En el altiplano, muchos años atrás, había dos grupos de personas que habitaban esas tierras. Unos eran los sapallas y otros, los karis. Los primeros eran personas nobles, pacíficas, en contacto con los abuelos, con las altas montañas. Respetaban las plantas y los animales y vivían en armonía con ellos. La Pachamama los bendecía con bastante quinoa y peces. El pueblo kari, en cambio, era gente envidiosa y aprovechada. Así fue que un día planearon y les quitaron a los sapallas todo lo que habían cosechado. Preocupado por lo acontecido se encontraba un joven, llamado Choque, caminando por la zona, cuando del cielo apareció un apu en forma de cóndor y le dijo: "No tengas miedo ni tristeza en el corazón. Las deidades tienen un gran regalo para ustedes". Lo llevó hasta las cumbres de las altas montañas y le regaló unas semillas. "Siembren. Van a crecer hermosas plantas. Dejen que los karis se lleven toda la mata, las flores, los frutos. Esperen que lo que ha quedado se seque y busquen en la tierra. Ahí encontrarán la respuesta al sufrimiento que tienen". Se alimentaron con aquello que encontraron debajo de la tierra, la papa, y tuvieron fuerza. Los karis, que habían comido el fruto verde de la superficie, sufrieron fuertes dolores de estómago y se debilitaron. Así, los sapallas pudieron vencer a los karis y desterrarlos de aquellas tierras. Leyenda de la papa

María Ochoa se queda unos segundos en silencio ante la pregunta por su edad. Es una mujer de estatura pequeña, pelo negro y lacio atado en una trenza y piel marrón atravesada por las marcas de la experiencia. Lleva puestos los siete colores del arcoíris: un pulóver rojo, una pollera larga gris y una manta fucsia con guardas verdes, amarillas, azules y violetas, las mismas que cruzan su sombrero, sobre una base marrón claro. Hace memoria. "Setenta y tres", dice, y rápidamente se corrige: "No, estamos en el 2025, tengo 74 años". Los cumplió el 24 de julio.

Cuenta que en la comunidad a la que pertenece, Marka Wasi Kolla, cuando una persona cumple los 50 años tiene la función de enseñar todo lo que aprendió. "Los adultos son libros abiertos. Si se va alguien sin haber enseñado, para nosotros es una mala persona". Está en la cocina, parada frente a un horno industrial enorme, con cuatro hornallas encendidas. En una pava hierve agua, en una olla prepara fideos, en otra la salsa y en otra más cocina las papas. Todo lo maneja con la calma de quien conoce los tiempos lentos de la cocina. Mientras, conversa: "Tenemos 1.100 variedades de papas de las más de 3.000 que teníamos. Desaparecieron por el colonialismo. Nos desaparecieron nuestra papa, quemaron nuestros sembríos".

María nació en Perú, en la región de Pachacámac, cercana a la costa del Pacífico. Vivía junto a su mamá, su papá y sus hermanos —de los cuales llegó a conocer a 17—, en comunidad con otras personas. "“Vecinita, azuquita no tengo”, “Vecinita, me falta el huevito”; ese sistema se ha perdido ahora, antes era todo un compartir. Todos teníamos un espacio donde podíamos sembrar y criar", recuerda en una conversación con Lento. La papa, los guisos y las sopas eran fundamentales en su alimentación.

"La papa estaba hasta en el desayuno. Le ponían un trozo de queso o manteca y con eso se empezaba el día. O si no una banana, avena, pescado frito o un pan con huevo. La cancha es infaltable: el maíz grande que viene con cáscara y se tuesta. La cáscara de cacao, que es muy nutritiva, la consumíamos como si fuese un té. Después venía el almuerzo: la sopa, que siempre tenía que estar presente, y el guisito de cualquier cosa que se preparaba, ya sea carnecita, pollo, pescadito. Después se estilaba mucho el postre. Había una variedad tremenda: el dulce de higo, de durazno. Todo caserito". Cocinaban con leña y adobe. De parte de su papá conoció el potencial de las plantas medicinales y de su mamá, casi todo lo demás.

"Ella nunca me dijo lo que tenía que hacer, pero siempre me tenía al ladito. En nuestra cultura, la madre carga al bebé en la espalda y lo tiene siempre junto a ella, entonces estamos siempre escuchando lo que dice y viendo lo que hace. Ella practicaba mucho la enseñanza ancestral, la reciprocidad, el dar, cuidar. Me compartió su filosofía y su cosmovisión y eso me formó”.

Hace unas cuatro décadas que vive en Argentina. Llegó con su madre y su hijo para conocer a las comunidades ancestrales de la región. Aunque le habían dicho que en la ciudad no había indígenas —algo que luego comprendió que no era cierto—, no sabe cómo, llegó a La Plata, en la provincia de Buenos Aires. Le llamó la atención que mujeres blancas al verla caminar por la calle le preguntaran si quería trabajo. Conoció a una pareja de abogados y empezó a trabajar para ellos ordenando archivos y documentos de su oficina. Como estaba de paso, al año les dijo que volvía a sus tierras. Le rogaron que no lo hiciera, le ofrecieron más plata y así se fue quedando hasta que se instaló definitivamente en el país.

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Foto: Enrique García Medina

Todo lo que aprendió de su comunidad, de sus hermanas y de su madre hoy quiere transmitirlo a las nuevas generaciones. "Hay una memoria que hay que despertar, no hay que dejarla que duerma", dice. El lugar donde estaba emplazada su casa, en el barrio Hipódromo de La Plata, pasó de ser un antiguo establo de caballos a lo que en 2007 se convirtió en el Centro Wawa Wasi: Casa de Niños y Niñas. Es una casa estilo chorizo, con un patio largo de paredes corales que conecta cada habitación y recibe buena parte del día la luz del sol. Dos perras caniches grises les dan la bienvenida a las personas que llegan a lo largo del día, que son muchas. En la entrada, cada tanto se escucha el ruido de los cuises que piden comida. María se acerca a darles lo que encuentra, hojas de remolacha o de apio, y lo devoran al instante.

"Tratamos de enseñarles a los chicos qué es el Padre Inti, la Madre Pachamama, sus elementos de vida: tierra, fuego, agua, aire, y cuál es el fundamento por el cual vienen acá, que es a construir, no a destruir. Tratamos de que los niños se sientan cómodos. Saben que es un espacio de identidad, donde van a aprender y donde siempre van a encontrar contención". El espacio lo llevan adelante diez mamakunas (mamás cuidadoras), mujeres voluntarias que cuidan a las más de 150 infancias y adolescencias que asisten al lugar para participar en talleres y compartir desayunos y meriendas. El problema, dice María, es que, al no ser un trabajo reconocido ni remunerado, deben turnarse para sostenerlo con mucho esfuerzo.

Compartir un legado

Con la mente y el cuerpo puestos en la transmisión de saberes y haciendo honor al rol que le toca cumplir desde que pasó los 50 años, actualmente impulsa un nuevo proyecto: Cocinar, Recordar, Resistir: Saberes a la Olla. A través de talleres con jóvenes y la confección de un recetario de comidas tradicionales, su objetivo es poner en valor el patrimonio culinario ancestral. Lo lleva adelante junto con un grupo de antropólogos: Rocío Arisnabarreta, Mora Carrizo y Sebastián Zeoli. Actualmente todos conforman el grupo Cocina y Antropología, una organización con experiencia en manejo de alimentos y cocinas tradicionales. Reciben el apoyo del programa Ibercocinas, el fondo iberoamericano de cocinas para el desarrollo sostenible.

Se conocieron en la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). A María siempre le atrajeron "las cosas del mundo", desde chica. "Cuando mi hermano mayor entró a la Marina estuvo viajando por Europa. Ni bien bajaba del barco, nosotros le hacíamos preguntas: ¿cómo es la gente de allá? ¿Tienen tres pies? ¿Dos cabezas? ¿Cómo hablan? ¿Qué comen? ¿Son igual que nosotros? ¿Son distintos? Era un mundo de asombro constante", recuerda. Así se alistó para estudiar Antropología. Cursar no le resultó fácil. "Apenas empecé, una profesora me dice: “¿Has terminado la secundaria?”. Yo me quedé mirándola. Le digo: “Estoy anotada en la facu y en esta aula”, no supe qué más contestarle. A veces escribo las palabras como las siento. Y para mí así iba con hache. “¡No sabes ni siquiera escribir!”, me dijo". Pero también tuvo experiencias lindas, como los debates que impulsaron estudiantes en relación con el plan de estudios de la carrera o una muestra de fotografías de indígenas que estuvo en exhibición en el Museo de Ciencias Naturales que la hizo llorar. En esas aulas conoció a Mora y Rocío, dos jóvenes amigas que llevaban adelante un taller de cocina en el liceo Víctor Mercante, integrado a la UNLP. Invitaron a María a participar y compartió con el resto su receta de guiso de quinoa.

"Ahí tuvimos una primera aproximación a ese vínculo de las personas con la comida, lo que despierta cocinar, las historias y los recuerdos que aparecen. La participación de María fue super rupturista", comparte Mora con Lento. De esos encuentros recuerda que la primera reacción de los estudiantes cuando vieron los papines andinos y la quinoa fue de asco. "No querían incorporar los alimentos a los platos ni comerlos. Esa relación que se genera con los alimentos también se genera con las personas. Nos está hablando de un cierto rechazo a toda una comunidad, de un prejuicio o una idea a una otredad a través de la alimentación. Qué importante, entonces, la cocina como forma de subvertir esos afectos o esas relaciones. Esa experiencia marcó un montón nuestro recorrido y nuestro deseo de hacer este recetario".

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Foto: Enrique García Medina

La cocina también despertó recuerdos y espacios de escucha. Cuenta Rocío: "Otro año, uno de los chicos dijo que la clase que más le había gustado era la que había venido María porque se había sentido un poco en falta con de donde era su mamá. Empezó a contar aspectos de su historia familiar que no había contado al resto de sus compañeros en otro momento. Buscamos propiciar que sea un espacio para hablar de estas cosas que por ahí son negadas. Hay algo transformador en eso".

Experiencias similares ocurrieron en el Centro Wawa Wasi cuando tuvieron lugar dos talleres con las infancias y las adolescencias que participan en la casa. Cocinaron cau cau, guiso de olluco, chicha morada y picarones. María coordinó la actividad, pero dejó que fueran los jóvenes quienes cocinaran y aprendieran a usar los utensilios y los tiempos de cocción de cada alimento.

"María se da cuenta de que los jóvenes no tienen tanto contacto con la comunidad. Las nuevas generaciones están perdiendo esos saberes y esas prácticas. Ella busca reivindicar a través de la cocina y de la comida una identidad indígena como un posicionamiento político, como una forma de resistir el borramiento de identidad", dice Mora. "No es fácil hacer ese proceso en un contexto urbano, en La Plata, con toda la discriminación e invisibilización que tienen los pueblos. Al principio, cuando iban a una marcha desde el Wawa Wasi y tenían que llevar la wiphala, ninguno la quería agarrar. Con los años, nos cuenta María, ahora se pelean para ver quién la lleva. Ella siente que a través de estas cosas van creando sentidos de pertenencia y van encontrando suavemente, como dice ella, quiénes son y de dónde vienen", agrega Rocío.

Con estos encuentros, María, Rocío, Mora y Sebastián se dieron cuenta de la potencia de la cocina como un momento de encuentro, de generación de lazos sociales y de construcción de memoria. "Desde la antropología, nuestra mirada tiene que ver con recuperar el costado social de la cocina. A veces cuando se habla de alimentación se la asocia con la nutrición, la incorporación de energía, un discurso más ligado a la medicina, y nosotras tratamos de desnaturalizar un poco esos sentidos y empezar a ver qué otras cosas también hay en la cocina y qué comemos cuando comemos", narra Rocío.

Soberanía

Desde que conocieron a María, las antropólogas han compartido horas incontables de cocina y conversaciones sobre la comida, pero también sobre las historias que ella recuerda de su infancia y su pueblo y sobre leyendas de alimentos, como la de la quinoa, una de sus favoritas. El vínculo con las estrellas, con otros planetas, con la Madre Tierra. Con todo ese material elaboran actualmente un libro de cocina. El objetivo no es que sea el recetario clásico que cuente sólo con ingredientes y preparaciones, sino que también hilvane las recetas con sus relatos, saberes, mitos y canciones propias del universo simbólico de cada plato. "Implica también recuperar, difundir y valorar toda una forma de producir, preparar y consumir los alimentos que es respetuosa de los tiempos, los ritmos y las posibilidades de la tierra, la Pachamama, una cuestión que creemos que es crucial en los tiempos de crisis climática que atravesamos", dicen quienes lo llevan adelante.

En un contexto en el que la industria alimenticia causa estragos en la variedad de alimentos, la búsqueda de soberanía alimentaria se vuelve vital para que ciertas comidas y las culturas asociadas a ellas no desaparezcan. "El proceso de globalización y de industrialización lo que está haciendo es borrar la memoria que llevan los alimentos. Todo se homogeneiza y de repente podés comer lo mismo acá que en Francia o en cualquier lado, entonces ahí hay algo de la historia cultural que tienen los alimentos que se va borrando", advierte Rocío.

El concepto de soberanía alimentaria fue introducido por la organización Vía Campesina en la Cumbre Mundial de la Alimentación de 1996. Lo definieron como "el derecho de los pueblos a alimentos saludables y culturalmente apropiados producidos mediante métodos ecológicamente racionales y sostenibles, y su derecho a definir sus propios sistemas alimentarios y agrícolas". Esta concepción "coloca las aspiraciones y las necesidades de quienes producen, distribuyen y consumen alimentos en el centro de los sistemas y las políticas alimentarias en lugar de las demandas de los mercados y las corporaciones". Hasta entonces —y aún hoy— se hablaba de seguridad alimentaria, un término que puso en la agenda la alimentación como un derecho humano, pero que ignora cuestiones como quién produce, para quién, cómo, dónde y por qué.

Actualmente nos encontramos en el Decenio de las Naciones Unidas para la Agricultura Familiar, que va de 2019 a 2028. En este sentido, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura subraya que la agricultura familiar produce más de 80% de los alimentos del mundo. Al mismo tiempo, afirma que los modelos agroindustriales en manos de grandes empresas contribuyen a la pérdida de biodiversidad, el impacto negativo en el medioambiente, la escasez de agua, la deforestación y el agotamiento del suelo.

En Argentina se vive un retroceso en este sentido. El decreto 462/2025, publicado en julio pasado por el gobierno nacional, dispuso la disolución del Instituto Nacional de la Agricultura Familiar, Campesina e Indígena y del Instituto Nacional de Semillas. También puso fin a la autarquía del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, al que transformó en un organismo dentro de la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca, con un presidente designado por el Poder Ejecutivo.

"En Wawa Wasi tenemos soberanía alimentaria y eso damos acá. Alimentamos a nuestros niños a base de cereales autóctonos milenarios, como son la quinoa, el amaranto, el maíz, los porotos, además de balancearlos con carne, pescado, pollo y verduras. No cultivamos nosotros porque carecemos de territorio, por eso nos limitamos a lo que podemos adquirir", comparte María desde el patio de su casa.

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Foto: Enrique García Medina

Cuando ya conversamos durante más de una hora y media, María nos invita a almorzar. Preparó papas a la huancaína y fideos que, advierte, no son "enjuagados". Los cocina cinco minutos en hervor y luego deja que se sigan cocinando con el calor, sin desechar el agua, ya que la coloca a medida. Eso es lo que los hace más sabrosos, asegura.

Gracias, Pacha

La comunidad del Wawa Wasi lleva adelante la celebración de la Pachamama en el Predio Municipal de La Plata. Es un sábado soleado de principios de agosto de 2025. María, con un poncho de colores y descalza, guía la ceremonia. “Estamos aquí para celebrar a la Madre Tierra. Esta es una ceremonia milenaria, ancestral de los pueblos. Abrimos el vientre de la Madre Tierra y agradecemos todo lo que nos da”.

Hay unas 60 personas en ronda, una al lado de la otra. En el centro, una fogata encendida con hojas y ramas. Los hombres se acercan, se disponen en una fila. De a uno, toman la pala y cavan la tierra. Ahora, todas las personas miran al norte, al este, al sur y al oeste. Caminan hacia la derecha, hacen intenciones y tratan de desprenderse de lo que no quieren para el nuevo ciclo que comienza. Se limpian con hojas de laurel y luego las queman, formando una humareda blanca.

“La gente se ha olvidado de los códigos de la naturaleza. Cree en las leyes del hombre, que son solamente prisión, castigos, y se ha olvidado de códigos sanos, por eso es que infringe leyes primordiales de la naturaleza. Esta celebración es algo comunitario, cósmico, universal. Se está cerrando un ciclo: refleja el descanso. Es el tiempo en el que se ofrecen las semillas a la Madre Tierra y se deja que solas puedan brotar. En ese brote nosotras también nos brotamos, porque también somos naturaleza. Es importante volver a ese estado de sensibilidad, poder percibir esos cambios”, dice María.

Alrededor del hoyo cavado en la tierra, colocan cazuelas con legumbres, hojas, harinas, semillas y dulces. Formados en parejas, cada dúo toma un trago de chicha o de vino y otro trago se lo ofrece a la Madre Tierra junto con flores y el alimento que quiera entregarle.

“No le podemos llamar alimento a algo que no nos alimenta”, dice sobre los ultraprocesados, la comida al paso, la chatarra. “Estamos dormidos. Cuando hablamos de despertar es alcanzar ese estado de conciencia atento. Cuando llegas a ese estado, tu cuerpo no va a sufrir porque vas a saber qué cosas le puedes dar y qué le hace bien. No sólo bien tuyo, sino bien a los demás, porque lo que tú haces se va a multiplicar”.

María les pregunta a los presentes si quieren decir algo.

—Gracias, María.

—Gracias a la Pacha —corrige ella.

Agustina Ramos es periodista argentina y se dedica a temas vinculados a género y de interés general. Trabaja en la agencia Presentes y en medios públicos.