“Casi toda la sangre de Adriana estaba allí, desorganizada e inútil, ante nuestros ojos, sin siquiera haber empezado a secarse. Mientras tanto, ella estaba siendo operada en el Hospital Maciel, donde la llevaron en shock, casi exangüe, producto de las múltiples heridas penetrantes en el tórax y el abdomen que le lesionaron la pleura, el pulmón, el hígado y el intestino. Los codos y los antebrazos mostraban esas heridas que los forenses llamamos 'defensivas', testigos de los fallidos intentos de oponerse a la agresión”.
Fue en abril de 2006. Adriana estaba trabajando en la cocina de la rotisería cuando fue atacada a puñaladas, sin mediar palabra, por el hombre con el que se había casado 25 años antes, con el que había tenido tres hijos y del que, desde hacía dos meses, estaba separada. Pero el ataque, al que sobrevivió milagrosamente gracias a que el cuchillo enterrado en el pecho contuvo, en parte, la hemorragia, fue apenas el principio del calvario de Adriana. La parte que falta, la que no corresponde al expediente del ataque por el que terminó preso su marido, la vino a saber Hugo Rodríguez Almada, médico forense y ex periodista, cuando consiguió encontrarse con ella para conversar y avisarle que iba a incluir su historia en un libro que estaba preparando.
“Rotisería Perla” es sólo uno de los relatos que componen Los héroes de la bodega y otras crónicas forenses, el segundo volumen de historias reales (el anterior, publicado en 2014, se llamó Crónicas de un forense. Historias de personas) escrito por Rodríguez Almada a partir de las experiencias que le tocó atravesar como médico legista, tanto en actuaciones como funcionario del Poder Judicial como en carácter de perito convocado para iluminar aspectos oscuros de investigaciones ya realizadas.
Este segundo volumen se anima a ir un poco más allá de la mera reconstrucción a partir de documentos forenses, y da la palabra a los protagonistas. “Sobre todo a partir de la mujer de 'Rotisería Perla', que yo sabía perfectamente que había sobrevivido (de milagro, porque le quedaba un glóbulo rojo), fui varias veces a preguntarle a la dueña cómo podía encontrarla. Y me daba largas, que no sabía, pero yo sospeché que podía saber, así que fui cuatro o cinco veces, hasta que me dijo: '¿por qué no la busca en Facebook?' Y así la encontré”, dice Rodríguez, y el entusiasmo se le nota en la cara.
Para entender ese entusiasmo de sabueso hay que remontarse bastante atrás en su historia. Probablemente los lectores conozcan su nombre porque fue presidente del club Aguada, o porque ocupó la vicepresidencia del Sindicato Médico del Uruguay, o porque hasta no hace tanto era el prorrector de Extensión y Relaciones con el Medio de la Universidad de la República. Pero mucho antes de ser todo eso Hugo Rodríguez fue periodista. Y antes había sido preso: integró “la caída del 83”, uno de los últimos zarpazos de la dictadura antes del final. Fue detenido en uno de los tres operativos coordinados que en junio de 1983 apuntaron contra jóvenes militantes estudiantiles y barriales que trabajaban en la reorganización de la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay y otras organizaciones sociales. Hugo tenía 24 años y era estudiante de medicina.
La carrera universitaria, entonces, se vio truncada por el pasaje por el penal de Libertad, del que salió al año siguiente, el último del régimen de facto. Yo lo conocí poco después, cuando trabajaba como periodista de política en el diario La Hora. Y según me dice, la pasión que lo hizo dedicarse, años más tarde, a la medicina legal lo atravesaba también cuando tenía que seguir una historia para el diario. Cuando le pregunto por qué se hizo médico forense, me cuenta una historia que ilustra bien ese empecinamiento: “Yo me recibí efectivamente en el 93, casi que para hacerles un favor a mis padres, que decían: 'Te quedan tres exámenes, por favor, recibite'. Y tenían razón. Y estudiando las materias que me faltaban, una de ellas era Medicina Legal, y me atrajo de una manera muy poderosa, no sé por qué. Un amor muy fuerte. Tanto es así, que un día vi un aviso en el diario, un llamado a concurso para entrar a la cátedra, y pedí mesa especial, porque había que ser médico para presentarse. Así que pedí mesa para recibirme antes y poder dar ese concurso. Hace una semana encontré el recorte del diario que prueba que no es una fantasía: lo tengo. Di un concurso de oposición sin haber pisado la morgue. Tuve que prepararme para hacer una autopsia, una prueba de conocimiento, una de metodología científica, y concursar contra colegas que estaban desde hacía tiempo. Pero tenía muchas ganas y me esforcé mucho”.
Entre las historias que componen este libro hay hurtos en pequeños almacenes, escapes suicidas, depresiones mortales, envenenamientos, femicidios, muertes en la cuna, violencia represiva, crímenes de todo tipo que llegan al sistema judicial y no siempre encuentran justicia. Y hay datos que completan historias de un dolor inenarrable y que, a pesar del esfuerzo, no consiguen establecer los hechos con absoluta certeza. Pero a veces consiguen dar una respuesta necesaria, o descubren algo inesperado. La “autopsia histórica” iniciada a pedido de Lille Caruso, de la Comisión de Asesinados Políticos, y realizada junto a Fernando Verdú, un médico forense español titular de la Cátedra de Medicina Legal de la Universidad de Valencia, por ejemplo, confirmó que todos los muertos de la seccional 20 del Partido Comunista, fusilados el 17 de abril de 1972, fueron víctimas de arma de fuego en un episodio en el que se usó armamento militar, y también confirmó que fue un arma militar la que disparó el proyectil que alcanzó en la cabeza y causó lesiones irreversibles al capitán Wilfredo Busconi, muerto casi dos años más tarde como consecuencia de una peritonitis. Las versiones dadas por las fuerzas represivas hablaban de armas en poder de los civiles, pero la reconstrucción de los hechos, más de 30 años después, probó que las lesiones no eran compatibles con el tipo de armas que tanto los militares como la Policía Técnica afirmaban haber encontrado en el local, y que el Partido Comunista siempre negó haber tenido. Pero además probó, inesperadamente, el alto compromiso ético de los médicos militares que atendieron a los heridos en el Hospital Militar, los neurocirujanos Jorge Rodríguez Juanotena y Ernesto Bastarrica: “Eso no lo esperábamos. Operaron primero al comunista que al oficial, porque, según el criterio médico, tenía más chance. O sea que sí, hay sorpresas”, explica Hugo. Y agrega: “Es exactamente igual que en el periodismo: cuanto más trabajás, más encontrás. Es proporcional al laburo”.
El balance entre casos de conocimiento público y casos típicos de la crónica roja (incluso algunos que ni siquiera llegan a ese estadio de notoriedad, como las muertes de lactantes en hogares pobres) es parejo, y ese es un atractivo más del libro.
La muerte de Cecilia Fontana de Heber, ocurrida el 5 de setiembre de 1978 como consecuencia de la ingesta de un plaguicida organofosforado de alta toxicidad que había sido introducido con una jeringa en una botella de vino, sigue sin aclararse hasta hoy. La autopsia histórica realizada a pedido del abogado de la familia no pudo agregar nada, puesto que la causa de muerte y la intención homicida de la persona que dejó las botellas envenenadas destinadas a tres dirigentes del Partido Nacional ya eran conocidas. El caso, sin embargo, sigue abierto a la espera de otros procedimientos que se sumen a las intervenciones de los peritos calígrafos que estudiaron las tarjetas con los nombres de Carlos Julio Pereyra, Mario Heber Usher y Luis Alberto Lacalle, y de los forenses que compararon los diversos informes con el resto de las evidencias.
Los procedimientos narrativos que Hugo Rodríguez emplea para cada caso son distintos. Hay una evidente intención literaria que muestra la preocupación estética, además de la pretensión informativa. El caso de Aldo Chiquito Perrini, por ejemplo, empieza con una construcción ficcional en la que, sin embargo, todo es verdadero y surge de la investigación. “Había resuelto, como tenía las declaraciones de varios testigos de uno y otro lado, que yo iba a presentar a Perrini. Que yo iba a hablar en primera persona, dándole la voz que él no tuvo, pero sacándola en base al expediente y a lo que todos los otros dijeron que pasó. Yo me lo imagino como un monólogo teatral, con él diciendo eso: 'Yo soy Perrini'”. El resto de la historia es, una vez más, el resultado de mucho trabajo de revisión de documentos judiciales, de entrevistas con los testigos, con la familia, con los sobrevivientes de aquel delirante raid que cargó con casi medio centenar de vecinos de Carmelo en 1974. El final es conocido: por el homicidio político de Aldo Perrini fue pedido el procesamiento con prisión del general retirado Pedro Barneix y del coronel retirado José Puigvert, habida cuenta de que el detendio había sido “golpeado hasta la muerte” y “sometido a agresiones durante varios días desde su detención hasta su fallecimiento”. El 2 de setiembre de 2015, en su apartamento de Pocitos, Pedro Barneix se disparó en la cabeza para evitar ir a la cárcel.
Para conocer el final de Ramón Roberto Peré, estudiante de 28 años muerto de un disparo por la espalda el 3 de julio de 1973, primer asesinado de la dictadura, hubo que someter los huesos a examen en tres oportunidades entre 2010 y 2011, pero la duodécima vértebra torácica no dejaba lugar a dudas sobre la dirección seguida por la bala. Y la investigación iluminó una farsa que se agrega a las muchas inexactitudes y mentiras del relato oficial: la autopsia firmada por el doctor José A. Mautone, médico forense militar, nunca se practicó. Los restos óseos de Peré muestran que no se abrió el tórax para realizar las maniobras imprescindibles en un procedimiento de esa naturaleza. Mautone mintió en la autopsia para respaldar la versión oficial de un enfrentamiento armado.
También hay errores médicos y fallas en la intervención forense en varios otros casos. Y con atroces consecuencias para las víctimas. Porque los médicos, ya sea que trabajen con cuerpos vivos o con cuerpos muertos, pueden equivocarse, como cualquiera. A veces, incluso, por querer ayudar a que se haga justicia. “Te pongo un caso que discutimos hace poco con nuestro equipo: si vos tenés un niño maltratado, perfectamente conocido, con hematomas, con algún hueso roto, que el maltratador está confeso, que se sabe que el padrastro o la madre le pegó, que se sabe todo, si ese niño tiene unas lesiones redondeadas en la piel, hay altísimas chances, pero altísimas, más de 50%, de que el informe médico consigne que tiene lesiones compatibles con quemaduras de cigarrillo. En ningún caso de un niño que vaya a un control normal, a ningún pediatra se le puede pasar por la cabeza que esas lesiones redondeadas sean otra cosa que el eritema del pañal que tiene 95% de las criaturas que usan pañales. Pero vos ya sabés que es un maltratado, y el sesgo es eso: hacés el completo, con IVA, cofis y todo. Y no necesitás hacerlo, porque estaba el hueso roto, el hematoma y el tipo confeso, pero hay una especie de necesidad de ponerle también lo otro. Y no es voluntario: son sesgos. Ese es un ejemplo. Y hay veces que también existe una presión del sistema, porque da seguridad. Si yo digo que esta persona se murió entre las tres y veinte y las cuatro menos diez, bueno, se libera a cinco sospechosos y traen a otros cinco. Y si yo le digo que no tengo la menor idea, o sea, que puede ser entre las dos y las ocho de la noche, pero además explico que así se comportan 95% de los cuerpos en esta época, pero que hay 5% que existe y se comporta de otra manera... Si te vienen como diciendo 'sos un burro que nunca sabés nada, preciso que me digas', podés sentirte presionado y decir 'sí, es compatible con las cuatro y diez”, y compatible es, pero compatible no quiere decir nada, o casi nada. Eso es muy cómodo para el sistema judicial, porque hay un técnico que lo dijo. Entonces a veces pasan esas cosas: se le pide a la medicina forense o a los fenómenos biológicos una precisión que no tienen. O capaz que la tienen, pero depende de tantos factores que no conocemos, que no sabemos cómo se va a comportar”.
Y por cierto, hay intervenciones que logran ir más allá de lo que buscaban probar, como el caso de Angelo Prezza, el gordo Polenta, que demandó a la institución médica por malpraxis y terminó procesado por estafa, y que en este libro termina desnudándose como la historia terrible de una mujer esclavizada por la mafia prostituyente en Milán y rescatada por un delincuente al que se consagró incluso después de haberse divorciado de él y empezado una nueva relación. Una mujer que agradeció que su historia, por fin, fuera contada, pero que se ocupó de aclarar que nadie le sacaría de la cabeza que la culpa de lo que le pasó a Polenta fue del anestesista. “Eso, doctor –le dijo a Hugo Rodríguez cuando fue a entrevistarla– no me lo va a sacar de la cabeza ni usted ni nadie”.