La leyenda habla de una ciudad perdida en la región de La Mosquitia, Honduras, y puede rastrearse tanto desde Hernán Cortés (quien, se dice, sabía de una región poblada por pueblos y aldeas de gran riqueza en la zona) como hasta, más acá, Charles Lindbergh, quien reportaría haber avistado una ciudad blanca al sobrevolar Honduras. Después, en 1939, el aventurero Theodore Morde habló de la “Ciudad del Dios Mono”, que equivaldría a la ciudad blanca del aviador y al complejo de pueblos y aldeas del conquistador. Si Guyana, Venezuela e incluso Colombia tienen su El Dorado, Honduras podría reclamar su Dios Mono, y la imaginación de Morde (quien fuera, por cierto, aventurero, explorador, diplomático, periodista y espía) añadió templos con esculturas de piedra que representaban animales y altares (ante la más grande de las estatuas, la que representaba al dios Mono, por supuesto) donde se celebraban sacrificios humanos.
Quizá no haga falta ser fan de las películas de Indiana Jones para preguntarse qué tanto puede haber de verdad en estos reportes; así, entre fines del siglo XX y los primeros años de la década del 2000, algunos aventureros curiosos –por llamarlos de alguna manera– intentaron aprovecharse de los avances en la tecnología para escanear desde el aire los territorios de La Mosquitia. En última instancia, más allá de que pueda estar allí en verdad la específica Ciudad del Dios Mono, y que esta pueda o no ser la “ciudad Blanca” de otras tantas historias, quizá valía la pena rastrear las posibles construcciones de los pueblos que habitaron la región antes de la conquista.
Una tecnología específica llamada LIDAR (un método de escaneo de terrenos que emplea luz láser para elaborar representaciones 3D en alta definición del objetivo geográfico en cuestión) aportó la clave, y la historia de una expedición que visitó las zonas escaneadas para dar con las ruinas tan ansiadas es lo que cuenta la crónica La ciudad perdida del Dios Mono, del periodista y escritor estadounidense Douglas Preston (1956). El libro, que circula en Montevideo desde hace unos meses, puede leerse como una fluida narración de aventuras y penurias en la selva tropical y, además, como una reflexión sobre la arqueología seria y la otra. Preston no se hace ilusiones ni cae en ingenuidades, y comprende que si dioses mono y ciudades blancas no pasan de mitos pintorescos, los reportes de estructuras en la selva y ruinas dispersas por la región sí valen la pena en términos de curiosidad arqueológica e histórica, y que la información que aporten este tipo de investigaciones (por más que puedan pasar por anatema en algunas cátedras) ha de arrojar algo de luz sobre la historia de los pueblos invadidos por los españoles.
De hecho, aparte de los relatos de serpientes y parásitos (lo más espeluznante es el testimonio del propio Preston contagiado de leishmaniasis, un conjunto de enfermedades en ocasiones fatales causadas por ciertos organismos unicelulares presentes en los jejenes) y de los eventuales hallazgos arqueológicos, el libro es especialmente interesante cuando reflexiona sobre la conquista de las Américas y el genocidio de la población indígena a manos no sólo de los conquistadores españoles sino, más específicamente, de los microorganismos que estos portaban y que, en algunas ocasiones, según señala Preston, fueron usados como verdaderas armas biológicas. Es cierto también que Preston se hace un poco el tonto aquí y allá cuando no tiene más remedio que referirse, así sea tangencialmente, a las violaciones a los derechos humanos (en particular la desaparición y muerte de activistas) y los vínculos con el narcotráfico del gobierno (2010-2014) del presidente Porfirio Lobo Sosa, quien se mostró especialmente entusiasmado con las perspectivas de los posibles hallazgos arqueológicos en La Mosquitia. El libro, sin embargo, se sostiene a pesar de esto. Así, La ciudad perdida del Dios Mono es entretenido y por momentos fascinante; e incluso, cabría añadir, convincente en algunos pasajes.
La ciudad perdida del Dios Mono. Douglas Preston. Literatura Random House, 2019. 384 páginas.