Voy a la cocina porque estoy procrastinando, abro la heladera como si fuera a encontrar allí el jardín de las delicias, hago un budín de banana porque tengo una banana podrida —es una excusa consensuadamente válida pero curiosa, porque hacer el budín es más caro que descartar la banana—, comienzo a preparar mis batidos de fruta y verdura de la semana y, de golpe, me acuerdo de que ChatGPT me recomendó ponerles avena para que me generen más saciedad.

Creo que no pasan treinta minutos sin que piense en comida. Parece obsesivo, enfermizo, una locura. Pero no debe ser tan inusual: mi gato también piensa en comida todo el tiempo. Todos los animales que conozco. Las plantas supongo que también, a su manera floral de ser. Si no pensáramos en comida todo el tiempo no estaríamos aquí. La única que no piensa en comida todo el tiempo es la IA y esa será la razón de su victoria sobre nosotros. Una inteligencia sin distracciones, a lo suyo. No ha nacido la empanada que la haga desviarse unos segundos de su rumbo.

Yo en cambio soy una inteligencia orgánica y distraída por la alimentación; un fracaso completo en la lucha de la humanidad por llegar triunfante al siglo XXII. ¿Cuánto pensará en comida la gente voluntariamente flaca? No la que es flaca por penuria o porque padece un desorden, sino porque ha decidido ignorar en paz todas las oportunidades de comer que se le presentan. Esa persona ¿piensa en comida o ni se entera? ¿No se le antoja nada hasta que después de unas horas le cruje la panza? ¿No pasa al lado de las pastelerías evadiendo la mirada de los postres, como si llegara a una fiesta en la que todos la vieron desnuda?

Como mi amigo Diego. Puedes ofrecerle un brownie a las cuatro de la tarde y te responderá que le encantaría, pero que se acaba de cepillar los dientes. No hay un motivo más surrealista. ¿Cómo será vivir así, sin tentarse ante la promesa del placer? Trato de imaginarlo, pero no comer hasta que me lo pida el cuerpo para mí es como respirar sólo cuando comience a asfixiarme.

O a lo mejor los flacos voluntarios mienten y les fluye una carencia por las venas, porque han hecho de la gula un pecado mortal. Un pecado upgraded, de capital a mortal. No al azúcar, no a las harinas, no a las grasas, no a cenar copiosamente, no a repetir un plato delicioso, no por favor que engorda.

Sí, a lo mejor los flacos voluntarios mienten y en realidad comida comida comida es un ruido blanco bajo cada uno de sus pensamientos y acciones. Un ruido continuo pero ignorado. Yo sé que estoy repitiendo el significado de ruido blanco como si el lector no supiera qué es, no quiero subestimarlo, encima de que ya está leyendo. La comida, entonces, es un ruido blanco que les corre por las venas. No, demasiadas metáforas. Lo que pasa es que me estoy acordando del budín de banana.

En fin, un misterio completo los flacos voluntarios.

***

Yo en cambio nunca fui flaquísima, como empieza a parecer obvio. Pero antes de la pandemia (todo lo anterior a 2020 parece tan lejano como un reproductor de casete); antes de la pandemia, decía, mi relación con la comida era informal pero cordial: yo no me excedía demasiado y a cambio ella se me entregaba variada y a placer.

Tan sana era mi relación con la comida que una vez fui a una reunión de comedores compulsivos anónimos sólo por curiosidad. O tal vez porque intuí una ventana al futuro. Había ido a reuniones de nicotínicos anónimos y de alcohólicos anónimos y esto de las reuniones de doce pasos me parecía una excelente manera de conocer gente en Los Ángeles, porque allí conseguía a los rotos, a los míos.

Me miraron con desconfianza los comedores compulsivos. Ahora entiendo por qué. Era 2012. Yo entonces no tenía grandes problemas, además de la ocasional implosión de nostalgia y desamor, y disfrutaba sin saberlo de mi pacto con la comida. Ellos todos padecían obesidad mórbida.

Eran ocho o diez personas reunidas casi a oscuras en el patio interior de algún lugar que no era un restaurante, como solía pasar en las otras reuniones. En las otras reuniones, había una mesa con dónuts, papas fritas y refrescos, pero en la de comedores anónimos nada; tal vez agua, no recuerdo.

Escuché horrorizada sus historias. Una mujer y sus dos hijos adolescentes contaban cómo se validaban mutuamente en el ansia enajenada de comer. Otra celebraba que había logrado despejar los restos de comida y cajas de pizza de la cama del tráiler donde vivía. No dormir más con sobras de comida pegadas al cuerpo fue festejado con un aplauso del grupo y comentado después, supongo que en torno al dispensador de agua, o tal vez sí había refrescos light.

Nunca me pasará nada de esto, pensé. Y es verdad, no me ha pasado. Pero sí algunas de las cosas que dijeron. Por ejemplo, esto de pensar en comida todo el tiempo.

Igual siempre tuvo un papel central la comida. Por eso dejé a Pancho, porque no le gustaba el aceite de oliva. O eso es lo que cuento, que es lo mismo. Mis primos italianos lo entendieron inmediatamente: si hay que elegir entre un proyecto de relación y el aceite de oliva, la decisión era obvia. Ni siquiera les tuve que explicar.

Crecí rodeada de italianos; mi madre demostraba cariño cocinando, nosotros demostrábamos agradecimiento repitiendo. Los italianos pueden hablar de comida durante horas y, al menos en mi familia, rara vez se escuchan lamentos de remordimiento por algún ingrediente pecaminosamente graso o dulce. Y cuando parece que no es posible seguir comiendo, llega el helado cuya finalidad es ayudar a la digestión. Es un argumento médico. Nadie arguye que engorda.

Yo creía que mi madre era así en reacción al hambre que pasó en la posguerra en Italia, cuando era niña. Me contaba las filas que hizo durante días enteros para conseguir un pedazo de pan. Ella y mi abuela se habían refugiado en un pueblito de las montañas prealpinas entre San Remo y Milán, donde se conseguía comida gracias a los campesinos que vivían allí.

Una vez mi abuela compró cien gramos de mantequilla, toda una extravagancia. Había pasado un señor en un carromato vendiendo las barras de este artículo de lujo y se tentaron y cambiaron una lámpara por él. Era invierno, pusieron la barra en el alféizar del lado de afuera para mantenerla refrigerada y esperaron hasta la noche. El plan era cenar pan con mantequilla.

Cuando llegó el momento, ya en la mesa y con una rebanada en cada plato, el cuchillo con el que mi abuela intentó cortar la barra rebotó con un sonido cristalino. Era un bloque de hielo rodeado de una película delgada de mantequilla. Dormían juntas, por eso mamá sabía que las dos lloraron toda la noche.

Mi abuela conseguía algún huevo de vez en cuando porque era guapa y los campesinos le regalaban cosas. Era una mujer joven y elegante de Milán que estaba en esta situación. Trituraba las cáscaras, no desperdiciaba nada. Le daba el polvillo a mamá, que tenía ocho años, mezclado con agua porque así obtenía calcio. Igual que los gusanitos en el arroz: bienvenida, proteína. De paso, mamá me dijo en 2020 que la pandemia estaba siendo peor que la posguerra; sólo lo dejo mencionado, pero no vamos a desarrollar este tema porque nadie tiene ganas de hablar de la pandemia todavía. Por cierto, ¿esa no fue la razón por la que no se sabía demasiado sobre la gripe española de 1918 hasta que escuchamos masivamente de ella un siglo después?

En fin, desde entonces mamá siempre comió con avidez, como si le fueran a arrancar el plato de la mesa en cualquier momento. Pero no era ávida de todo: sólo de lo delicioso. En las visitas que hice a su familia en el campo, después de que ella murió hace casi tres años, entendí que en mamá convivían el recuerdo del hambre y el hedonismo alimenticio de los italianos. Ambas cosas, juntas, transformaron la casa de mi infancia en un lugar de referencia para todos los amigos que querían comer mucho y bien.

Y en ese universo crecí. El de la Alegría de Comer como una presencia, una invitada más a la mesa. El padre en la cabecera, dominando la conversación. Los aplausos de emoción, todos hablando al mismo tiempo, cuando llegaba cada plato. Las mujeres compartiéndose recetas, dándose ideas, “¿qué proporción de limón le pongo, Gabriella?”. “Así, al ojo por ciento”, respondía mamá. “Lo que tengas”, “lo que haya”, “lo que alcance”. Los mugidos de placer con cada bocado. Las peleas entre los hermanos por limpiar la olla de bechamel o por un trozo de parmesano antes de sentarnos a comer. Así somos la comida y yo, a caballo entre el hedonismo gastronómico y el hambre perenne.

***

Todo esto fue antes del cáncer, en 2021. Pandemia, muerte, cáncer. Después de eso mi pacto de no agresión con la comida se rompió. Dejé de cumplir la parte del acuerdo en la que yo no me excedía y la comida, en respuesta, se convirtió en algo que había que esconder.

Ya el año anterior habían comenzado a desordenarse las cosas. Me encontré repitiendo dos, tres veces, hasta que una noche cené en dos restaurantes distintos. Sí, fui a un restaurante, cené, y luego a otro, y volví a cenar. Lógicamente no iba a cenar dos veces en el mismo lugar. Había límites.

Por eso cuando me diagnosticaron cáncer lo primero que pensé fue que al menos iba a adelgazar. Pero no, justo me tocó uno que engordaba. El cáncer en sí fue menor, hallado a tiempo, operación y radioterapia, y salió todo redondo. Tanto como yo después de tomar una medicación que en seis meses me infló como un pez globo y en dos años me hizo atravesar el umbral de la obesidad.

En ese momento descubrí la tristeza detrás del rol de “la gordita simpática” que nadie considera una amenaza a nada de lo que ya existe. Todo el mundo habla de “invisibilidad”. Parece un lugar común, pero no es una metáfora. Es real, no te ven. No te escuchan, a veces incluso te tropiezan, como si fueras un fantasma que están atravesando inadvertidamente. (Esta parte sí es una metáfora). Fui a una neumóloga en esa época porque me costaba respirar y ella me dijo que no tenía nada. Que sólo debía bajar de peso. No le creí. ¿Es para tanto? Me miró de arriba a abajo: “¿Te lo tengo que decir?”.

Mientras más espacio ocupaba, más pequeña me sentía.

Comencé a avergonzarme de comer en público y a veces cenaba antes de salir o volvía a cenar al llegar de cenar. Poco a poco, comer se convirtió en una actividad tan privada como hablar sola. Eventualmente fue un médico chileno el que le puso nombre: desorden alimenticio por atracón. Ya eso le dio carácter. Entidad. Son increíbles estas cosas que se descifran apenas les pones nombre. Como el amor o la úlcera. Ahora sabía qué leer, dónde buscar soluciones.

Ese fue el inicio del proceso de deshinchado. Ha sido lento porque quiero ser delgada, pero no al precio de hacer dieta: no puedo vivir de fideos de garbanzos, queso light y postres sin gluten que se desmoronan como un sueño infantil.

Mientras tanto, en el mundo exterior, la gula —recordemos— fue elevada al nivel de un pecado mortal. Las recetas tradicionales de mi familia ahora son una barbaridad llena de grasa, azúcar y descontrol, como las del Crandon o Doña Petrona. Todo lo que antes era sabroso ahora es inflamatorio y transgresor.

La nueva generación debe pensar que el mundo siempre ha sido así. Un lugar donde la napolitana con masa de coliflor parece pizza si haces meditación pensando en Nápoles. Donde te dicen que el chocolate negro es aceptable sólo porque es antioxidante. Donde la palta, gloria pura sobre pan con queso y aceite de oliva, es concebida como una fuente de grasa saludable. Triste medalla. “Siento que adelgazo mientras me lo como”, bromeó una vez Laura sobre un tiramisú vegano. Nada de esto parece muy distinto a lo que contaba mi madre que les daba alegría durante la posguerra: un pan con hongos que no sabe tan mal, un arroz con gusanos tan chiquitos que casi no se ven.

Heredé de mi madre el placer de ser anfitriona, servir delicias, ofrecer cariño con comida abundante. Pero en la mesa ya no se escuchan los mugidos de placer que escuchaba ella, sino los quejidos —los míos, los ajenos— por lo mucho que preparé o lo mucho que engorda lo que preparé.

Una vez hice la pastafrola de mi abuela, que es muy distinta —con todo respeto es mejor— a muchas versiones que circulan aquí en el Cono Sur. La corté en pedacitos chiquititos para que no pareciera tan amenazante. Casi en porciones homeopáticas. Pero mis comensales no se dejaron engañar: la miraron en el plato con desdén, como quien echa un vistazo a una licuadora cuyo precio está por regatear. Ni la tocaron. El consuelo de mi despecho fue que me la comí toda yo.

¿Cómo llegamos a este punto en la Historia? Ya no importa tanto el sabor, sino la calidad de los nutrientes. Ninguna de las recetas de mi madre pasa el filtro de la alimentación de la pospandemia, o al menos de mi pospandemia personal.

Volví a servir la pastafrola, pero esta vez con un poquitín de harina integral para que pareciera sana y sin las tiritas que la adornan en su superficie, para que pasara inadvertida. La presenté como un crust de frutilla. Éxito absoluto. El show no siempre sale bien: en una cena reciente en casa, tratando de no parecer excesiva o gorda o que no se notara demasiado mi tendencia al atracón, preparé tan poca comida que creo que mis amigas se quedaron con hambre. Les he preguntado pero me aseguran que no, por supuesto, qué van a decir. Yo al menos volví a cenar después de que se fueron.

Es difícil contagiar un entusiasmo que no tienes cuando el acto de comer te remite a la culpa y la vergüenza de ver tu cuerpo deformarse con el tiempo, en esa obvia exposición de descontrol que los demás comentan entre ellos en secreto; algunos con amor, muchos probablemente sin él. Hace ya rato que la Alegría de Comer se levantó de la mesa y se fue. Me abandonó en la pandemia, o al menos la mía, la que vino con muerte, cáncer y muerte, en ese orden.

Sólo cuando voy a Italia, a visitar a la familia de mi madre en el campo, revivo con mis primas ese lugar de la infancia donde comíamos abundante y delicioso y la mesa era un jolgorio. Si hago un comentario tímido sobre mi figura o el temor al exceso me toman el pelo (“ma dai!”), juntando los dedos hacia arriba para ridiculizarme. La chía desaparece, el chocolate es chocolate, las verduras encuentran formas diversas y placenteras de mostrarse y el aceite de oliva es comprensiblemente innegociable.

Sin quererlo, mamá me dejó eso al final, como si hubiese anticipado que todo esto me pasaría. Después de que murió y que comencé a visitar a su familia en el campo, descubrí que la Alegría de Comer estaba allá, todo el tiempo estuvo allá, en una mesa en un pueblito en las montañas prealpinas entre San Remo y Milán.

Leila Macor es venezolana y emigró a Uruguay a finales de los noventa. Corresponsal de la agencia de noticias AFP, vivió en Los Ángeles, Miami y ahora Buenos Aires. Es autora de Lamentablemente estamos bien (2008), sobre la idiosincrasia de los uruguayos, y de Nosotros los impostores (2010).