En la empinada calle Ciudadela, a poco más de una cuadra de la plaza Independencia y la Torre Ejecutiva, la sede de la Presidencia de la República, justo frente a una oficina abandonada con vidrios rotos y un café moderno de fachada negra y dorada, se instala cada martes la olla popular del barrio Ciudad Vieja.

A las tres de la tarde, por la pequeña y angosta ventana de la desapercibida sede del Sindicato Único de Trabajadores del Mar y Afines se observa el delantal, la gorra y la transpiración bajando por el rostro de una mujer; se escucha el ruido machacante y repetitivo de un cuchillo y el apuro de voces en similares tareas.

Enrique (73) no demora en salir a la puerta para recibirnos. Lleva unos lentes de sol colgados en el cuello de su camisa y un mapa de arrugas rodea sus ojos y su nariz.

Adentro, sobre dos ollas de 60 litros cada una, el fuego está prendido hace un rato. El ancla de un barco y su cadena, no menos pesada, disputan la atención visual de los recién llegados. A su alrededor el movimiento es constante. Quince personas trabajan en la preparación de una cena que estará pronta a las siete de la tarde y permitirá despachar alrededor de 100 viandas con suculentas porciones de estofado.

Sobre una mesa larga, son ocho quienes cortan, pican y ordenan las verduras como una máquina de producción en serie. En la habitación contigua, sobre sillones viejos y cómodos, la charla es distendida y cargada de bromas, cerca de una bandeja con bizcochos, café y chocolate de la merienda.

"Me encanta venir acá”, dice Mirtha (68), docente de música jubilada, anfitriona, gestora del lugar y madre de Cecilia, una maestra del barrio a la que todos señalan como la referente de este emprendimiento social, fundado en 2020 en el marco de la emergencia sanitaria provocada por la pandemia de covid-19.

"Empecé a venir por mi hija", cuenta Mirtha, quien se mudó hace poco cerca del edificio de la Presidencia y conoce a cada persona que visita la olla.

"Este muchacho que entró recién hace dos años era tan grande como vos y ahora está flaquito", me dice. "Hay otro que viene siempre solo con un carrito con dos bebés y ya tenemos todo preparado para atenderlo primero".

Waldemir —aunque algunos le dicen Waldemar— es uno de los cocineros habituales. "Yo escucho todo", dice un poco en chiste, aunque atento a las indicaciones, las bromas, las visitas, las caras y las decisiones que se cruzan entre las columnas con certera puntería.

Jazmín, Miriam, Andrea, Rosa y Mirtha en la cocina de la olla de Ciudad Vieja.

Jazmín, Miriam, Andrea, Rosa y Mirtha en la cocina de la olla de Ciudad Vieja.

Foto: Alessandro Maradei

La dinámica de funcionamiento del grupo que actualmente lleva adelante la olla es bien clara: todo debe suceder con amabilidad, rapidez y mensajes de pocas palabras, que pueden referir a la cantidad de alimento dentro de la olla, al nombre o a la situación de alguien que acaba de llegar, como una ciudadana española que saluda con dos besos y se suma a la tropa o un joven reacio a pasar al que finalmente logran convencer con bizcochos para él y su amigo, algo temeroso del alboroto.

Waldemir carga bolsas vestido con un buzo de una marca de productos porcinos que podría inducir a confundirlo con uno de los vendedores del estadio Centenario.

"Yo trabajo en la construcción. Aprendí de atrevido", cuenta en una pausa de sol, sentado en un banco sobre la vereda. "Acá vengo a dar una mano. No me llevo comida. Me gusta ayudar a la gente. Yo viví cinco meses en la calle", explica.

Enrique, un jubilado de la pesca y de las Fuerzas Armadas que trabajó 15 años como seguridad, se suma a la charla, que deriva hacia los rincones de Ciudad Vieja, como el club Las Bóvedas y el Waston, dos potencias de básquetbol de hinchadas históricamente bravas. Otro veterano, apodado Papucho, aporta coordenadas pero aclara que no da entrevistas. Lleva un anillo con una piedra roja y una pañoleta de seda que delinean su personaje elegante; podría estar cerca de los 80 años.

En una enumeración histórica aparecen "tres ollas que había en La Teja", el barrio de origen de Enrique: "Una estaba en el club El Tobogán, de la calle José Mármol", apunta.

Un vecino conocido como el Boxeador balbucea nombres y momentos con un vaso de chocolate en la mano. "Yo lo conocí a Dogomar Martínez", continúa Enrique, metido en el tema, a propósito del más célebre de los boxeadores uruguayos.

"Acá somos como una tribu, una familia", dice. "Yo me sumé cuando estábamos en el MUMI [el Museo de las Migraciones, ubicado en la calle Bartolomé Mitre]”.

"La olla arrancó en la peatonal Sarandí con la pandemia", acota Mónica (48), vecina del barrio y una de las más respetadas del lugar, que se lamenta por la ausencia de Cecilia, ocupada en el cuidado de su hijo. "De ahí nos tuvimos que ir porque había vecinos que se quejaban de que algunas personas dejaban tiradas las viandas. Después estuvimos en la cancha del club Alas Rojas, hasta que Cecilia empezó a moverse para conseguir un lugar más apropiado, aunque fuera una casa que se estuviera cayendo, un lugar donde dejar los utensilios y los comestibles", cuenta sobre la travesía de esta olla por distintos puntos del barrio.

Hasta que apareció el MUMI. Todos recuerdan con gratitud el paso de la olla por el museo. "Ahí podíamos armar una mesa, escuchábamos música y organizábamos charlas sobre diferentes temas. Una vez vino un grupo de teatro, o simplemente se podía tomar mate con mayor tranquilidad", recuerda Mirtha. "Estábamos contentos porque la gente no se mojaba cuando llovía", acota Mónica.

Adentro, Rosa (47) y María (43) organizan boniatos en pequeñas porciones de a tres (un restante de la comida del día), al tiempo que inventan un chiste picaresco sobre la apertura de las bolsas de nailon que utilizan como recipientes. "De algo hay que reírse", dice María.

"Cuando entramos al MUMI, Cecilia nos dio una mano grandísima", dice Miriam (68), una de las más charlatanas del grupo. "No teníamos ni para darle de comer a mi nieta", relata, acompañada de una de sus hijas, jugadora de fútbol, y de su nieta. "Yo soy la que más anduvo en el ambiente. Y me gusta hacer chistes. Cuando vine por primera vez esto era una tristeza, pero yo llegué y esto cambió”, asegura orgullosa, y sigue con ocurrencias filosas que incluyen persecuciones policiales de las que son víctimas Papucho y Marcelo (47), otro vecino del barrio, encargado de despachar los números que ordenan a los comensales de cada martes.

A las seis, el calor de las ollas es lo suficientemente intenso como para calefaccionar todo el lugar, con las dos habitaciones del frente y la cocinita del fondo.

Con un cucharón, Enrique revuelve un caldo de papas, boniatos, calabazas, zanahorias y lentejas, al que se le agrega salsa de tomate, albahaca, perejil, otras hojas verdes y por último arroz —este martes— o fideos "y un ingrediente más", dice Lorena, otra de las jefas de cocina. “¿Cómo se llama la vecina que nos trae siempre un táper con cebolla picada?”, le pregunta al grupo. Alguien vuelve al rato con la respuesta: "Sí, Margarita. Nunca falla". La receta se completa con sal, orégano y tomillo.

Vladimir y Lorena a cargo de la cocina.

Vladimir y Lorena a cargo de la cocina.

Foto: Alessandro Maradei

"No me gusta para nada tener que venir", dice Lorena (39), "en el sentido de que no debería existir esta olla. Hay gente que está mal y sigue necesitando un apoyo". "Con otros compañeros del barrio nos movemos en diferentes lugares. Otro día vamos a un merendero y otro a la placita, porque la gente que necesita un plato de comida va rotando por distintos lugares para solucionar su alimentación de todos los días".

"El año pasado, cuando dijeron que las ollas ya no eran necesarias, salimos a manifestarnos", resalta Mónica. "Acá se han entregado 100 números en un día. Hay mucha gente que pasa hambre, que tiene mil dificultades o que puede tener trabajo pero cuando termina de pagar el alquiler no le da para nada más".

Como la mayoría de quienes pasan por la puerta de la sede sindical por primera vez, un hombre cincuentón con una pesada mochila sobre su abrigo detiene el paso con cierta desconfianza e intenta discernir entre posibles amenazas y ventajas. "Servimos la comida a las siete", le informa Marcelo.

Mónica encamina la gestión con un detalle burocrático: “Él te da un número y venís, ¿ta?”.

—¿Tu nombre? —resuelve Marcelo.

—¿Y para qué querés mi nombre? —pregunta el cincuentón.

—Para llamarte cuando esté pronta la comida —dice Marcelo.

—Roberto... —responde el hombre antes de tomar el cuadrado de papel color rosa.

Una lucha de vecinos

La de Ciudad Vieja es una entre las 250 ollas y merenderos que funcionan actualmente en Montevideo, según el último relevamiento, de marzo de 2025, de la Intendencia de Montevideo (IM). Como tal, integra la Red de Ollas al Sur junto con iniciativas similares de Ciudad Vieja, Barrio Sur, Palermo, Goes, Aguada y Cordón, y a la vez forma parte de la Coordinadora Popular y Solidaria, desde la que se organizan las donaciones para las ollas capitalinas y del interior.

Cerca de las seis de la tarde, vestida con una campera deportiva con el logo de la Red de Ollas al Sur, Sofía (31) corta bolsas de plástico por la mitad y deja caer kilos de arroz en el estofado hirviente y naranja. "Puedo hablar sin parar durante horas", dirá más tarde. Llegó un día al lugar para entregar donaciones y no demoró en integrarse al grupo de trabajo.

Sofía reparte alimentos en la puerta.

Sofía reparte alimentos en la puerta.

Foto: Alessandro Maradei

"No solamente empecé a participar en la olla, sino en otros espacios de construcción más política, digamos, que tienen que ver con el derecho a la alimentación y con reivindicar este derecho, que, según observamos, sigue siendo vulnerado", remarca.

Sofía habla de la olla como una expresión de "la comunidad barrial y social" y un espacio de perspectiva solidaria y compañerismo. "La idea es generar políticas de convivencia y trabajar por algo más grande, que nos trasciende individualmente. Además, encontré también un espacio de discusión de ideas. O sea, es un espacio de transformación individual y social".

La olla de Ciudad Vieja recibe donaciones de alimentos del Plan ABC de la IM, de particulares y de otras organizaciones vecinales. Sofía pone en blanco sobre negro la existencia de esta y otras ollas: "Las ollas pueden tener un funcionamiento más o menos vertical. Hay lugares que sólo atienden por una ventana. Lo que no hay que olvidar es que en muchos casos las ollas se organizan porque los propios gestores necesitan alimentarse. El grupo humano de la olla de Ciudad Vieja es una mezcla de vecinos del barrio, personas de otras zonas de Montevideo que desde 2020 resuelven su alimentación y la de sus familias dentro de la red de ollas y merenderos y un grupo de jóvenes comprometidos con la causa. Aquí también los adultos mayores, las jefas de hogar y las personas con discapacidades juegan un rol protagónico, no sólo como usuarios, sino también como organizadores del espacio".

"Hoy hay gente pasando hambre", lanza Sofía. "Todos los días te encontrás con situaciones de mucha precariedad y de falta de alimentos. Los gurises en el municipio A y en el municipio B pasan tremenda hambre. Esa es una realidad muy concreta", relata. En ese sentido, entiende que, más allá de un servicio solidario, la olla popular de Ciudad Vieja es un espacio impulsado por la participación activa de los propios vecinos del barrio: "El lugar, además del alimento, tiene que ofrecer algo. Debe tener un valor compartido por las personas que lo integran. Ese derecho vulnerado no sucede de una forma unilateral, sino que se comparte. Entonces, la lucha para seguir también se comparte", dice convencida.

Cecilia responde un mensaje de WhatsApp tarde a la noche: "En lo personal, sencillamente me cambió la vida. Como muchxs de mis compañerxs, todos los días de alguna forma le dedico tiempo a la olla, a la red de ollas o a la coordinadora que une a todas las redes. En los inicios nos movilizaba colaborar con la alimentación con las personas del barrio que la estaban pasando mal cuando todo cerró por la pandemia, pero con el paso del tiempo empezamos a valorar la posibilidad que estábamos teniendo de organizarnos en otro montón de sentidos".

Afuera ya se hizo de noche. Uno de los últimos en llegar por un plato de comida es un hombre joven con un pequeño gato subido a su cabeza, con el que comparte su vianda de estofado. Adentro, el ritmo y el bullicio permanecen incambiados, ahora en las tareas de limpieza.

Rosa y María, amigas y vecinas, arman sus mochilas para volver a sus casas. "Yo camino muy rápido; a las nueve ya estoy en mi casa", dice María, que puede ir y venir desde el lejano Complejo América.

Retiro de viandas en la sede del Sindicato Único de Trabajadores del Mar y Afines

Retiro de viandas en la sede del Sindicato Único de Trabajadores del Mar y Afines

Foto: Alessandro Maradei

Las dos tienen los ojos grandes como dibujos animados japoneses. Rosa tiene mucho para contar y es probable que María también. Rosa debería haber cobrado el sueldo de su nuevo trabajo como portera de un liceo de educación secundaria, pero una falla en el sistema administrativo de una oficina estatal aún se lo impide. "Yo estuve allá abajo, en un galponcito [el MUMI]; de ahí me vine con ellos", dice María sobre el inicio de la sociedad con su amiga y otro joven que las acompaña de vuelta a casa.

"Yo de acá siempre me llevo la parte solidaria y el compañerismo, el que te comprende y te escucha. Nunca falta quien te preste el hombro", dice Rosa, madre de tres hijos, que además vive con sus padres, con problemas de columna, una mano herida en tareas de la olla, una ferviente fe cristiana y una casa que se llueve.

Rosa tiene un sueño que le parece humilde, aunque la sigue ilusionando: tener su propio puesto de frutas y verduras en la feria del barrio y, en otra versión, poder hacer dulces y venderlos en frascos de vidrio para conservas. "Si llego a tener la plata, voy a hacer una donación de ingreso a la olla. Porque si ellos me dan una mano, yo tengo que dar una mano también", concluye.

Federico Medina es cronista y periodista cultural en la diaria y el portal de la librería Escaramuza.