Cuando era estudiante conté alguna vez que el libro Historia de los orientales me ayudó para dar un oral en sexto año de liceo y ahí comencé a conocer a Carlos Machado. Era justo sobre la creación de Uruguay y la participación británica (la misión Ponsomby), un tema sobre el que él y tantos otros han generado una escuela de reinterpretación muy fecunda y atrayente. Me gustó el libro; después lo leí todo para el examen y la verdad es que, al seguir su prosa, sus citas y reflexiones, se encontraba un no sé qué de complicidad con el lector: te mostraba otras cosas, te decía lo que pensaba, te planteaba puntos de vista novedosos. Y te enseñaba.

Parece mentira lo que voy a decir, pero desde la ignorancia de mis 17 años, y quizá por el desgaste de aquel libro, yo creía que Machado estaba muerto. Hasta que una tarde de charla con mi abuelo socialista el viejo me dijo: “Carlitos es compañero nuestro, vive en Buenos Aires”. Fue como una conexión especial: ese tipo, que me resultaba un crack, era amigo de mi abuelo. Y para mejor, a poco de empezar el IPA, en 1996, apareció una publicidad de la Fundación Vivian Trías que decía que Machado iba a dictar un curso de Historia del siglo XX. Mi madre llamó para ver si se podía conseguir una beca para estudiantes y me anoté. Al volver del corte, el profesor Machado, rodeado de sus pilas de libros y recortes sobre el escritorio, propuso que todos nos presentáramos, que si íbamos a compartir un curso a lo largo de un año contáramos quiénes éramos y qué expectativas teníamos. Me animé a decirle que por mi edad no sabía mucho de él, más allá de la cercanía familiar, pero que al leerlo me había pasado algo que una vez escuché decir a Jorge Luis Borges, y era que cuando se enfrentaba un libro bien escrito él sentía que el autor era su amigo. Y que si bien era un poco presuntuoso, yo había sentido algo parecido, o quizá más: que era ese profesor que todos queremos tener, que nos cuenta cosas no para demostrarnos que sabe, sino para hacernos pensar compartiendo su saber. Todavía recuerdo la alegría y el sano rubor con que recibió mis palabras elogiosas. Tiempo después, me haría saber que las recordaba –tenía un don superlativo para la sensibilidad interpersonal– y nos regaló, a mí y a muchos de mis compañeros y compañeras de generación, la generosidad de sus conocimientos, sus materiales y su amistad. Tal como lo hizo con tantos de sus estudiantes de Las Piedras, del liceo 14 de Montevideo, de Buenos Aires, de La Plata, del Partido Socialista y de la Fundación.

Hoy, que toca saludarlo en su partida, siento que es importante recuperar aquella sensación, porque me parece que resume dos características sustanciales de sus enseñanzas y sus convicciones: el afecto y el saber. Porque Carlos sabía de todo, pero no competía por ser más erudito, sino que estudiaba mucho para compartir y ayudar a pensar mejor sin ser dogmático o decirte qué pensar. Gustaba de pasar horas con todos sus estudiantes, más allá de la pasión de sus clases, para conocernos y seguir pensando y sintiendo juntos. Siempre terminaba sus cuentos con una misma reflexión: “La gente es tan distinta...”.

Por supuesto que tenía sus obsesiones y sus manías (¡se sabía todos los países y los presidentes del mundo sin usar internet, y ojo con que le fueras a desordenar los montones de papeles!), pero eran parte de una construcción del lugar del profesor que está montando un escenario para que ocurra el momento mágico en el que los que asistimos a su puesta nos vamos con algo nuevo y con una intensidad renovada.

Y si es recordado por sus posturas americanistas, revisionistas y alternativas (en especial por esa combinación de mirada socialista y blanca de una historia nacional tan colorada y uruguayista), quiero agregar que en sus cursos, cuando casi nadie todavía hablaba de colonialidad ni de mirada de género, Machado traía textos de los homosexuales en los regímenes comunistas y presentaba visiones de los pueblos oprimidos en Indonesia o Argelia que te dejaban con ganas de más. Siempre se abrían nuevos horizontes con sus clases y sus charlas, y era muy receptivo a otras interpretaciones que permitían profundizar la construcción de un saber que, con ese deseo afectivo de afectar y llegar al otro, se convertía en colectivo.

Ya tendremos oportunidad de repasar con más detalle la polifonía de sus enseñanzas y la vigencia de su obra –con y sin sus libros– en un próximo artículo con muchos de los que hemos sido sus estudiantes. Quisiera simplemente cerrar esta despedida con una vuelta al primer saludo: porque ayer, más que el gran y comprometido intelectual, se fue físicamente el amigo de muchos. Pero al mismo tiempo, gracias a la grandeza (afectiva y realmente veraz) de su obra, se inicia una nueva etapa en la que, seguro, si se acercan a Historia de los orientales, seguirá naciendo un amigo “à la Borges” para todos.