Uno de los mayores indicadores de nuestra condición como especie seguramente haya surgido en torno al fuego, una noche como tantas, cuando el cazador de la tribu comenzaba a narrar las peripecias de su jornada para llevar a casa ese delicioso trofeo cárnico que él y los suyos acababan de cenar. Fuego, alimento, narración: en ese orden, o en cualquier otro, la tríada parece imbatible y se perpetúa, civilización mediante, en esta bulliciosa oralidad secundaria en la que el acto y el don de contar buenas historias quizás puedan encontrase, ahora, en un pódcast. Tal es el caso de Gastropolítica, que en sus dos temporadas se posicionó entre los más escuchados en nuestro idioma, atravesando fronteras y reuniendo a la aldea —ahora global— nuevamente en torno al fuego y el alimento, aunque no ya en el interior de una cueva, sino en el íntimo confort de nuestro ecosistema doméstico.
Para explorar esa tríada eterna y su inesperada conexión con buques soviéticos, espadas de samuráis, guisos de ballena y cafeteras, conversamos con Maxi Guerra, el uruguayo creador de Gastropolítica, en un diálogo que, emulando los procedimientos culinarios más responsables, debería resultar nutrido y sin desperdicio.
Parecería que en los últimos años la gastronomía se ha puesto de moda. ¿A qué te parece que se debe este fenómeno?
Es que de alguna manera, creo yo, no hay un tema más universal que la comida, es como el espacio ideal de conversación.
Lo que vos lograste, de todos modos, es algo singular, porque hablás de la comida, pero sin mostrar imágenes.
Claro. O sea, puede sonar extraña esta cuestión de llegar a la comida a través del oído, pero es tan raro como llegar a través de una pantalla, porque estás viendo algo que no vas a comer. No es lo mismo consumir música u otro arte a través de una pantalla que consumir comida: hay cierto sinsentido en eso.
En uno de los episodios de Gastropolítica te referís a la cocina libanesa de tus abuelos maternos y también a la pizza turca y las galletas griegas. ¿Hasta qué punto están presentes hoy esas tradiciones culinarias inmigratorias en Uruguay?
Creo que en una colectividad la comida funciona como un aglutinante interno. En el caso de los libaneses, no sólo socialmente, sino hasta geográficamente, porque los inmigrantes se ubicaron incluso en los mismos barrios. A diferencia de la cocina armenia, más conocida, la de los libaneses siempre fue una comida más de puertas adentro, más del ámbito doméstico o de los clubes libaneses. Mi bisabuelo vino del Líbano, pero ninguno de sus descendientes habla el idioma ni ha viajado a ese país. Sin embargo, la comida es el vínculo de identidad, es como el gran hilo que nos sigue uniendo al Líbano.
En ese mismo episodio, según recuerdo, comentás la diferencia que puede haber entre el tabulé preparado por tu abuela y el original.
Sí, la versión de mi abuela, barrial, tiene una mayor carga de hierba, sobre todo de perejil y de menta, pero ¿cómo podría cuestionarla yo si durante 80 años lo ha cocinado así?
Sería como buscar una originalidad o una pureza que no existe.
Lo más rico en la historia de la comida es la contaminación. Y los caminos recorridos. El lehmeyun, por ejemplo, llevaba originalmente carne de cordero, algo que aquí se cambió por carne vacuna. Y una golosina clásica como el Mantecol, por ejemplo, nace de un inmigrante griego que lo que quería hacer, básicamente, era la halva griega, que se hace a base de sésamo y, claro, creo que era muy caro hacer la receta original, así que pasó a hacerla con maní, al grado de que terminó no sólo creando una de las empresas de dulces más importantes de Argentina, sino configurando una receta que marcó a varias generaciones, también en Uruguay.
Por otro lado, es interesante ver cómo la comida se vuelve, también, elemento de identidad nacional. Pienso en Italia, por ejemplo, toda esa cultura en torno a la pasta y los buenos vinos.
Sí. Existe una discusión en los últimos años en las ciencias sociales sobre estas dos palabras: italianidad e italicidad. La primera habla del italiano dentro de Italia y la segunda, de lo que se considera italiano fuera de Italia. Por ejemplo, cómo en realidad lo que creemos que es italiano quizás pueda ser una cuestión más italoamericana. Y cómo a veces al viajar a Italia se hace muy claro que la cocina italiana no es una sola, que es un mosaico increíble de pequeñas cocinas regionales, en que el cliché del italiano mediterráneo se cae a pedazos a medida que te movés un poquito dentro del país.
La gastronomía como objeto de estudio puede abordarse desde distintas perspectivas: sociológica, antropológica, económica... ¿Dónde encontrás, en esas u otras áreas, el disparador para los capítulos?
Me sirvo de todo eso, sí, porque el disparador puede venir de un texto académico, de una novela, de un documental, pero hay una forma de construir que he descubierto sobre la marcha, de la que no era muy consciente, que es la ensayística. La cuestión del ensayo para mí es clave. Es un género que me resulta muy atractivo de leer porque conecta mucho, sobre todo, con el hilo del pensamiento. Ese es el camino que sigo en Gastropolítica, donde podemos tomar como disparador una cafetera y a partir de allí embarcarnos en un viaje que nos puede llevar por los caminos del fascismo, a una película de Fellini o al futurismo.
O al encuentro entre Khrushchev y Nixon en plena Guerra Fría y la curiosidad en torno a la forma en la que el Estado soviético saldó su deuda con Pepsi...
La anécdota central es muy buena y funciona, ya que durante un breve lapso Pepsi se convirtió en una potencia militar. Pero en ese episodio conviven impulsos muy distintos y, particularmente, me gusta mucho la reflexión inicial sobre la cocina como espacio físico y emocional. Esa historia la escribí hace ya dos o tres años y es algo que he ido alimentando también escuchando otras cosas. Ahora, por ejemplo, en uno de los pódcast que más me impactaron últimamente, De eso no se habla, se planteó toda una historia en torno al concepto de cocina en vasco, que se llama sukaldea, es decir, "el lugar donde está el fuego", y cómo el espacio de cocina terminó siendo tan singular dentro del horror del pasado reciente vasco porque las víctimas de uno y otro bando podían encontrase en ese espacio común sin temor a ser señaladas. Y cómo en una cocina comenzaron a poder hablar de lo que pasó, no sólo por no estar a la vista de los demás, sino porque el espacio de la cocina permite conversaciones que otro espacio en la casa no. No eran conversaciones de living, sino conversaciones de cocina. Con ese comienzo se desarrolla esta historia, que es como una historia, como todas en ese pódcast, que habla de los silencios personales, pero también de los silencios del Estado. Ese nacimiento de intimidad en la cocina me parece maravilloso.
Cafeteras, shokunin y dopamina inmobiliaria
El fenómeno de las cocinas integradas... ¿A qué te parece que se debe esa moda?
Quizás tenga un poco que ver con las redes sociales y con mostrar para vender. Por ejemplo, en enero me mudé a una casa muy antigua, en Reducto; la clásica con techos antiguos que ni bien la vi me encantó. Pero, a su vez, el espacio más pequeño de la casa es la cocina. Y me he encontrado con otra gente del barrio hablando exactamente de lo mismo, de cómo las casas uruguayas de 100 años para atrás tenían o la cocina casi en un rinconcito o la cocina directamente en el fondo de la casa. En el fondo alguien está cocinando, generalmente una mujer, una empleada, y el resto de la vida social pasa ajena a la comida, porque la cocina no tenía que contaminar la vida social. Ahora pasamos a lo opuesto, a mostrar la cocina aunque no cocinemos. Quizás se cocinaba más en aquella época en que la cocina estaba oculta que ahora que la cocina está a la vista. Michael Pollan, un autor que me gusta mucho, habla de esa paradoja moderna de este tiempo en el que hablamos cada vez más de comida y cada vez cocinamos menos. Por ejemplo, estamos todo el tiempo viendo programas de recetas que nunca vamos a hacer. Ver un plato de comida sin comerlo no deja de ser una paradoja.
El primer episodio de Gastropolítica gira en torno a la cafetera, Marinetti y el fascismo. ¿Qué otro utensilio u aparato vinculado al mundo de la cocina tiene una historia así de interesante para contar?
Hay un libro de una escritora británica que, básicamente, cuenta la historia de los utensilios de cocina. Parte, obviamente, del tenedor, pero también de la medialuna para picar el perejil y el ajo, y de allí a los morteros. En el episodio que le dedico al ingreso de la carne vacuna, roja, a la dieta japonesa, menciono brevemente cómo los artesanos de espadas japoneses se tienen que reconvertir con la desaparición de los samuráis. En el momento de la desaparición de los samuráis había toda una serie de artesanos que hacían espadas y que, necesariamente, se reconvierten en artesanos de los cuchillos. En Japón pesa mucho lo artesanal. Hay personas que dedican absolutamente su vida entera a acercarse lo más posible a la perfección en un único aspecto, ya sea haciendo espadas, cuchillos, sushi... Van modificando mínimamente los gestos a medida que pasa el tiempo para lograr que ese proceso sea perfecto. A mí me gusta mucho un escritor que se llama Matt Goulding, que desarrolla esta cuestión de los shokunin en Tokio, una ciudad de shokunin, de estas personas de genio paciente preocupadas por mejorar sus gestos buscando la perfección.
Vino, café, té, tres bebidas que son tres universos en sí mismas. ¿Cuál de sus historias te cautiva más?
Cualquiera de los tres universos me parece interesantísimo. Creo que el café es al que le he prestado más atención, pero en torno al té tengo pendientes dos o tres historias que todavía no han como terminado de cuajar lo suficiente como para avanzar sobre ellas. Lo mismo con el vino: recién en el cierre de la temporada anterior terminé incluyendo una historia a través del juicio de París.
¿"Los bárbaros asaltan París"?
Sí, exacto, sobre la valoración de los vinos californianos en París, que fue como un terremoto en Francia. Lo que me interesó de esa historia ya muy contada era mostrar cómo una de las organizadoras que llevaban adelante la propuesta tenía como fin mostrar que estaban pasando cosas interesantes en California respecto del vino, pero de ninguna manera enfrentar a Estados Unidos versus Francia en una cuestión de Viejo Mundo-Nuevo Mundo, sino ampliar el conocimiento. Pero la narrativa posterior lo marcó de esa manera, asociado a una victoria casi nacionalista de Estados Unidos sobre Francia, cuando en realidad el interés era completamente el opuesto.
En el capítulo "El Año Nuevo no estaría bien sin guiso de ballena" explorás un poco la tensión entre tradiciones y sensibilidad.
Sí, es interesante ese tema de comernos algo que impresionaría mucho al otro. Bueno, en Uruguay la comida de caballo es algo que no entra dentro de nuestro sistema diario, pero sin embargo Uruguay exporta muchísima carne de caballo. O sea, es como que se faena caballo y lo exportamos. En Estados Unidos el conejo es algo... también en España, en Francia y en distintos países. Hay como esa cuestión de corrimiento de tabú que a mí siempre me resulta fascinante. Ahora en la campaña de gobernador en Nueva York hubo bastante polémica en este sentido en torno a Zohran Mamdani, el candidato demócrata de familia india, a quien se lo atacó en redes por un video en el que está comiendo arroz con las manos.
Ah, claro... Un gesto inadmisible, desde cierta perspectiva nacionalista, para un futuro gobernante estadounidense.
Claro, fue señalado por ciertos sectores republicanos casi como un bárbaro, como diciendo "miren lo que es, está comiendo arroz con las manos". Y la respuesta es: "Pero señáleme usted con qué come las hamburguesas o con qué come las pizzas". ¿Hasta qué punto es bárbaro comer determinado ingrediente con la mano pero otro ingrediente no? Es interesante la cuestión de la barbarización del otro a través de la comida, es como muy… Es algo por un lado histórico, pero algo también signo de estos tiempos. Es como que volvemos a esta cuestión en estos tiempos de política emocional y de buscar esa reacción emocional. Una forma muy fácil de barbarizar al otro es a través de sus elecciones alimentarias, claro. Hoy en día creo que ya quedó muy borrado porque cada cosa de Trump borra la anterior, cada barrabasada borra la anterior, pero fue muy significativo para mí el debate con Kamala Harris en que él en un momento se afirma sobre una noticia falsa de haitianos comiendo a las mascotas en un pueblo, aunque se estaban comiendo a los perros y a los gatos y hasta a los patos en un pueblo llamado Springfield. No recuerdo cuál de todos los Springfield, porque en Los Simpson se eligió Springfield como nombre porque es el pueblo más nombrado en Estados Unidos, pero en este caso, claro, dentro de toda esta gama de barbarización del otro, eso se vende como discurso; la comida es importante. Es importante demostrar que son bárbaros porque comen las cosas que nosotros prohibimos comer, que son perros y gatos. Claro, ¿de qué forma más fácil podemos deshumanizar a alguien que demostrando que es alguien o que come arroz con las manos o que come perros y gatos?
En alguno de los capítulos vinculados a la historia del café hablás de la exquisita cultura en torno al café de los italianos y a la vez, de la paradoja de que no tengan un grano propio.
Una cultura impresionante en torno al rito del café, sí, que hoy no resulta tan interesante. Es decir, en los últimos años hay mucha conversación en torno al café, pero a mí me gusta sacudir un poco el burdo trazado histórico que ha seguido el café en Italia, que no tiene nada que ver con eso; ni que hablar del camino que ha seguido en Etiopía o en Brasil. Es como que consumimos cada vez más café, pero con sus clichés incluidos.
¿Cuáles?
Bueno, por ejemplo, el que tenemos con respecto a valorar la comida de antes. Esta cuestión de enaltecer continuamente la cocina de la abuela. Hay una romantización que, en el caso del café, realmente creo que pasa lo opuesto, porque comprobadamente yo tomo un mejor café que el que tomaba mi abuela. El tema es cómo se comunica eso y desde qué lugar. Hay un tema que a mí me distancia del mundo del café que es el de mirar de arriba al consumidor, eso de casi hacerte sentir culpable por no entender algo que estás consumiendo, esto de que si no entendés la diferencia entre un flat white y un capuchino como que te miramos mal. Es terrible.
La gastronomía, así vista, es muy sensible a los prejuicios del que sabe y del que no sabe.
Sí, es como si hubiera un consumo culto y otro en el que si no sabés algunas cosas, quedás excluido de la conversación porque no tenés un paladar refinado.
Aunque también es cierto, supongo, que teniendo un mayor conocimiento vas a disfrutar más la experiencia.
Sí, pero la comida es muy transparente: comer es una de las instancias más honestas que tenemos. Por más que vos vengas a mi casa y yo te cuente toda la historia de un plato y tenga galardones como chef y demás, es tu cara la que va a decir que el plato te gusta o no. O sea, es algo muy indisimulable. Y es una de las cosas que más me gustan de las relaciones humanas en torno a la comida.
Ángeles Blanco es periodista cultural, crítica literaria y docente. Es licenciada en Ciencias de la Comunicación (Universidad de la República) y estudiante avanzada del Profesorado de Literatura (Instituto de Profesores Artigas) y cursó la Maestría en Ciencias Humanas opción Literatura Latinoamericana (Universidad de la República).