Escribo esto desde un café con nombre de animal negro, en el corazón de uno de los barrios recientemente gentrificados de Buenos Aires. Una veintena de sillas de metal visten este garaje devenido nave que nos alberga a nosotros, los tomadores de café. Estamos de pie, esperando en fila para hacer nuestro pedido. Todo parece casual, ajeno al cálculo, pero mientras espero me doy cuenta de que el espacio responde a una lógica cuyo centro gravitacional es muy claro y grande: la tostadora de café. Monumental, negra y con detalles en metal dorado, la máquina ocupa casi la mitad del espacio y se eleva hacia un tragaluz que desde un techo de doble (¿triple?) altura la ilumina como se ilumina a Cristo en una iglesia. A sus pies, bañada por la luz que baja del cielo, una joven de piel pálida examina uno a uno, con las uñas esculpidas, los granos de café que la máquina escupe. Mientras lo hace, registra números en la laptop que descansa sobre su pollera. La miro; no estoy segura de si es una esclava o una reina. Pienso en los granos, indiferentes a los dedos de la chica que los toca, y en los pocos metros que recorrerán para ser triturados y convertidos en la taza de café que espero sostener pronto entre mis manos.

Aunque el azul de las luces led parece más de laboratorio que de iglesia, la escena está cargada de ecos sagrados que me llevan a otro tiempo. En la pintura tardomedieval existió un motivo conocido como Hostienmühle ("Cristo en el lagar" o "El lagar místico") que alegorizaba la doctrina de la transubstanciación. El motivo aparece hacia 1470, en un retablo suabo, y se repite luego en manuscritos iluminados y tapices franceses y flamencos. Retrata un gran molino, que ocupa casi todo el cuadro; desde el cielo, la Virgen María y los cuatro evangelistas (como animales alados) lo alimentan vertiendo granos de trigo, acompañados por una paloma que representa al Espíritu Santo. Debajo de ellos, los apóstoles operan la máquina, haciendo girar dos largas manivelas que parecen estar efectuando la transubstanciación: abajo caen pequeñas hostias, una de las cuales se transforma en el cuerpo de Cristo niño. Así se afirmaba visualmente uno de los pilares del credo niceno: la presencia real de Jesús en la Eucaristía. Cabe aclarar que la alegoría no proviene de escritura ni escena bíblica alguna; no es más que un ejemplo entre muchos de la profusa imaginación material del medioevo.

Los granos de trigo se transforman en el cuerpo blanco y rozagante de Dios bebé: en el Hostienmühle, la transubstanciación opera de manera mecánica en la mediación de una máquina mística. Pienso en aquella máquina mientras miro la que se alza frente a mi mesa. La inmensa tostadora del presente también parece transformar algo profano en algo sagrado, aunque no en virtud de un rito sino de la fetichización que opera: la teatralidad aséptica que inviste a la máquina y la reverencia con que la joven la sirve se extienden en las mesas contiguas, en las que los clientes miran sus celulares y fotografían las superficies espumosas dibujadas en sus cafés por el barista de turno. ¿Qué clase de rito es este? A diferencia de la experiencia religiosa, esta no requiere la participación en un cuerpo común, sólo supone el acceso privado a un hedonismo exclusivo. La devoción ya no es por un cuerpo sacrificial, sino por el cuerpo tostado y perfectamente molido de un grano de café. Basta en este punto prestar atención al cuidado con que los devotos del café pesan y muelen sus granos todas las mañanas, antes de salir al mundo.

Huellas del olvido

Quizá nada de esto sea nuevo. En el comienzo, dicen, el café estuvo asociado al rito y a la oración. Cuenta la leyenda que fue descubierto hace al menos un milenio por un pastor de la provincia de Kaffa, en Etiopía. Al percibir la excitación de sus cabras luego de consumir los frutos del árbol del cafeto, se los habría dado a probar al monje de un monasterio cercano, que reprobó su sabor amargo y los tiró al fuego en un gesto de desdén. Los granos, al quemarse, despidieron un aroma dulce que impulsó al monje a rescatarlos: los infusionó en agua y, sin quererlo, preparó la primera taza de café. Aun si fuera apócrifo, este mito de origen ubica al café en un contexto monástico que está, en efecto, documentado: en sus orígenes la infusión circuló dentro de monasterios sufíes en la región de Yemen, donde los fieles lo tomaban para estimularse y mantenerse despiertos durante rituales y oraciones nocturnas. Lo preparaban con sal, debido a la poca circulación comercial del azúcar en la época. Faltaban todavía varios siglos para que el café llegara a Europa de manos de comerciantes venecianos y otomanos, a principios de 1600, y algunos sacerdotes católicos lo llamaran "la amarga invención de Satanás", temerosos de que reemplazara su bebida santa, el vino.

El hábito secular del café que hoy nos es familiar nace hacia el final del siglo XV, cuando la ingestión ritual comienza a ser desplazada por el consumo social en las casas de café de Constantinopla. Esa tradición termina de configurarse en las grandes ciudades europeas del XVIII, donde estuvo definido por una duplicidad que quizá todavía pueda interpelarnos. Por un lado, el café fue símbolo de una burguesía que imaginaba una cultura universal, reunida en los cafés públicos de París, Londres o Viena. Pero fue, a la vez, una de las mercancías emblemáticas del comercio triangular que entre los siglos XVI y XIX unió Europa, África y América a través del tráfico transatlántico de personas esclavizadas. La historia es conocida. Desde Europa se enviaban bienes manufacturados a África, donde eran intercambiados por esclavos, que eran luego transportados a América. Quienes lograban sobrevivir al viaje se convertían en mano de obra forzada, en plantaciones cuyas cosechas estaban destinadas a enviarse de nuevo a la metrópoli. Azúcar, tabaco, algodón, café; todos estos productos eran consumidos en las mesas de café de un novedoso espacio público, donde una burguesía ilustrada hablaba de universalidad y autonomía, de revolución y emancipación.

Hoy, el café es una de las commodities más comercializadas y las huellas de aquel sistema esclavista aún persisten. En Brasil, donde se produce más de un tercio del café del mundo, han sido denunciados múltiples casos de esclavitud moderna en las últimas décadas, muchos de ellos en establecimientos que abastecen a las grandes multinacionales cafeteras. Trabajadores reclutados en condiciones de contratación poco claras y que rozan lo ilegal, en muchos casos reteniéndoles las libretas de trabajo, hacinados en las fincas donde trabajan, sin acceso a agua potable o expuestos a pesticidas tóxicos sin protección. Un estudio de 2021 de la asociación Global Living Wage estima que la remuneración promedio de los trabajadores rurales de la zona de Mina Gerais (la principal zona cafetera de Brasil) alcanza apenas la mitad del salario básico estimado; según el Banco Mundial, más de la mitad de los trabajadores del café en el mundo viven por debajo de la línea de la pobreza.

Entro a la página web del café que me alberga: la bolsa de 250 g cuesta entre 12 y 36 dólares, según el origen. De eso, entre 1 y 2% llegará a manos de los trabajadores que cosechan el café: 36 centavos de dólar, promediando un cálculo grueso. Uno de los más caros me llama la atención: lo describen como "exótico" y tiene nombre propio, Jairo. La etiqueta del envase me ayuda a seguir su pista: Jairo Arcila produce en Quindío (Colombia) este café con notas de "ralladura de lima, ciruela y melaza". Busco a Jairo en Google y una página web estadounidense especializada en café me cuenta que es parte de la tercera generación de una familia de productores y que está dejando su marca en la industria con métodos de fermentación innovadores. Es dueño de cinco plantaciones, una de las cuales se llama Buenos Aires. 

De vuelta en esta esquina del barrio Chacarita, la blancura de las manos que examinan los granos al pie de la tostadora no parece conservar ningún rastro de las manos que los cosecharon, a miles de kilómetros. La máquina no sólo tuesta; transfigura, mientras oscurece los granos y blanquea la narrativa de su origen. Pienso en Jairo, convertido en una inflexión amable dentro de la cadena de valor: un nombre propio, una historia familiar, la promesa de sofisticación técnica. La etiqueta y las páginas especializadas lo presentan como un productor visionario, heredero de una tradición que ahora reinterpreta. El origen deja de ser un lugar incómodo, pero sólo en función de un plusvalor simbólico. Acá ya no hay promesa de redención, sino de olvido. Hay cuerpos sacrificados, eso sí, pero están lejos, invisibilizados, y nadie les promete salvación alguna.

En las nubes

Lejos de esos cuerpos, en otro extremo de la cadena, estamos los consumidores, otra forma de esclavos. Si el vino era la bebida del cristianismo, el café es la bebida del capital, combustible primero de una economía basada en la extracción de nuestra productividad y nuestra atención.

A esto parece referir la pintora alemana Jana Euler en su muestra de 2023 titulada muy significativamente “Das Investment” (“La inversión”). Tres pinturas de gran formato representan granos de café, pintados con precisión intensa y casi expresionista. Venosos, exuberantes, cada uno ocupa la totalidad del cuadro. Otra pintura de gran tamaño los acompaña: una máquina de espresso desquiciada, que traga granos de café monumentales y los escupe por abajo, en dos chorros espesos, como si eyaculara. No queda claro si está al borde del colapso o del éxtasis. A diferencia de la tostadora hípster y del molino místico que resonaba en ella, esta máquina no necesita santos ni manos que la animen. Parece haberse desentendido del hombre: no sirve a nadie más que a sí misma.

Claramente, esta cafetera no podría estar haciendo café de especialidad ni el café con 20 minutos de infusión que prepara obsesivamente mi amigo hípster todas las mañanas. Este es el café que se toma al paso y de pie en los microcentros urbanos, el que vemos en los films italianos de la década del 60 y el que todavía muchos consumen ligeramente quemado en barras como la del Florida Garden, por nombrar un caso paradigmático de la ciudad de Buenos Aires. Se trata del lubricante de una productividad urbana que hoy nos es ajena: con los cambios en la cultura del trabajo, las oficinas hacia las cuales caminaban aquellos bebedores de café parecen vaciarse progresivamente. Los espacios de trabajo físicos migran hacia el espacio abstracto de la nube (a la cual consagramos tanto nuestra productividad como nuestro ocio cotidiano) y aquellos trabajadores, convertidos en siervos digitales, trabajan ahora desde sus casas o desde cafeterías como desde la que escribo. 

Lejos de la oficina, ya no hay café rápido ni ilimitado; el café de especialidad se impone con el aura de lo escaso y parece prometer una temporalidad distinta: la de un hacer artesanal, definido por un ritmo pausado y una dedicación casi ritual. No se reivindica ya la velocidad o la vigilia, sino la atención invertida en cada gesto; al moler los granos, al pesarlos, al controlar su temperatura y extracción. Pero la atención que pretende cultivar este rito no es más que compensatoria: el destino último de este café no es el cuerpo humano, sino el cielo digital en el que publicaremos la foto de su espuma para que otros la vean. Quizás, después de todo, haya algo de verdad en la luz que cae desde el cielo sobre esta tostadora mística de Chacarita.

Sofía Reynal es artista visual. Su obra se ha exhibido en Buenos Aires, Nueva York, Chicago y París. Estudió cine en la Universidad del Cine y artes en el School of the Art Institute of Chicago. Fue dueña de un restaurante durante más de diez años. Vive y trabaja en Buenos Aires.