Aconsejaba a su hija que cuando viajara durmiera siempre en la esquina entre dos paredes, porque ahí, en esa esquina, es más difícil que alguien se acerque por detrás y te abra la cabeza de un hachazo. Escribió, a propósito de la fragilidad intemporal de una mariposa, el poema mayor de una lengua que tiene poetas enormes. Era ruso, lo cual ya es una declaración teológica y política, en ambos sentidos llena de equívocos y contradictores. Pasó largas temporadas en Venecia, en una habitación que le prestaban en la Fondamenta de los Incurables, esa parte trasera del turismo donde la laguna parece un mar antes que una postal acicalada. Le dedicó a la ciudad más de una página y en especial un libro, Marca de agua (1992). A cambio se ganó el derecho a una tumba en San Michele. Está enterrado a un paso de Ezra Pound, otro hijastro de la Serenissima.

Aprendió a pulir la poesía y la disidencia en la cocina del apartamento de Anna Ajmátova. “¿Quién le ha dado a usted el derecho de llamarse poeta?”, le preguntaron en el juicio en el que fue procesado por “parásito”. Era judío, pero hizo los versos más hermosos que se han escrito sobre el nacimiento de Cristo, ya que pudo sustituir la fe por el estremecimiento. Le gustaba el fútbol. Llegó a decir que del Código de Hammurabi el penal y el córner son las reglas más importantes. Ha de haberlo extrañado cuando se exilió en Estados Unidos y se hizo ciudadano de ese país de beisbolistas. Recibió el premio Nobel de Literatura en 1997, seguramente por razones literarias mezcladas con razones políticas, como ya le había ocurrido a Boris Pasternak. Y, al igual que había sucedido con Pasternak, en 1958, la Academia Sueca acertó, como pocas veces.

Iósif Aleksándrovich Brodsky nació el 24 de mayo de 1940 en Leningrado. Ayer, domingo, hubiera llegado a los 80. Decir que sólo vivió 59 años no deja de ser una estimación arbitraria. Tan enorme o tan insignificante como esa “broma del creador” que significa que una mariposa viva tan sólo una jornada. A fin de cuentas, él mismo aceptó que le “han culpado de todo, salvo del tiempo”. El tiempo era un lugar donde su poesía se movía con libertad de giróvaga. De Grecia a Roma. De los albores de la Reforma de Lutero al México de antes de México. Nunca gustó de la cercanía del César. Prefería mascullar “animal” desde lejos cuando lo veía en su palco del teatro. Pareció negar a Homero al decirle a Telémaco, en un poema, que no llegó a tiempo a Ítaca porque todas las islas se parecen. En algún otro texto pareció también negar los yacimientos, pero en otro habla del placer de trepar a lo alto de una pirámide en Teotihuacán. Prestó su voz para que Marcial pudiera escribir su última carta.

“Mi Póstumo, pronto tu amigo, amante de las sumas,
su vieja deuda pagará a tanta resta.
Encontrarás dinero bajo el cojín de plumas;
para el entierro al menos basta, me parece.
Ve en tu yegua negra donde las heteras viven,
allá, donde la villa alcanza la muralla.
Y págales lo mismo que por su arte piden,
para que por suma igual lloren mi marcha”.