Hay fenómenos culturales que se vuelven visibles pero no “conocidos”. Conocidos en el sentido de volverse objeto de conocimiento, ya sea para esa entelequia que llamamos “ciudadano de a pie”, para los medios de comunicación o para el estudio académico. Se perciben, pero no se comprenden en su totalidad, en las implicaciones más sutiles y fundamentales que tiene su práctica, a qué factores sociales, históricos y culturales obedece su aparición en un contexto determinado, en cómo moldean al sujeto, individual o colectivo, que se adscribe a ellos.

Hace décadas que el surf ha logrado gran visibilidad en la cultura de masas, pero pocos saben de sus orígenes, su naturaleza y su desarrollo como fenómeno cultural. Se estima que se originó en la Polinesia hace 2.000 años, aunque el primer registro de su práctica por parte de exploradores occidentales fue en 1778, durante una expedición al mando del capitán James Crook. Lo ejercitaban los indígenas de las costas hawaianas, que lo llamaban he’e nalu. Luego de la colonización y cristianización de las islas, y la consecuente represión a las costumbres nativas, el surf resurge nuevamente a principios del siglo XX y se extiende particularmente desde Hawai, California, Australia y las playas del Pacífico peruano. Hay quien dice que es a partir de la película Gidget (una comedia juvenil playera estrenada en 1959) que entra de lleno en la cultura popular, especialmente en Estados Unidos, pero lo cierto es que el auge del surf en la cultura de masas ocurrió en los 60, en paralelo a los inicios del movimiento hippie, y muchas veces compartiendo epicentros, como California.

Sin estar compenetrado con la cultura surf, basta conocer uno o dos practicantes habituales para darse cuenta de que la del surfista es una condición antropológica bastante alejada de la de otros deportistas. Las pautas de su campo de juego están dictadas por la naturaleza y la geografía, y no pueden ser reproducidas artificialmente en un espacio delimitado, cerrado o abierto, como podría ser una piscina de natación. Asimismo, tiene sus complicaciones entrenarse en playas concurridas por bañistas o pescadores, donde no se puede delimitar un espacio ni prevenir la azarosa trayectoria de una ola como para asegurarse de no invadir el espacio ajeno. No es extraño que quien quiera que haya escuchado las anécdotas de un surfer se encuentre con épicas travesías buscando parajes remotos y deshabitados, en condiciones climáticas escandalosamente adversas, y largos días en soledad o en compañía de unos pocos camaradas.

Todo esto genera un temperamento muy alejado de la clásica imagen de un deportista, rodeado de aplausos, miradas y deseos de triunfo. De hecho, los surfistas suelen ser de los menos preocupados por el rendimiento y los resultados de la competencia, y recuerdan con más afecto la experiencia de la comunión con el mar y la naturaleza que un triunfo deportivo tal como lo entendemos habitualmente. El surfer no aspira a una relación de dominio sobre el campo de juego, sino más bien a una fusión, a una disolución del yo en el absoluto del mar.

Testimonio de un pionero uruguayo del surf

Playa sola parece, por consiguiente, un título muy adecuado para el testimonio de un pionero del surf en Uruguay, como es el autor del libro, Ariel González Testen, alias Yunga. La decisión de publicarlo en la serie de Narrativa de Estuario Editora, generalmente dedicada a la literatura uruguaya reciente, refleja notoriamente una intención de acercar esta temática a un público no familiarizado.

Varias características de este libro lo acercan al género testimonial, ese híbrido entre la novela y la entrevista periodística. Faltaría una característica habitual, que es la presencia de un entrevistador, ya que Yunga, sin ser propiamente un escritor, ha publicado tres libros referenciales para el surfing nacional y maneja una prosa ágil e ingeniosa. Pero lo que lo acerca más al testimonial que a otros géneros autobiográficos como memorias, diarios o relatos de viaje es que quien ofrece el testimonio no pretende transmitir simplemente una experiencia personal, sino que se plantea como parte de una historia, de una realidad de la que su trayectoria individual es apenas un botón de muestra. Además, el intercalado de epistolarios, diarios y fotografías termina dando lugar a algo así como un trabajo periodístico sobre la propia biografía, de la que el autor es enunciador y recopilador de su propio testimonio.

González Testen empieza contando sus inicios en el surfing, en una narración donde se consignan las ahora cómicas reacciones de quienes veían por primera vez a los primeros surfistas uruguayos en la playa Pocitos, a fines de los 60. Intercalando epistolarios y momentos de reflexión filosófica, cuenta un itinerario vital que lo ha llevado por Perú (donde compitió en los Internacionales Peruanos entre 1968 y 1971), Hawai (cuna de la tradición ancestral del surf, adonde viajó con el legendario surfista hawaiano Joey Cabell), Nueva York y Aspen, entre otros remotos paraderos dentro y fuera de Uruguay. El último capítulo es un diario de viaje que cuenta una expedición a Perú, con varias páginas dedicadas al tránsito previo por Bolivia, en 2008. En la narración se salpican referencias a hechos históricos y políticos desde los ajetreados finales de los 60 hasta nuestros días, desde la guerrilla tupamara hasta el primer gobierno de Evo Morales, desde la guerra de Vietnam hasta la invasión a Siria en 2017, sin olvidar el apartheid palestino. De todo lo que podría atravesar su narración, González Testen deja poco afuera.

Buffy Sainte Marie en Cerro Chato

La herencia de la contracultura sesentista se trasluce en la cosmovisión de los momentos más introspectivos de Playa sola, así como en una cantidad de referencias culturales (Carlos Castaneda, los escritos sobre budismo zen de DT Suzuki, Siddharta, de Hermann Hesse, un concierto de Carlos Santana en Honolulú). Entre las muchas anécdotas sorprendentes que trascienden específicamente al deporte de las olas, se destaca la de la cantante y compositora Buffy Sainte Marie, figura referencial en el auge de la canción folk de los 60, que en su clásico álbum She Used to Wanna Be a Ballerina (1971) incluyó una canción compuesta por un grupo de surfistas uruguayos (que también participan en la grabación y entre los cuales se encontraba el autor) durante un fogón en las playas de Cerro Chato.

Se lamenta un poco la ausencia de un glosario que defina algunos términos técnicos propios del deporte en cuestión, aunque la narración igual se disfruta. Estimamos, aunque no podemos afirmarlo categóricamente, que en mucho de lo aquí contado hay información de interés para los aficionados al surf, especialmente en lo referido a sus inicios en Uruguay. Particularmente para el público no iniciado, es un retrato muy completo del surf como fenómeno cultural, a través de una experiencia vital individual, pero no aislada.

Playa sola. De Ariel González Testen. Montevideo, Estuario, 2018. 228 páginas.