Una historia muda de un solo cuadro le bastaba a Joaquín Lavado, Quino (1932-2020), para hacer diana en el alma de sus contemporáneos. Con Mafalda creó un personaje tan universal e incombustible como el Quijote. Murió ayer con 88 años, la cifra afortunada de los chinos.

–Mafalda nunca dijo “paren el mundo que me quiero bajar” –asegura un mafaldólogo. Y enseguida duda. Hace mucho tiempo que Quino y Mafalda dejaron el terreno de la precisión histórica y entraron en el de la mitología.

–Yo pensé que ya estaba muerto –comenta una profesora cuando sus alumnos le dan la noticia. Los pasillos de los liceos han visto desde siempre a personajes de Quino o sus clones apócrifos. En el liceo estaba la narradora (y poeta) Marisa Silva Schultze cuando en su grupo de amigas bautizaban “Mafalda”, en la primera mitad de los años 60, a alguna chiquilina de mirada particularmente filosa. “Como si con su nombre representáramos un modo de ser, una forma de estar en el mundo que saltaba de lo inventado por Quino a nuestra vida cotidiana con una maravillosa naturalidad”. Por la misma época fue que el también narrador Fernando Butazzoni escuchó hablar por primera vez de Quino. Fue a causa del Gallego Ramírez, un condiscípulo que se llamaba Mario pero al que le decían Felipe. El pequeño Butazzoni de 12 años no sabía la razón de ese apodo hasta que le mostraron una tira de Mafalda.

Algo parecido podría haber pasado tres décadas más tarde, cuando otro narrador, Agustín Acevedo Kanopa, leía los libritos algo apolillados de Mafalda que tenía su padre, el recio zaguero Eduardo Acevedo. Cerca y lejos, la hoy dramaturga Jimena Márquez, de niña, se armaba en un cuaderno sus propios compilados de historietas con tiras que recortaba de la primera página del diario El País.

María José Santacreu, periodista y cinéfila, también le debe a su padre el primer contacto con Quino. Pero no fue por esa tira por la que lo conoció. Fue por los cartoons de una sola página, de “una efectividad brutal”, que en su casa se leían con debida devoción. No reniega, sin embargo, de la hija célebre y su pandilla. Era bastante común que un remate de una viñeta de Mafalda se usara entre los Santacreu para contestar una situación cotidiana que venía a cuento. Márquez hacía algo parecido: en cuarto de escuela tenía una pequeña libreta donde anotaba frases de Mafalda que le gustaban “y después veía de meterlas en conversaciones donde entraran”.

El adelantado

Nacido en una pequeña localidad de la provincia argentina de Mendoza, el 17 de julio 1932, a Quino siempre le molestó que lo asociaran tan unívocamente con una historieta –Mafalda– que sólo dibujó durante nueve años, de 1964 a 1973. Esa niña “algo sabelotodo”, como la califica Acevedo Kanopa, que le ponía vendas al globo terráqueo y cuestionaba el mundo de los adultos. Es célebre la opinión dada por su creador en 2014, cuando en un diálogo con Reynaldo Sietecase dijo que Mafalda, de haber crecido, hubiera sido una desaparecida más durante la última dictadura militar argentina.

Pero no creció. Y esa es una de sus fortalezas, según opina el también dibujante y periodista radial Jaime Clara. Para Clara, si hay que asociar al autor con alguno de sus personajes no debería ser con Mafalda, sino con Miguelito, por su mirada siempre cuestionadora. “Preguntona”, diría Silva Schultze para resumir la efectividad del estilo de Quino.

Alguien –como afirma el escritor y teórico de la literatura Roberto Appratto hablando del Quino que está más allá de Mafalda– capaz de sintetizar en un cuadro, “de golpe”, todo un relato. Un creador del que “aún maravilla su capacidad de utilizar narrativamente el gesto y las expresiones corporales para producir humor”.

Cuando Fermín Hontou, Ombú, empezó su carrera de humorista gráfico, Argentina era la Meca de la profesión. Desde ahí Quino influyó en los uruguayos, que ya tenían a sus espaldas la tradición de autores vernáculos como Peloduro, pero que miraban al otro lado del río con avidez.

–En ese contexto Quino era un adelantado que aprendió, como todos, de un rumano, Saúl Steinberg, que hacía las portadas del New Yorker –dice Ombú, en medio de los ruidos de la colmena en que se ha convertido el café al que hemos venido a velar al maestro (unos en cuerpo presente, otros enviando audios por celular). Cada parroquiano podría contar una historia sobre los personajes de ese mendocino universal.

–Todos los lugares comunes –acota Jaime Clara–, y está bien, porque en este caso todos los lugares comunes son justos. Padre, mentor, cumbre del humor. Pero antes que nada habría que decir que era buena gente.

El origen

En 1977 su tocayo Joaquín Soler lo entrevistó para TV Española y esa bondad de Quino se nota en el rostro algo alargado, con un aire al padre de Mafalda si el padre de Mafalda usara lentes y tuviera menos pelo. Ahí es posible saber que la vocación se la debe a su tío, Joaquín Tejón, un publicitario que muchas veces hacía de niñero del sobrino de cuatro años, y no tenía más armas para entretenerlo que dibujarle.

–Con un lápiz azul, me acuerdo –dice el entrevistado.

Lo demás es sabido. Sus padres murieron cuando era apenas un adolescente, y quedó a cargo de sus hermanos. Empezó a estudiar Bellas Artes y un profesor yugoslavo lo animó a dedicarse al humor en lugar de dibujar jarrones al natural. Envió sus primeros intentos a Buenos Aires, donde con muy buen tino se los rechazaron, pero siguió practicando hasta que mejoró el trazo. El nuevo pulso –dijo en esa entrevista– lo encontró al regresar del servicio militar, la “colimba”, donde estuvo dos años sin tocar un lápiz, pero cuando volvió a empuñarlo encontró su voz.

Una voz que es como un gran horno siderúrgico de otras voces. Una voz que sigue creando contadores de historias. Como Jimena Márquez, que aprendió a leer con cuatro años gracias a un vecino que le enseñaba a enganchar una letra con otra en una tira de Mafalda. O como Acevedo Kanopa, que descubría en la sala de espera del peluquero de su infancia esas historias de náufragos que cantó sin palabras el viejo rapsoda mendocino.