Arena naranja. A veces, crema. Pero siempre arena. La carretera atraviesa el desierto con pulso quirúrgico. Por ahora, Mauritania insiste como un telón de fondo inmóvil, empeñado en fingir que el movimiento no existe.
Con el sol incendiado en retirada, frenamos en un parador que me saca del letargo. Un grito en el estómago me devuelve al cuerpo. Salí hace más de diez horas de Dajla, al otro lado de la frontera, y en todo el día sólo comí un paquete de galletitas con un magro relleno sabor frutilla. Mientras la mayoría de los pasajeros reza en dirección a la Meca, un señor sirve té en un vasito que va pasando de mano en mano.
El chofer me guía a una habitación en la que hay mesas bajas, alfombras y almohadones en el piso. Dejo los zapatos en la puerta y me siento con él a esperar que sirvan un pollo con papas fritas por 100 uguiyas, algo más de dos euros. Soy la única extranjera y nadie más se sienta a comer. Afuera, el resto de los pasajeros toma un té lo suficientemente dulce y caliente para que alcance de combustible algunas horas más.
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Al llegar a la capital, la arena no desaparece; se mezcla con el hormigón y la furia de un tránsito sin reglas. Antiguos Mercedes destartalados ofician de taxis compartidos, la manera habitual de moverse por Nuakchot. No hay paradas ni trayectos preestablecidos. Los autos circulan lento y con la ventanilla baja para que una le grite el sitio al que quiere ir. Si coincide con su antojo, toca acomodarse como payaso en un auto de circo. El trámite me agobia rápido, así que enfilo hacia el puerto a pie, aunque sean más de 10 kilómetros.
Desierto del Sahara, a un par de horas de la ciudad milenaria de Ouadane.
Foto: Franca Levin
Atravieso buena parte de la ciudad con los ojos bien abiertos a pesar del viento arenoso. Escuelas, embajadas, alguna ONG, diez mueblerías seguidas. Farmacias, estaciones de servicio, talleres mecánicos. Avanzo 2, 4, 6 kilómetros, hasta que me doy cuenta de algo: ¿y los restaurantes? ¿Dónde están los restaurantes?
En Nuakchot hay varios puertos, pero el que busco es el artesanal. Los soldados de la entrada me escanean con la mirada, aunque sin cortar el paso. A metros de la playa, una hilera de mesadas les sirve de escenario a hombres con la cabeza cubierta que desescaman pescado con la monotonía de un burócrata y la precisión de un ninja.
En la línea del horizonte se ven cientos de botes que salieron más temprano o incluso el día anterior. Son barcas con capacidad para decenas de personas y pintadas a mano en colores que desafían al salitre y al tiempo. Tres adolescentes con chaleco naranja descansan despatarrados en un bote encallado y roto. Cuando me acerco, charlamos de fútbol y su fanatismo por el Real Madrid. Les menciono a Federico Valverde y el entusiasmo les estalla en los ojos. Pero justo entonces, una barca llega a la orilla y salen corriendo. Varios grandotes se bajan para arrimarla, aunque el oleaje complica la maniobra. Los chicos de naranja descargan las bolsas de pescado y, en parejas, las arrastran hasta una zona segura. Aunque no entiendo lo que dicen, el líder se reconoce rápidamente: bajo, fornido y con chaleco salvavidas negro. En la espalda lleva estampada la foto de un adolescente serio, casi enojado, que parece mirarnos a todos.
La cadena de suposiciones se acelera en mi cabeza y el entorno no hace más que alimentar la teoría. En 2024, las costas mauritanas desplazaron a Senegal como el principal punto de partida de las pateras que intentan llegar a las Islas Canarias. No es exactamente un secreto que en esta zona operan redes de contrabando de migrantes. Según The New Humanitarian, miles de personas perdieron la vida el año pasado en lo que ya se considera la ruta migratoria más mortal del planeta.
Estas aguas no sólo ven partir sueños, sino también a 95% del pescado que se captura en ellas. Aunque el imaginario global asocie a África con la escasez de comida, Mauritania tiene uno de los bancos pesqueros más abundantes del planeta. Sin embargo, las barcas rústicas habituadas a métodos artesanales y encargadas de abastecer a su población recogen lo que pueden entre los gigantes de altamar que descargan directamente en Europa. En parte, cuesta creer que un país con semejante riqueza marina necesite asistencia humanitaria por una crisis alimentaria que afecta a la cuarta parte de su población, según datos de Unicef.
El hijo mayor de Fatma.
Foto: Franca Levin
Al salir del puerto vuelvo a la avenida por la que antes caminé varios kilómetros. Ya enceguecida de hambre, distingo el primer restaurante del día. Es una habitación pequeña con piso alfombrado y varias colchonetas contra la pared. Dejo el calzado junto al montón de sandalias en la entrada y me siento. Un chico me trae un plato de arroz con tres verduras y un trozo de pescado. No hay menú ni otras opciones. Resulta paradójico que el almuerzo más cercano al puerto apenas incluya un filete testimonial, como colado en el plato por error.
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Tiyikya es un pueblo en el centro de Mauritania, a 500 kilómetros de la capital. En julio se celebra el Festival de Dátiles y Artesanías, que convoca a las comunidades nómades del desierto y visitantes de todo el país. Pero ir en enero es otra cosa. El único albergue medianamente adaptado para el turismo parece estar cerrado. Llego de noche, tras 12 horas de viaje desde Nuakchot, y el chofer del minibús me lleva a un lavadero de autos que alquila una habitación en el piso de arriba.
Es un apartamento bastante grande para una sola persona, con baño privado y un balconcito que da a un claro de arena que parte el pueblo en dos. Enseguida incorporo la costumbre de sentarme a tomar mate y observar el movimiento: personas que cruzan a pie, algún carro tirado por burros y, cada tanto, una camioneta cuatro por cuatro.
Oasis de Terjit. Un curso de agua sale de abajo de unas rocas y permite una zona cultivable en medio del desierto.
Foto: Franca Levin
Además de lavadero, el lugar funciona como taller mecánico, así que hay ruedas por todos lados. Me lleva unas horas entender que ese rectángulo azul, rodeado prolijamente por neumáticos clavados en la arena, es en realidad un gran bolsón de agua potable, un colchón extra king que cada tanto un camión cisterna pasa a inflar.
En el pueblo hay un solo restaurante con precios turísticos en el que necesitás encargar varias horas antes para que vayan a buscar los ingredientes. Por eso paso los días a base de pan, tomate y latas de atún que compro en un almacén. De tanto repetir la compra, el señor que atiende me invita a cenar con él. Llego cerca de las ocho de la noche, un poco nerviosa por el encuentro, pero Mamadou me recibe con una sonrisa gigante, el cuscús calentito y la tetera pronta para la sobremesa.
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En lugar de volver a la capital para tomar la ruta hacia la región de Adrar, seguimos por una carretera tan nueva que ni siquiera figura en Google Maps y, a veces, tampoco en la realidad. A las dunas no les importa que alguien haya trazado un camino, se mueven siguiendo el viento sin reparar en las manchas de asfalto. Cada tanto, una retroexcavadora intenta contener el avance del desierto con una fe ingenua.
Durante las siete horas de viaje, la imaginación se llena de escenas prestadas por el cine y los libros. ¿Qué tan abrupta es la frontera de un oasis? ¿Palmeras? ¿Cursos de agua? ¿Suelos cultivables?
Almacén en Tiyikya, una ciudad en el centro del país.
Foto: Franca Levin
Llego a Terjit de noche y, como en todos los pueblos de Mauritania, en la entrada hay un control militar que registra a quienes entran o salen. Jamal, el dueño del alojamiento que había contactado antes, me va a buscar al puesto. Al llegar al campamento, me sirven una bandeja con sopa, pan y un plato gigante de verduras salteadas con fideos finos. Desde Marruecos, un mes atrás, no comía algo tan contundente.
Recién a la mañana siguiente entiendo la dimensión del lugar. Desde el cerro que rodea el pueblo, el paisaje se parece bastante a esas escenas que una lleva construidas por influencias culturales. El desierto no siempre es la duna infinita y nómade; a veces se abre en montes chatos, como una torta al final del cumpleaños, y entre ellos se filtra una mancha verde. Donde hay agua, hay vida. En el desierto, más que nunca.
Bajo del cerro directo a la fuente de agua para entender de dónde sale. Camino a contramano del río, con una frescura novedosa en el ambiente. Piscinas naturales, rocas con musgo y una sombra densa que invita a dormir la siesta. Un río que brota desde abajo de las piedras, en medio del Sahara, no necesita más explicaciones para calzarse el cartel de milagroso.
Regreso al campamento pasado el mediodía. Jamal y su familia están por almorzar y me hacen un lugar. Me esperan sentados en una alfombra sobre el suelo, con un gran latón de arroz con verduras en el centro; la comida no es una instancia individual. En el plato colectivo, cada quien visualiza su porción como si fuera un quesito del Trivia, con la flexibilidad de agrandarse o achicarse según cuántos comensales haya.
Comer, compartir y que nadie se quede afuera.
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La camioneta avanza improvisando un camino entre dunas y camellos. Dos horas después de haber salido de Ouadane, una carpa blanca aparece con la misma sorpresa que un oasis de ríos y cascadas. La pregunta es inevitable: ¿cómo sobrevive esta gente en medio del desierto?
El encuentro no es casual. Un amigo fotógrafo me consiguió la oportunidad de pasar un fin de semana con una familia nómade para documentar su cotidianeidad. Sin idioma común ni traductores ni comodidades turísticas.
El ritual del té puede llevar horas.
Foto: Franca Levin
Recién cuando bajo de la camioneta veo otras dos carpas a 500 metros, algo así como unos vecinos. Todo lo demás es arena, camellos de andar pausado, cabras asustadizas y algunos árboles dispersos, salpicados como estrellas en una noche nublada.
Fatma y su hija de 7 años me reciben con una sonrisa modesta y entramos a la jaima para refugiarnos del viento. La niña trae un braserito con carbón encendido que acaba de sacar del fogón y Fatma comienza la ceremonia del té. Me creía acostumbrada a los pasos protocolares en la preparación de la infusión, pero acá lo llevan a otro nivel.
La tetera pequeñita pasa tres veces por el brasero. Fatma vacía una bolsa entera de azúcar, al punto que pensé que iba a desbordar, pero lo tiene perfectamente calculado. La tradición del trasvase en altura —tan vista en Marruecos— tiene origen en el desierto: se genera espuma a propósito, para que actúe como filtro frente a la arena que vuela constantemente. Un buen té se mide tanto por su dulzor como por la esponjosidad de la espuma. El secreto está en tomarse el tiempo necesario para pasar el líquido de un vasito a otro hasta dar con el punto justo y dejar que el efecto hipnótico de las manos malabareando te lleve a volar un rato.
Podrían haber pasado 20 minutos o dos horas y ninguna de las opciones me sorprendería. El vaso es apenas más grande que una medida de whisky. Está caliente, pero me lo bajo de un trago, tomándome muy a pecho la analogía con un chupito de alcohol. La bomba de azúcar me sube directamente a la cabeza y no puedo evitar pensar en algo que dice Martín Caparrós en El hambre, hablando del chai en India: "Más que el té negro, más que la leche, el azúcar es lo esencial del chai: porque endulza el estómago vacío, lo engaña —lo distrae— para que no pida comida".
Al rato llega el resto de la familia: la madre de Fatma, su marido y los dos hijos mayores. La jaima —carpa tradicional de base cuadrada con un poste en el centro que le da altura— aísla del viento y del calor, pero el desierto nunca desaparece. La madre de Fatma dobla una de las alfombras pegadas al poste, deja al descubierto un rectángulo de arena de un metro por 50 centímetros y comienza a dibujar con los dedos.
Nos dividimos en dos equipos, hombres contra mujeres, y el juego consiste en tirar seis palos de madera pintados de negro en uno de sus lados. Los puntos que se suman dependen de cuántos palitos caigan con la cara negra hacia arriba. La abuela es la encargada de llevar la cuenta en el tablero que dibujó en la arena, usando yuyos para representar al equipo femenino y caca de cabra para el masculino.
Fatma junto a su hija menor tamizando sémola de trigo para hacer cuscús.
Foto: Franca Levin
Hay varias reglas que se me escapan, pero la gestualidad lúdica me resulta familiar. Entiendo perfecto cuando Fatma hace un puntazo, si el hijo mayor pierde o el marido intenta hacer trampa. Las señoras me chocan las manos, la niña baila y hasta los hombres quiebran la rudeza típica de los rostros del desierto con breves sonrisas.
Cada equipo gana una partida y llega la hora del almuerzo. Fatma va con uno de sus hijos hasta la cocina: un fogón a 100 metros de la jaima, rodeado por una estructura de hojas de palmera que lo resguarda del viento. Vuelven cargando una bandeja de arroz blanco cada uno, intentando cubrirse los ojos de la arena que azota incansable.
Hasta ahora, mi concepto de comer con la mano era pinchar la comida con el índice y el pulgar. Pero acá la idea es armar un puño de arroz y amasarlo hasta que quede hecho una bola compacta. Recién entonces te lo llevás a la boca, rematando con un lengüetazo en la palma para no desperdiciar ni un grano.
Mientras el resto de los adultos se va a trabajar con los animales o a buscar gotas de agua en un pozo lejano, Fatma pasa la tarde tamizando sémola de trigo para preparar el cuscús. En el fuego coloca una olla —en la que suelen cocinarse las carnes que acompañan el plato— y encima, un recipiente perforado con el cuscús envuelto en una tela para que absorba la humedad y se cocine al vapor.
Al atardecer, el hijo mayor comienza a amasar el pan: harina, agua y una piedra de sal que remoja directamente en la mezcla. Vamos hasta donde se cocina el cuscús, pero arma otro fuego unos metros más allá, en plena arena. Un buen rato después, cuando ya hay suficientes brasas, el padre las esparce con un palo hasta dejar un hueco libre de ceniza. Cachetea la masa para darle forma y la lanza al centro del círculo. Luego cubre todo con arena y esparce por encima las brasas calientes.
La oscuridad de la noche se vuelve liviana gracias al cielo estrellado. Con un frío que adormece los pies, acompaño a Fatma a buscar el cuscús para cenar. Cuando vuelca la olla de abajo en la fuente, no hay carne alguna: apenas un aceite anaranjado como fantasía de salsa.
Jaima tradicional de los nómades del desierto. Ahí me recibieron Fatma y su familia durante un fin de semana. El poblado más cercano es Ouadane, a dos horas en auto por las dunas.
Foto: Franca Levin
Después de pasar la noche bajo un cielo bordado de brillantina, me despierta el sonido de Fatma sacudiendo algo con líquido. Tal vez es el sueño, pero tardo unos minutos en entender que el saco en el que bate la leche es un bolso de cuero con forma de cabra.
No hay carne para el cuscús, ni salsas ni tenedores. Pero hay leche, familia y juegos de mesa. No hay horno, pero hay pan casero cocido en la arena caliente. No hay relojes, pero sobra el tiempo para dedicarle al té una espuma perfecta.
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Regreso a la capital para el inicio de Ramadán, el mes sagrado del islam. Desde el amanecer hasta que cae el sol, nada entra en el cuerpo: ni comida ni bebida ni tabaco. Ni siquiera un roce con alguien del otro sexo.
Si encontrar conductores que respeten las normas de tránsito ya es un desafío, durante Ramadán el frenesí se multiplica. Quienes siguen el ayuno estrictamente llegan a las siete de la tarde con un agujero en el estómago, la garganta más seca que el Sahara y el humor tan frágil como su nivel de nicotina en sangre.
Me gusta salir a esa hora y ver cómo la ciudad pasa de la histeria al vacío en diez minutos. Sólo lo puedo comparar con las calles de Montevideo cuando la selección de fútbol juega un partido importante. Aunque incluso en esos casos, siempre hay alguien que aprovecha para hacer las compras.
A las 19:15 podría acostarme en medio de la avenida principal con la certeza de que no ligaría ni un bocinazo. Únicamente se escucha una señora sacando budines de unas bolsas, un grupo de adolescentes riendo mientras devoran sánguches y el chorro desesperado de un bidón de agua vaciándose.
Nuakchot, la capital de Mauritania.
Foto: Franca Levin
Al día siguiente conozco a Sami, un guía turístico que habla español y conduce como en esos videojuegos en que se la pasan escapando de la policía. Le pido que al menos se mantenga del mismo lado de la calle, pero la disciplina le dura una cuadra. Mientras vamos a la casa de su hermano para romper el ayuno, se inclina para pitar un cigarro a escondidas. Las restricciones son estrictas a menos que nadie te vea.
Llegamos varios minutos tarde, pero nos estaban esperando. Una casa grande, con bicicletas desparramadas frente al garaje, piso de loza blanca, sillones con garantía de siesta y la comida servida en un mantel sobre la alfombra. Con la familia también está una joven senegalesa. Sonríe, sirve los vasos de jugo, se sienta y come con nosotros. No puedo evitar que la cabeza se me llene de preguntas.
Mauritania fue el último país del mundo en abolir la esclavitud, en 1981. Pero no se consideró delito hasta 2007. Aún hoy persisten formas de servidumbre disfrazadas de trabajo doméstico, sobre todo en familias hassani: descendientes magrebíes que históricamente ejercieron poder sobre grupos subsaharianos. No sé si es el caso de la chica que tengo enfrente y no encuentro una manera elegante de preguntarlo.
El ayuno se rompe con dátiles, fuente natural de azúcar y proteína para compensar lo que no se consumió durante el día. Seguimos por una sopa marroquí, miniempanadas que llaman fataya, pizzas, panqueques con mermelada y otras cosas que no llego a identificar. Este, imagino, es el Ramadán de quienes pueden elegir qué poner sobre la mesa.
Franca Levin es profesora de Matemática egresada del Instituto de Profesores Artigas y hace años se fue de Uruguay para perseguir una vida nómade, buscando historias. La vida de viaje la fue llevando por los carriles del periodismo narrativo y la fotografía documental, con proyectos propios y otros colaborativos. En sus redes sociales es @dementeconmochila.