Desde estas páginas, junto con Francisco Álvez Francese, hemos seguido más o menos de cerca la actividad de Pez en el hielo, una editorial uruguaya, independiente, artesanal y autogestionada por los escritores Daniela Olivar y Gonzalo Baz. En mi caso, a fines del año pasado escribí una nota sobre dos títulos de su raro e interesante catálogo poético: Vicente habla al pueblo (2016), del argentino Vicente Luy, y Rivothriller (2017), de la poeta mexicana Zaria Abreu. Por su parte, Álvez Francese dedicó algunas palabras a las características del proyecto en general, en las que hizo hincapié en la colección principal de la editorial, una serie de narrativas denominadas #, a la que definió acertadamente como un “muestrario de ficciones”. De modo que antes de hablar del libro debut de Dani Olivar, La poética del riesgo (2018), quise rastrear algunos insumos que permiten trazar un recorrido de escritura mayor y ayudan a contextualizar esta publicación como parte de ese proyecto, más allá de merecer atención puntual.

Daniela Olivar, Dani Olivar o DaniO (Rocha, 1989) es la misma persona, aunque se pueda encontrar su firma de varias maneras, según a qué actividad preste su nombre. Su permanente inquietud la caracteriza como una de esas personas a las que, por suerte, se nos hace bastante difícil encasillar de acuerdo a un interés artístico específico, debido a que lo plasma en varias disciplinas a la vez: artes plásticas, fotografía y literatura. Siete cuentos componen su ópera prima como narradora, que ahora se reúnen en un volumen unitario, ya que antes sólo había publicado un puñado de cuentos dispersos, como, por ejemplo, los tres que se incluyeron en Querías frío, acá tenés muñeca (2016), la serie #1 de Pez en el hielo. Uno de ellos, “Titito”, se recoge nuevamente aquí como texto de apertura, pero los demás permanecían inéditos. A propósito de la edición, a nivel formal presenta un sinnúmero de inconvenientes, problemas que incluso habilitarían una discusión de otra índole acerca del tipo de producto al que accede el lector. En este caso, la edición es muy despareja; esto se produce, en parte, por la ausencia de un corrector de estilo y por la falta de atención en la lectura del propio autor y editor (que en este caso es la misma persona). El mal empleo de los guiones de diálogo, los espacios tipográficos no establecidos o sobrantes entre las palabras, la puntuación inestable y tildes que faltan o sobran, lamentablemente hacen de este conjunto de textos más un cuaderno de apuntes impreso sin corrección en Word, que un libro mínimamente preparado para que llegue sin problemas a los ojos de un lector. Si bien este es asunto importante, porque modifica la lectura del libro, no quisiera detenerme únicamente en eso.

Confiar

En La poética del riesgo comparecen personajes semimarginales y de origen humilde, algunos con background callejero o de una procedencia que no parece ser montevideana. Ellos son los que pueblan el universo de este libro, que, desde el título, se presenta como una poética (con la complejidad que conlleva suscribir a ese término) dedicada “a los que confían”. “Confiar” es un verbo clave que guía el trasfondo de muchas historias y atraviesa el volumen de principio a fin. A su vez, la apelación al coloquialismo extremo, a una especie de oralidad descarnada, se refleja en el habla no sólo de los personajes sino también del narrador. Al trabajar en el papel esos gestos o muecas vívidas, la escritura se rarifica, se descomprime y, adquiere un estatus mayor de realidad y principalmente, de cercanía. En esos traslados es donde Olivar se siente más cómoda, se suelta de manera original y con eficacia porque, además, su prosa tiene buen oído.

En “Titito”, dos hermanos fácilmente irritables intentan deshacerse de los objetos que no usan mientras su padre reforma la casa en la que ya no viven. Entre esas cosas se encuentran los libros de cuando eran más chicos, y no titubean ante la consigna “¿vamos a tirar todo esto a la mierda?”. En “Cero llanto”, Lourdes nos cuenta la historia de su amiga Leti, quien ante su inevitable separación de “el negro”, ahora tiene “que cuidar al gurí sola”. El paulatino abandono a la amiga, debido a diferentes circunstancias de la vida, luego la invitará a reflexionar por qué le falló: “No es fácil andar en los zapatos del otro y menos cuando el otro ni zapatos tiene”. En “Calle” conocemos a Punki y a Rafa, quienes andan medio locos por la ciudad, haciendo cualquiera, y la única forma de contarles cómo está escrito el texto es citando su gran comienzo: “Punki toma cerveza en la vereda. Capucha negra no le cubre la cara. Cara roja de tristeza. Tristeza se le sale por la nariz, se le pega al arito de alambre, cae y la deja en un pedazo de diario. En la manga del buzo. Buzo de color gris que deja el sol y la noche. Anarquía y cerveza fría. Dice. Trata de levantarse y cae. Dos veces. Tres veces. Cuatro. Salí de acá perro de mierda. Punki patea perro. Punki deja cerveza en la calle. Mete bardo y habla solo.” Y así. En “Apto 401”, Lucía y Diego alternan voces para hablarnos de su extraña predilección por el suicidio. Duermen en el living de su apartamento nuevo frente a tres hermosos ventanales pero viven sin electricidad desde hace cuatro años.

Menciono estos cuentos al pasar porque en ellos Olivar concentra su escritura en el trabajo de relaciones duales, o en vínculos que se dan mano a mano entre dos personajes. Así, confiar es esperar lo mismo del otro, o depositar esperanza en alguien o en la realización de algo; confiar es también brindarse, ser mejor, acompañar (o no), y eso es lo que hace este narrador, a veces personaje, a veces testigo y a veces omnisciente, pero siempre cercano, amigo de las voces que construye: le arma un tabaco a sus personajes mientras cuentan esa historia que vos vas a escuchar. Y es en ese sentido en el que interpreto muy claramente el asunto del riesgo en la poética de Olivar. Se embarra las patas, se palpa su proximidad al daño y se deja afectar para afectar a otros con eso, gracias a eso, a través de eso. Realizar esa operación sensible no es sólo ponerlo en palabras y articular un discurso, sino también vivir, contemplar de cerca, formar parte de esas historias, creerlas.

Asumir el riesgo

Una variante en esta estructura de personajes dobles se da en el cuento que cierra el libro, que es el mejor logrado. Hablo de “Benteveo”: en este se dan a conocer algunos fragmentos del diario de vida de Carlos, una persona no vidente que se encuentra en una institución o residencia en la que le brindan cuidados. Esta es una buena excusa para destacar el proyecto Casa Ajena, del cual Olivar es una de las fundadoras, y que funciona desde hace tres años promoviendo la lectura a domicilio para no videntes, a partir de un libro que se selecciona previamente junto con la persona que lo escuchará. Gracias a esta experiencia, Olivar vuelca en este cuento lo mejor de su narrativa, asumiendo el punto de vista del personaje con una lucidez extrema: “Anabella habla sin parar mientras hace el aseo del cuarto. Al principio me abruma, luego logro acostumbrarme al sonido de su voz. Los fines de semana viene otra muchacha, escucho que escribe constantemente en el celular. Demora como dos horas en hacer el aseo. Quizás no son dos horas, pero es de esos silencios donde sobra gente”.

En La poética del riesgo hay ensayo y error de técnicas de escritura, hay búsquedas temáticas de difícil dominio que vislumbran un gran potencial para contar cosas de una manera atractiva y diferente, desde una otredad significativa. Pero, sobre todo, hay valentía a la hora de perseguir esas historias y hay amor puesto en cada intento. Más allá de cualquier contingencia, escribir es asumir riesgos. Y este libro tiene mucho de eso.

La poética del riesgo. Dani Olivar. Montevideo, Pez en el hielo, 2018. 70 páginas.