En el cuadro Los amantes (1928) del pintor belga René Magritte dos personas se besan con naturalidad pero sus cabezas están cubiertas por una sábana blanca, no pueden verse pero igual confían. Ese es el elemento que enrarece la imagen, que hace del beso una experiencia asfixiante; sugiere el desconocimiento del otro, el impedimento en uno mismo y sin embargo un fluir, una entrega de esos dos amantes. Es extraña esa combinación —la de la cabeza cegada y en movimiento seguro—, algo parece asaltar la imagen, un elemento del pasado que genera esa fuga, ese escape a otro lugar que puede verse en gran parte de la obra de este pintor surrealista. Otros de sus cuadros muy conocidos: una imagen nocturna con un cielo todavía celeste en una combinación unida de dos momentos del día distintos, una contradicción que no parece sorprendernos en una primera mirada. Algo que puede parecer tan natural como una combinación de luces, una manzana en el lugar de una cabeza, una paloma cruzando un rostro, la realidad levemente alterada, un elemento distinto en aparente armonía es suficiente para generar inquietud. Me pregunto de dónde vienen esos elementos disonantes que abren una nueva dimensión. Me gustaría fantasear sobre los elementos detectables del tiempo en algunas obras, sobre la conversación posible con el tiempo que ellas pueden tener. Si el futuro es de la imaginación, el pasado puede ser de la infancia, como una realidad de fondo o un terreno matriz en que lo que se encuentra puede ser cada vez diferente, un pasado móvil. Pienso en cómo algunos artistas trabajan sobre esto y esos elementos que se recogen vienen a la obra apareciendo como una imagen momentáneamente apagada, en la que puede elaborarse un suceso. La imagen de una mujer con la cabeza cubierta por una tela blanca sujetándose el cuello —parece querer ahorcarse— se repite en otro de los trabajos de Magritte, La historia central (1927). La madre de este artista murió ahogándose en un lago cuando él era niño y él presenció, a sus 12 años, el momento cuando la sacaban del agua; su cabeza estaba cubierta completamente por un camisón blanco. Algo que ocurre en la infancia y que parece ser fundante, un signo que queda, como un animal corriendo sobre un hielo que se deshace pero que, sin embargo, llega a tierra firme.

La infancia nos lleva a un lugar-tiempo que queda más o menos estático, cada vez más lejano, al que ciertamente no podremos regresar. Luego de que este tiempo se termina es que reconocemos que efectivamente existió. Muchos cuentos infantiles se lo recuerdan a los niños pidiéndoles que aprovechen este tiempo sin preocupaciones, sin embargo, los niños no van a poder comprender eso. Hay algo de no haberse dado cuenta, de que se haya escapado, quizás porque la fusión con el tiempo era inevitable. Durante la niñez se es sin distancia, se es sin saber que eso va a terminar, sin creer verdaderamente en la posibilidad de que uno va efectivamente a convertirse en otro. Con el paso del tiempo ese asombro es todavía mayor, el tiempo realmente ha pasado, hemos crecido, ya no somos niños y nunca volveremos a serlo, el devenir es ahora hacia otra parte. El poeta argentino Arturo Carrera dice que la infancia es una creación de la escritura, como si con la distancia, con esa perspectiva, pudiéramos dar luz a un terreno antes no iluminado, a un terreno en el que nosotros también nos fundíamos, en el que nosotros éramos parte indivisible de él y entonces también en ese momento era imposible ver. Pero ¿qué vemos después?

La invención de la infancia

Si buscamos un poco sobre la representación de la infancia en las artes visuales, advertimos que la única que encontramos hasta el siglo XVII es la del niño Jesús y luego hay muy pocas. Los niños empiezan a ser representados recién en el Medievo y tienen una forma que puede resultarnos en nuestra mirada de hoy un poco antinatural, tanto en su fisionomía, parecen pequeños adultos, como en su vestimenta y sus gestos, de encorsetamiento o extrema seriedad, sus miradas concentradas, la piel opaca, las bocas quietas. Están desprovistos de la espontaneidad y la vitalidad que adquieren en la representación moderna. Son también puestos usualmente en el contexto familiar de la pintura burguesa, como ornamentos de sus padres, al lado de sus perros y sus casas, casi como objetos. Es en el arte moderno y contemporáneo que el niño y el adolescente representados pierden esa cualidad rígida y también entran en cuestionamiento y en nuevos escenarios. Es que la infancia es una concepción moderna si nos guiamos por la historia de la infancia que escribió el historiador francés Philippe Ariès (1914), en la cual analiza la vida en sociedad de los niños a través del tiempo. No parecía haber antes un interés especial por ellos o por esa etapa de la vida. Ellos hacían, ni bien podían, una vida junto a los adultos y muchos no llegaban a hacerlo, quedaban en el camino, morían. No parecía haber una especial consideración por la condición de infante (infans, del latín, “él que no habla”). El concepto de infancia en la cultura se ha desarrollado quizás reforzado por el hecho de que también los niños se perciben como potenciales adultos. Esa idea puede acercanos a ellos, se incorpora a la educación y al cuidado. Se teme y no se teme por lo que sucede en la infancia. Por si dejará consecuencias, un trazo. La infancia como período es una invención moderna, dice Ariès, pero la infancia presenta un misterio profundo al ser también un tiempo mítico o la hora del mito, como propone el poeta irlandés Seamus Heaney, en el sentido de que hay un conocimiento antes del tiempo, un conocimiento que le escapa al tiempo. Por eso luego el trabajo será recordar, tratar de volver sin tener certezas y a la vez, sabiendo.

“Sólo una cosa me parece insoportable para el artista, no sentirse ya al principio”, anota el poeta italiano Cesare Pavese (1908) en su diario El oficio de vivir. Es que Pavese cree que la infancia es el momento de la conciencia prepoética y que la labor del artista-poeta es traerla nuevamente a su conciencia, “porque todo ya ha ocurrido ahí”. En ningún otro momento podemos tener esa capacidad de ser con el entorno, una cualidad casi animal, podríamos decir, a pesar de que la memoria y la perspectiva son en sí cualidades muy humanas. La infancia es el lugar en que todo sucede de una vez y para siempre, dice Pavese. El material ya está dado, ahora habrá que ver qué hacer con él.

Estado natural

Muchos artistas pueden compartir este interés en volver a esa superficie de tiempo primordial y extraer de ella los componentes más complejos. A veces es a voluntad y otras veces no, a veces aquello que imaginamos como algo nuevo en verdad es viejo.

La infancia volverá de otras maneras, en formas más ambiguas, también menos domesticadas.

La fotógrafa estadounidense Sally Mann (1951) se dedicó a fotografiar a sus hijos pequeños en su finca en el sur de su país; lo hizo utilizando una técnica que data del siglo XIX, colodión, para preparar sus negativos, con lo que las fotografías en blanco y negro resultan saturadas y espesas. Hay algo magnético en el retrato de la infancia que hace Mann. Las imágenes detenidas de los cuerpos de los niños, sus miradas desafiantes, muchas veces desnudos en momentos de juego, en la naturaleza, muestran algo salvaje que conecta directamente con un mundo liberado. Un mundo que es posible en la niñez, que le cierra la puerta al de los adultos y establece sus propias reglas y coordenadas. La infancia no es consciente de sí, de su temporalidad, de su finitud, cada día vale y es eterno, cae por su peso, no hay otro tiempo que este, ese. Su representación en la obra de Mann tiene el gran punto que es poder conectar a los niños con su entorno y hacerlos indivisibles, alejarnos del mundo infantilizado, porque quizás eso es lo que menos tenga que ver con la niñez, el mundo pedagógico creado por los adultos para los niños en un intento de acercarlos, protegerlos y también controlarlos. Ella los muestra en un entorno en el que parecen confundirse, insertos en el espacio de lo natural. Es que finalmente ellos son como es la naturaleza, en su falta de detenimiento, en su capacidad incesante de devenir y crear y proponer cada vez algo diferente. Cuando nos acercamos a la mirada de esta madre fotógrafa vemos que parece ponerse a la misma altura que los niños al darles realmente una entidad incluso en su cercanía; las fotografías son tomadas en su propia casa a lo largo del tiempo, en su cotidianeidad. No son solamente niños jugando en entornos bucólicos, no son únicamente niños vulnerables o inocentes que nos ofrecen un reflejo simple. Hay ambigüedad, misterio y un reconocimiento a ese instante del tiempo, a esa nostalgia que se cierne sobre sí; lo que la fotografía como medio ya tiene de por sí se siente reforzado.

¿Es la infancia ese lugar perdido? ¿Si no qué es? ¿O es también un tiempo que queda suspendido como un agua quieta en la que quien pueda acercarse encontrará algo nuevo y conocido a la vez? Me interesa pensar en esa laguna de la infancia como terreno para la creación, la elaboración de partes de esta, partes que sólo pueden entenderse, tomar forma con el paso del tiempo, saliendo de las formas maniqueas, en su representación más inesperada y también eludiendo una parte nostálgica o inalcanzable. Algunos artistas pueden volver ahí con su trabajo, recobrar ese tiempo y a la vez modificarlo; en ese sentido, perdería esa aura melancólica y misteriosa para ser modificado y volverse presente.

Presencias perdidas

Louise Bourgeois (1911, Francia) hizo su primera escultura de niña con pan y saliva después de una pelea con su padre y luego, de adulta, dedicó gran parte si no todo su trabajo como artista a realizar obras que la llevaban de vuelta una y otra vez a su vida familiar. Las angustias y los hechos de la infancia fueron, según ella, el motor de su trabajo. Obras como La destrucción del padre (1974), una escultura-instalación hecha con yeso, madera, látex, luces rojas que puede resultar un poco desconcertante al no poder entender muy claramente qué es lo que estamos viendo (una mesa, una cama, el interior de un cuerpo con partes blandas), y la escultura que tituló Mamá (1999) —más figurativa, una araña enorme— son algunos de sus trabajos más conocidos y los nombres de las obras llaman la atención, nombres muy claros y literales frente a una representación un poco más abstracta. “Estas obras eran presencias, presencias perdidas, estaba menos interesada en hacer una escultura que en recrear un pasado indispensable”, dijo ella misma al hablar de sus trabajos. En su diario Construcción del padre/deconstrucción del padre, escribe sobre la experiencia de su trabajo como la de un lugar donde elaborar fantasías (aniquilar al padre) y acceder al inconsciente. “Dejás atrás tu pasado o si no te volvés escultora”, dice Bourgeois.

Más cerca en nuestra geografía pienso en algunas obras del artista paraguayo Feliciano Centurión (1962). Hace bordado con ñandutí (un encaje de agujas muy fino que se teje sobre bastidores en círculos) recuperando técnicas de trabajo que veía en las mujeres de su infancia. Trabaja bordando frazadas, delantales de cocina, paños. Me adapto a mi enfermedad (de la serie “Flores del mal de amor”, 1996) y En el silencio del descanso mi sangre fluye, sólo tu amor en un acto de fe puede salvarme (1996) son algunas de las frases que pueden leerse en esos tejidos.

Pero sublimar o crear a partir de sentimientos complejos no siempre va a resultar en algo tan efectivo como la reparación o el cierre. Finalmente ese pasado al que accedemos, la infancia (“todo está en mi infancia”, dice Bourgeois), no es un pasado fijo e inamovible, no es algo así como un territorio, sino un lugar móvil. Tal vez lo que logran estos artistas con sus obras es poder superponer ese tiempo, traerlo de nuevo a vivir con ellos.

Laura Petrecca (Buenos Aires, 1985) estudió cine y tiene una maestría en arte contemporáneo. Publicó varios libros de poesía. Escribe sobre arte y trabaja con artistas. Administra el sitio mixta.org.