Es domingo 13 de diciembre de 2020. El sábado murió John Le Carré. El viernes habían muerto Kim Ki-duk y Dina Díaz. Un autor británico de novelas de espías, un cineasta coreano y una poeta uruguaya.
Entrar con esta información al Museo Nacional de Artes Visuales puede resignificar la exposición Simplemente Belloni, una muestra minimalista dedicada a nuestro escultor más monumental. Una de las piezas es apenas una hoja dibujada a tinta y lápiz. El artista duda si el caballo tiene que tener las cuatro patas en la base o una de ellas levantada. En una de las opciones, incluso, el jinete semeja ser una amazona con cabeza de animal. Aparece, en otra, el tenue trazo de una especie de ángel que se encamina a hablarle al oído al futuro binomio de bronce. ¿Cuál de los dibujos se volvería un monumento adecuado para el espía, cuál para el cineasta atribulado y cuál para la poeta? Las respuestas obvias no siempre son las correctas.
De Le Carré apenas sé lo que me han dicho las películas basadas en sus libros. En especial El topo (2011), de Tomas Alfredson, y El hombre más buscado (2014), de Anton Corbijn, protagonizadas, respectivamente, por los enormes Gary Oldman y Philip Seymour Hoffman. No es mucho, así que recurro al obituario de The Independent. Dice lo ya conocido: que tenía 89 años, que fue espía de carne y hueso, que escribió sus tres primeras novelas estando todavía en el servicio, por lo que le obligaron a elegir un seudónimo en lugar de su nombre real, que era David John Moore Cornwell. La necrológica del diario británico termina con una frase que sacada de contexto podría haberla dicho Kim Ki-duk: “Creo que la humanidad siempre estará allí. Y creo que siempre será derrotada”.
A fin de cuentas, entonces, los bocetos de Belloni son intercambiables. Como ocurría en las repúblicas bananeras de comienzos del siglo XX, que compraban una estatua ecuestre de algún olvidado condotiero renacentista y le hacían colocar la cabeza del caudillo local. Sería buena cosa tener a mano, en cada ciudad, una estatua de un héroe borrado por la historia (o que debería haberlo sido) y colocarle, cada vez que sea necesario, una cabeza nueva de papel maché. De novelista de espías, de cineasta coreano, de poeta uruguaya.
La partida de Le Carré me encuentra leyendo –tardíamente– una narración que es también un libro de espionaje (Las cenizas del cóndor, de Fernando Butazzoni). La coincidencia reivindica a los buenos narradores sin los casilleros de los géneros. Esa transversalidad le gustaba al autor de La chica del tambor (1983) y en esa preferencia, que cita The Independent, tengo la sospecha de que Le Carré es mejor escritor de lo que suponía cuando decidí no leerlo. Pero puede ser a causa de ese embellecimiento de la prosa que acompaña el rigor mortis. Ante la duda le pregunto a un amigo.
–¿Era bueno?
–Desparejo pero excelente, aunque tené en cuenta que mis gustos literarios son algo gronchos: creo que Stephen King es un maestro y que Roberto Bolaño acabó siendo un plomazo.
Su frase no será una estatua ecuestre, pero me parece una buena esquela de presentación a la posteridad.