2011 iba a ser el Año de México en Francia. La inauguración oficial de las festividades, el 3 de febrero de ese año, se hizo en el Museo de Orsay, en París. Había más de 300 actividades previstas y se esperaba que los lazos de amistad entre los dos países (que siempre son, antes que nada, posibilidades comerciales) resultaran fortalecidos. Sin embargo, las relaciones entre Francia y México –y, más precisamente, entre sus respectivos presidentes, Nicolas Sarkozy y Felipe Calderón– eran tensas desde hacía un buen tiempo. La razón tenía nombre y apellido: Florence Cassez, una ciudadana francesa detenida en México en diciembre de 2005 bajo acusaciones de secuestro extorsivo y otras conductas criminales. Para cuando las celebraciones por el Año de México debían empezar a desplegar sus fulgores, las negociaciones entre ambos estados por la interpretación del Convenio de Estrasburgo habían llegado a un punto muerto, y el 14 de febrero México anunciaba, en la página web de su Secretaría de Relaciones Exteriores, que no sería parte de la fiesta.
Pero todo esto arrancó mucho antes, como explica Jorge Volpi en Una novela criminal, ganadora del premio Alfaguara 2018. Para el público mexicano este espectáculo, que terminaría en una crisis diplomática, comenzó en las primeras horas de la mañana del 9 de diciembre de 2005, cuando los dos noticieros con más audiencia de la televisión, Primero Noticias (Televisa) y Hechos AM (TV Azteca) transmitieron en vivo y en directo la liberación de tres personas secuestradas en la finca Las Chinitas, ubicada en la carretera federal México-Cuernavaca, y la captura de sus secuestradores. Las víctimas eran Ezequiel Elizalde, de 21 años, y una mujer y su hijo de 11 años: Cristina Ríos Valladares y Christian Ramírez Ríos. Los criminales eran Israel Vallarta, de 31 años, mexicano, y Florence Cassez, de 29, francesa.
El exitoso operativo llevado a cabo por la Agencia Federal de Investigaciones (AFI) ante los ojos de todos los mexicanos que en ese momento sintonizaban la televisión fue, sin embargo, un montaje. La verdad es que Israel y Florence habían sido detenidos el día anterior, secuestrados por los agentes de la AFI en plena calle, torturados en el interior de una camioneta y trasladados, en la madrugada del día siguiente, a la finca en la que vivía Israel y en la que Florence ocupaba, transitoriamente, la casa de huéspedes del fondo. Sobre las tres víctimas que supuestamente estaban retenidas en el lugar sólo cabe decir que no se sabe con exactitud en dónde habían estado hasta ese momento, porque tanto la AFI como las emisoras de televisión involucradas tuvieron que admitir que lo que habían querido hacer pasar por una transmisión en vivo no era otra cosa que una “dramatización”, un show montado para lucimiento de los agentes y seducción de la teleaudiencia.
El caso Vallarta-Cassez, también conocido como “el de la banda del zodíaco”, fue muy sonado en México y sirvió para que Felipe Calderón, que asumió la presidencia al año siguiente, lo usara como bandera de su guerra personal contra el narcotráfico. La cantidad de irregularidades en el proceso de detención y enjuiciamiento de los supuestos secuestradores, las contradicciones entre los testigos, los numerosos desmentidos que siguieron a confesiones detalladas ante la Policía, las torturas comprobadas, la corrupción, la impunidad y la violencia que impregnaron todo el proceso surgen de los miles de documentos que integran el expediente judicial y que Volpi revisó con rigor de abogado y curiosidad de cronista para armar la historia y darla a conocer fuera de México.
El libro es, según su propia definición, una “novela documental o novela sin ficción”, es decir, no una reconstrucción periodística ni un alegato judicial, sino un relato en el que todos los personajes son reales y muchos de los hechos están documentados, pero la verdad permanece sin revelarse y los blancos deben ser llenados con explicaciones que, siendo verosímiles, no dejan de ser especulativas.
Esta semana, Volpi (Ciudad de México, 1968) vino a Montevideo como parte de la extensa gira internacional de presentación de su libro. Ya había estado aquí hace diez años, como director del Festival Cervantino, y su nombre sonaba desde antes, ya que en 1999 fue el ganador del premio Seix Barral de Biblioteca Breve. Activo intelectual y gestor, Volpi fue, entre otras cosas, agregado cultural en París durante el gobierno de Vicente Fox.
¿Por qué se te ocurrió hacer una novela sobre este caso en particular?
Sobre todo porque me parecía que este caso reunía todos los elementos que podían ser interesantes para mí y, creía, para los demás. Por supuesto, es un caso criminal, pero es uno de los pocos casos criminales en México que alcanzó una resonancia internacional, precisamente por la nacionalidad de Florence y por la pelea entre Sarkozy y Calderón, entonces esa parte también lo hacía notable. En segundo lugar, por la propia parte policíaca, y en lo relativo a la relación entre el poder y los medios de comunicación. Además me interesaba por la propia historia de Israel y Florence, la historia de amor que había en medio de toda esta otra historia.
El proceso penal mexicano pasó en 2008 de uno inquisitivo a uno acusatorio (acá acaba de pasar lo mismo); ¿es una mejora en los tiempos de la Justicia?
Es un avance, sin duda, pero ni siquiera ha acabado de implementarse. Han pasado diez años y todavía no acaba de implementarse, por muchas resistencias del propio Poder Judicial e incluso de los políticos. Todavía hay muchos políticos que salen a decir que lo único que va a provocar esa reforma es que haya más criminales en las calles.
Es una reforma que apunta, por lo pronto, a evitar tanto tiempo de prisión sin condena.
Sí, también intenta ser algo que incluso está establecido en la Constitución: que la Justicia debe ser expedita, debe ser rápida. Es inverosímil que el propio sistema permita, por más que la defensa de Israel no haya sido buena, que alguien pueda estar 13 años en prisión preventiva. Viola todas las normas internacionales.
¿Cómo se ve esto en México, entre la opinión pública? Porque he visto que hay muchos que se manifiestan en contra de que Florence, finalmente, haya sido enviada a Francia y esté en libertad, cuando tenía una condena a 60 años de cárcel.
De hecho, la mayor parte de los mexicanos estaban, o están, convencidos de la culpabilidad de ambos. Pero eso tiene que ver con la construcción de su culpabilidad desde el primer día, y la manera cómo la Policía, junto con los medios, se encargaron de crear esa imagen antes siquiera de que fueran juzgados. Casi nadie dudaba en México de la culpabilidad de él, y aún era muy amplia la mayoría que pensaba que ella era culpable. El libro salió en México hace seis meses, y yo creo que una de las pocas cosas que ha logrado es, al menos en un círculo –un círculo influyente–, cambiar un poco esa percepción.
¿Estás convencido, personalmente, de que ellos no son culpables?
En el libro nunca lo digo así de claro, porque lo que quería era que cada lector sacara sus propias conclusiones. Yo tengo mi propia opinión, que es, en un porcentaje muy alto, que son inocentes. No puedo decir que esté absolutamente convencido de su inocencia: no, porque yo tampoco tengo todos los elementos. Pero mayoritariamente estoy convencido de la inocencia de ambos. Pero hay algo todavía más importante que eso, y de esto sí estoy absolutamente convencido: creo que ellos dos fueron víctimas del Estado mexicano, que no sólo no les garantizó un juicio justo e imparcial, sino que hizo todo lo contrario: manipular todas las pruebas, cambiar todos los hechos, no concederles ningún margen para que pudieran tener un juicio justo, a lo que hay que añadir la tortura, probada y cierta, de Israel y de su familia. Entonces, de lo que no tengo duda, y eso sí es absoluto, es de que Israel debe estar libre.
¿Por qué te pareció que la forma de contar este caso era una novela, y no una intervención en prensa o un ensayo?
Lo que me quedaba claro era que quería contarlo de forma completa y amplia. Y eso solamente ocurre en un libro. Es decir, había habido libros pequeños, reportajes, muchas cosas, pero la única manera de contar una historia tan compleja era, necesariamente, por medio de un libro. Ahora, ¿qué género de libro? No quise que fuera una novela basada en hechos reales, porque hubiese sido casi inverosímil. Aquí, donde la ficción está dada por las autoridades, donde las mentiras constantes son de las autoridades, había que contarla así, con los elementos del periodismo, y no con la imaginación del escritor, por más que esté construida como una novela.
Que sea una novela te permite, además, especular sobre esas partes en las que no se sabe qué pasó.
Y me permite seleccionar materiales de una manera distinta a la de un periodista. Y tomar decisiones, como advierto al principio. A diferencia de un periodista, que hubiera estado obligado a, en cada caso, en cada momento, poner los testimonios contradictorios de dos o de diez personas, yo, como novelista, podía arrogarme la facultad, que es la única que tomo como novelista, de escoger qué versión es más verosímil. Para mí, por lo menos. El estatuto de verdad es complejo en un libro como este, pero era la única manera de contarlo completo. Si no, se vuelve una maraña indescifrable.
¿Te parece que se puede modificar en algo la situación del sistema penal en México?
Es urgente. Hace tiempo que quería escribir una novela sobre México, y esta es mi novela sobre México, a través del sistema de Justicia. Lo que cuento en este caso no es la excepción sino la regla en todos los procesos judiciales mexicanos que tienen que ver con el proceso penal. Mientras yo escribía el libro iba ocurriendo, paralelamente, el caso de Ayotzinapa, de los 43 jóvenes desaparecidos. Ahora, después de los reportes de los expertos independientes, de los fiscales argentinos y de las propias Naciones Unidas, vemos que la manera en que se investigó este caso es igual a esta: torturaron a 37 o 30 y tantos de los supuestos testigos o involucrados en el caso sembraron pruebas, los obligaron a decir cosas que no habían dicho: la misma manera de operar.
Por otro lado, lo que hizo el proceso de Calderón de lucha contra el narcotráfico fue empeorar la situación de violencia.
Empeorarla por mucho. El sistema del narco en México era muy complejo y muy caótico, pero no vivíamos, antes de Calderón, en una situación de violencia extrema. Era una violencia tal vez contenida por cómo se había organizado esa red, o esas redes, de narcos. Cuando a Calderón, sin ningún estudio previo, sin ninguna consideración anterior, se le ocurre de repente lanzar la guerra contra el narco, provoca que ese mundo ordenado precariamente estalle por completo. Con el resultado de que de 2016 para acá tengamos 220.000 muertos, en cifras oficiales.
¿Cuánto tiempo le tuviste que dedicar a esto? Porque son miles de documentos.
Tres años.
¿Cómo pudiste estar tres años dedicado a leer documentos? ¿De qué viviste mientras tanto?
Yo estudié derecho, me recibí y trabajé unos años en el mundo del derecho penal cuando era muy joven. Y luego lo dejé, creía que para siempre. Mi ventaja fue que al ver un expediente de 20.000 hojas, pude discernir qué debía leer y qué no. Qué era importante y qué no. Además, mientras escribía este libro fui director del Festival Cervantino, y eso me dio una cantidad de tiempo adicional que no hubiera tenido en otro trabajo. El Cervantino es el festival de arte escénica más importante de América Latina –mi primera edición, por cierto, fue cuando Uruguay era el país invitado–, pero es una vez al año. Eso significó que durante seis meses del año me podía concentrar en esto.
Integrás lo que se llamó Operación Crack. ¿Fue de algún modo una respuesta a lo que se conoció como McOndo?
Creo que los dos grupos, el Crack en México y McOndo –que surge en Chile, pero en el que hay escritores de muchas partes– estábamos teniendo el mismo malestar y señalando la misma situación en la literatura latinoamericana que nos incomodaba. Y en eso está la coincidencia. Lo que pasa es que las respuestas de uno y otro eran muy diferentes. Pero fue muy interesante que ocurriese de manera paralela. A los dos nos incomodaba la idea de que la literatura latinoamericana, vista desde fuera, tenía que ser exótica y de realismo mágico. Y ahí sí variaban las respuestas: mientras que McOndo fue un rechazo casi absoluto al realismo mágico y a García Márquez –sobre todo, por parte de Alberto Fuguet–, en nuestro caso buscábamos más bien un regreso a los orígenes del boom.
¿Seguís pensando que Bolaño es el último escritor latinoamericano, como escribiste alguna vez?
Pues creo que sí. Digamos que sí en ese sentido, o en uno de los sentidos en que lo decía en ese ensayo [El insomnio de Bolívar, 2009], que era un poco provocador: creo que es el último escritor latinoamericano que se formó conscientenmente, queriendo responder a todas las tradiciones latinoamericanas juntas, que conocía a todos los escritores raros de cada país, que le gustaba hacer guiños y respuestas y pelearse con escritores de todo el continente asumiéndose él, así, como latinoamericano. Y creo que desde entonces mi generación, y desde luego los más jóvenes, no tienen en absoluto ni esa formación ni ese interés. Su formación está en los libros de Anagrama, en los libros de Alfaguara y en la circulación global, no en la tradición puramente latinoamericana a la que Bolaño quería responder.
Ahora venís por este premio, pero hace casi 20 años ganaste el premio Biblioteca Breve con En busca de Klingstor (1999). ¿Cómo ves hoy ese libro?
Ese libro me cambió no solamente la vida literaria sino también la cotidiana. Todo cambió para mí en ese momento. Tenía 30 años y fue un cambio muy drástico. Ahora, este premio [Alfaguara] es sobre todo para el libro. Creo que sin el premio no estaría yo aquí. Se habría publicado seguramente en Alfaguara y habría circulado en México y habría tenido tal vez cierto éxito allí, pero no habría tenido salida, porque, tal como funciona la industria editorial, se habría visto como un caso muy local. El premio Alfaguara le dio una vida distinta a este libro pero no me cambió la vida a mí, como sí me la cambió el Biblioteca Breve hace 20 años.
¿Tenías a Umberto Eco en la cabeza cuando escribiste En busca de Klingsor?
Sí, lo tenía muy claramente. El nombre de la rosa fue una novela muy importante en mi formación literaria; me la dio a leer mi padre, la leí bastante joven, en italiano, y me impresionó mucho.
Klingsor tenía un protagonista mexicano, pero no te pareció verosímil para hacer una historia de nazis, físicos y Segunda Guerra Mundial...
Y lo cambié por un gringo.
Eso dio mucho que hablar cuando la novela salió y fue premiada. ¿Cómo ves hoy esas polémicas?
Creo que ese tema, que era un poco el tema también del Crack, quedó afortunadamente saldado. Creo que McOndo contribuyó, y creo que el Crack contribuyó –y también escritores que no estaban en ni uno ni otro grupo– a no tener ahora esta marca forzosa de ser latinoamericanos. Ahora hay muchísimos escritores latinoamericanos que escriben sobre lo que se les ocurre y ya nadie les pregunta, como a mí me preguntaban una y otra vez: “¿Por qué escribes sobre nazis si eres mexicano?”.