Decía Roberto Bolaño, palabras más o menos, en alguna entrevista que ahora no tengo presente, que el destino de todo escritor y de toda escritura sería, finalmente, el olvido. Por célebre que un autor llegara a ser en vida o en forma póstuma, por eterna que pudiera parecer su obra, en algún momento se volvería nada. Dejaría completamente de significar. Sin llegar a vaticinios tan extremos se puede afirmar, de todos modos, que el número de estrellas de la literatura que termina en la categoría de los olvidados excede ampliamente al de los recordados. Y para probarlo basta ver con qué frecuencia algún editor astuto recupera el nombre de un talento perdido y lo lanza, reempacado y pulido, al mercado. Ese es, ni más ni menos, el caso de Richard Yates, nacido en Yonkers (Nueva York) en 1926 y muerto en Birmingham (Alabama) en 1992.

Yates no fue un escritor secreto o incomprendido. Autores de enorme importancia, como Kurt Vonnegut, Raymond Carver o Richard Ford lo consideraron un maestro, y Tennesse Williams se declaraba admirador de su primera novela, Vía revolucionaria (Revolutionary Road, 1961), que resultó finalista del National Book Award de ese año y que, en 2008, llegaría al cine en una versión de Sam Mendes. Pero para cuando murió, a comienzos de los 90, poco quedaba del reconocimiento que le había permitido ganarse la vida como profesor universitario y viajar por el mundo dando conferencias. Recién en 2001 la edición póstuma de una recopilación de sus relatos breves volvió a llamar la atención sobre él. Se sucedieron entonces las reediciones en inglés, y llegaron las ediciones en español. La primera de Once tipos de soledad fue de Emecé, en 2001, con traducción de Esther Cross, y se agotó rápidamente. En 2010 la editorial RBA lanzó en Barcelona una versión traducida por Luis Murillo que circuló como Once maneras de sentirse solo; la misma editorial había publicado en 2009 la novela Cold Spring Harbor, de 1986, también traducida por Murillo, y en 2011, con traducción de Jordi Fibla, publicó Una providencia especial (A Special Providence, 1969). Alfaguara, por su parte, editó en 2008 Vía Revolucionaria y en 2009, con el nombre de Las hermanas Grimes, la novela The Easter Parade (1976), que en versión de Emecé y titulada Desfile de Pascua había sido la única novela de Yates publicada en español en los años 70, como parte de la famosa colección Grandes novelistas. El año pasado, la argentina Fiordo volvió publicar la traducción de Cross de Once maneras..., que es la que circula en Montevideo, distribuida por Escaramuza.

Según Dorothy Parker, ningún escritor tenía “el ojo y el oído” de Yates. Ella atribuía a esa sensibilidad hiperdesarrollada de los sentidos la claridad con que dibujaba a sus personajes, seres solitarios, socialmente torpes, atrapados por la mirada del narrador en el instante en que se esforzaban por pasar desapercibidos o trataban de vestir de triunfo una derrota obvia.

Los ingredientes básicos de estos relatos son el malentendido, la buena voluntad y el error. Una maestra joven y entusiasta, llena de un amor abstracto y generoso que aspira a derramar sobre los más carentes, encuentra su gran oportunidad cuando, a mitad de año, aparece Vinny, un alumno nuevo. Yates es primoroso en la descripción del estado espiritual de la maestra, efectivo en el relato del comportamiento de la clase que recibe a Vinny con indiferencia y exacto para dibujar a Vinny recortado contra el último banco, erguido y con piernas y manos cruzadas, como buscando desaparecer en la escena. Pero su extraordinaria capacidad de síntesis asoma, impresionante, en párrafos como el que usa para barrer con toda idea de superioridad o elegancia que pudiera deducirse del origen neoyorquino de Vinny: “Él era, obviamente, de esa parte de Nueva York por la que había que pasar con el tren camino a la Grand Central; [...] donde se veían panorámicas de calles rectas y profundas, una tras otra, todas parecidas por sus veredas llenas de trastos, todas plagadas de chicos grises que jugaban una especie de juego desesperado con la pelota”. Si la pobreza se puede reconocer en la uniformidad de las calles y en las veredas llenas de trastos –algo de lo que puede dar cuenta cualquier cronista que mire desde el tren–, la soledad y la existencia en un mundo paralelo se revelan en el frenesí del incomprensible juego de pelota.

Yates fue piadoso con sus criaturas cuando agrupó estos relatos bajo la figura de la soledad, pudiendo haber elegido la de la vergüenza. Los protagonistas fracasan una y otra vez, y a su alrededor se arman espontáneamente medidas de protección, silencios discretos, confabulaciones cuyo único fin es evitarle al perdedor el mal rato de una derrota en público. El problema es que esa piedad también es embarazosa, y no pocas veces el derrotado se niega a abandonar la pelea. Leon Sobel, por ejemplo, protagonista de “El luchador y los tiburones”, nunca trabajó en la prensa, pero acepta un puesto mal pago en un periódico de tercera categoría porque está seguro de tener cosas para decir. Y contra todas las señales de peligro Sobel se muestra confiado y hasta soberbio, poniendo nerviosos a los compañeros más solidarios y sacando de quicio a los menos sensibles. Cuando finalmente fracase, la sensación de culpa de los que veían venir la derrota será abrumadora, pero la distancia entre la idea que él tiene de sí mismo y la imagen que la vida le devuelve lo mantendrán a salvo y hundirán en el patetismo a quienes hayan querido ayudarlo.

En “El hombre B.A.R.” conocemos a John Fallon, un hombre que a los 29 años es ya un veterano de guerra que carga diez años de matrimonio con una mujer flaca e insípida que no le ha dado hijos. John sólo tuvo un orgullo en la vida y fue el fusil Browning automático que le asignaron en el Ejército, el arma que cuidó con esmero y nunca pudo usar, porque el destino no quiso que le tocara entrar en combate. Yates le da una oportunidad, sin embargo: lo deja tener su minuto de gloria cuando se suma a la multitud para darle una paliza a un hombre que no conoce, que no había visto nunca, pero que tiene el inconfundible aire petulante de los comunistas.

En la narrativa de Estados Unidos el asunto es siempre el mismo: ser hombre y poder probarlo. Pero los personajes de Yates no lo consiguen nunca, y su existencia es posible justo en ese error, en esa falla. Las mujeres, por su parte, encuentran su espesor en el malentendido que las ubica, irremediablemente, como esposas en acto o en potencia. Lo que en Raymond Carver será una breve y desoladora incomunicación, en la obra de Yates es el ejercicio incesante de las posibilidades frustradas y los deseos no correspondidos. “Todos los buenos escritores que conozco concuerdan en que Yates es un maestro”, decía Kurt Vonnegut, y tenía razón.

Once tipos de soledad | Richard Yates. Buenos Aires, Fiordo. 264 págs.