contraria que rebota en la rodilla y cae a los pies de la niña que la recoge y la guarda otra vez en el bolsillo resoplando

Su casa está en un lugar privilegiado. No es una casa de las que se inundan, a pesar de que disfruta de una cercanía peligrosa con el agua. La casa está construida en la altura, y aunque la erosión ha comido gran parte de lo que antes era un patio, el muro de contención que construyó su padre antes de irse a la ciudad es fuerte y sirve. Por ahora aguanta esa porquería, dice su madre. Aguanta.

la blandura de la piedra hay que inventarla, el idioma,
la forma de llevar adentro la infancia del mundo

¿romper la piedra es deshacer la historia?

confusión jurásica

¿fueron estas piedras alguna vez la misma piedra?

una piedra cuida la memoria del mundo

capas y capas y capas de vida y luego, nada

piedra muerta de repente

el idioma piedra habla de extinción; nada se murió sobre mí nada

se incrustó,

nada

todo, todo se volvió quieto

¿cómo suena una extinción?

La niña se despierta con esa sensación direccionada en la cabeza, una dirección imantada. Baba líquida es una mala señal. Señal de somnolencia, de insensatez. Es de noche y es insoportable. Se revuelve entre las sábanas y escucha cómo todo a su alrededor comienza a impacientarse. Esa materia que ha ido metiéndose en su casa tiembla como bienviniendo a otra recién llegada. Se caen algunas de su lugar y siguen en el piso, temblando. Es un sonido que conoce de memoria. Traer la piedra y luego oír temblar. Pero la piedra no ha llegado. Ella sigue acostada, se toca la cabeza por explotar, las manos. Sigue acostada. Pero no sólo los cascotes tiemblan. No. Toca la pared con la mano tibia. Tiembla. Baja la mano al piso. Tiembla.

Abre la puerta del cuarto y ve a su madre parada en el pasillo con cara de susto. Parece un terremoto, le dice, y ella no puede hacer otra cosa que decir que sí, a pesar de que no hay terremotos en Uruguay, porque lo que se ve por la ventana del pasillo no se puede describir. Sólo eso podría oscurecer la noche, chupar luz y destruir aire, hacer desaparecer las estrellas, tragarse la luna entera, un planeta, polvo y oscuridad, enfriamiento, ciclo escrito en piedra hace sesenta y seis millones de años traducido en repetición y sedimento vacío de materia viva. Un resto. Sólo piedra vibrante.

Tamara Silva Bernaschina (Minas, 2000) es autora de Desastres naturales (2023), su primer libro de cuentos, galardonado en 2023 con dos premios Bartolomé Hidalgo: el de Narrativa y el Revelación. Al año siguiente recibió el Premio Nacional de Literatura en la categoría Ópera Prima. Su novela Temporada de ballenas (2024) recibió una mención de honor en el Concurso Literario Juan Carlos Onetti. Su último libro de cuentos, Larvas (2025), fue publicado por la editorial española Páginas de Espuma.