En la vida de una persona siempre hay dos casas: la casa de la vida adulta y la casa de la infancia. En la casa de mi infancia, como en la de muchos otros niños por aquellos años, había una sobrepoblación de revistas de historietas. Regaladas, compradas o canjeadas. Eran como organismos vivos, con sus propios mecanismos de reproducción incorporados. Y dentro de todo aquel material que recuerdo como bastante homogéneo, se destacaban las revistas de Mafalda. En casa las teníamos todas. Estaban apartadas y eran queridas y cuidadas como se quiere y se cuida a los libros.

Mafalda fue la primera lectura seria que recuerdo; una lectura desde el analfabetismo más prosaico. Imagino ahora que mi preferencia debió tener que ver con el tipo de dibujo, el singular trazo del dibujante y su propensión a los detalles realistas. Eso y que la acción transcurriera en una ciudad, una que se parecía mucho a la nuestra. Allí estaban todos aquellos edificios, sus infinitas ventanas y antenas, el hogar de clase media, los niños del barrio, la escuela y la plaza.

Como niña iletrada que era, sólo podía mirar una y otra vez las imágenes. Examinar viñeta por viñeta, detalle por detalle, sumergiéndome allí con esa indefinible alegría del que sabe o intuye que está frente a algo valioso y perdurable. No sabía qué cosas se decían los personajes, desconocía la razón de un gesto, una expresión o un remate. Los globos con sus prolíficos palitos, de variados tamaños, grosores y trazos, expresaban algo que se me escapaba por completo. Veía a los demás leer y soportaba en silencio el espectáculo, sus risas, sus medias sonrisas, la humillante velocidad de las páginas pasando. Recuerdo haber deseado mucho saber leer. Y recuerdo también que en mi angustiosa fantasía, nunca aprendería y estaría siempre relegada a la vigilancia de ese misterio dormido, birlado y negado para mí.

Un día vi una foto en blanco y negro del dibujante. Un hombre todavía joven pero con aspecto de viejo, medio calvo, triste o extraviado, tímido detrás de unos grandes lentes de marco negro. Debajo de la foto, había un texto, y recuerdo haberle pedido a alguien que me lo leyera. Era una breve biografía. Nombre y seudónimo, fecha y ciudad de nacimiento, estudios, vocación temprana, ciertas publicaciones. Ningún dato importante, nada.

Qué gran desilusión. El hombre existía así y algo de esa mera existencia se reflejaba en su cara. Para compensar un poco mi decepción, quise saber más sobre aquel raro oficio de dibujante. Averigüé entonces que el hombre tendría una lámpara de brazo largo, como una pala excavadora que movería para acá y para allá, al tiempo que alejaba o acercaba sus grandes lentes a la hoja. Y cuando alguien lo interrumpiera, llamándolo para comer (como a un niño), él dejaría los dibujos sin terminar, mirándolos un poco más antes de separarse del todo, sin llegar a ninguna conclusión (buen trabajo/mal trabajo), saliendo de la habitación con la sensación de haber cuidado a un bebé muerto.

Y ahora que imaginaba la vida del dibujante, ahora que podía verlo inmerso en la ordinaria sustancia de su vida cotidiana, volvía a sentir un poco de lástima por él. Primero, porque el hombre existía. Segundo, porque existía así. Quizás yo había imaginado que el creador de aquellos dibujos que tanto me gustaban tenía que ser alguien extraordinario. Eso y no ese hombre común, medio triste, joven pero viejo, vivo pero medio muerto, y siempre escondido detrás de un marco negro.

Es que debía ser difícil hacerse dibujante. Porque mientras él permanecía horas frente a la hoja, las personas nadaban o saltaban desde rocosos acantilados, adiestraban salvajes animales o los cazaban, bailaban en las fiestas del pueblo o las organizaban, iban a los toros o ellos mismos los toreaban. Era la vida, completa, abriéndose a cada instante.

No lo pensaba así, con esas palabras, pero lo intuía con claridad. Y esa nueva intuición me hacía sentir mejor, menos rara y menos solitaria en mi condición de iletrada. El dibujante estaría relegado, como yo, a la vigilancia de ese otro misterio. Orbitando alrededor del recuerdo de una emoción, de un paisaje, de una idea. Arqueado sobre su mesa como un preso, un penado con su traje a rayas, sus grilletes. Condenado a completar y a profundizar él mismo ese conocimiento incompleto. Avanzando despacio, sin velocidad, sobre el día y la noche, y siempre como yo, un poco así, un poco a ciegas, un poco aparte.