Aunque vivió casi 90 años, Idea Vilariño se despidió muchas veces. Su obra, incluso la más temprana, exhibe un coqueteo dramático –sólo la austeridad de su escritura impide decir “melodramático”– con la muerte, con el dejarse ir, con la promesa de soltarlo todo. Escribió su primer testamento literario cuando tenía apenas 25 años y un solo libro publicado, y el último cuando ya era una poeta consagrada. Algo de ese talante sombrío pudo provenir de la enfermedad, que la rondó desde muy temprano, tanto encarnizada en su propio cuerpo como empecinada en el de su madre, Josefina Romani, muerta en 1940 por un derrame cerebral. O tal vez se debió a la sucesión de muertes prematuras en su familia: a la de la madre siguieron la del padre, Leandro Vilariño, en 1944, y la de Azul, el mayor de los hermanos varones, en 1945. Pero no habría que desestimar el aire de época que Idea respiró.

Cuando llegó al mundo, el 18 de agosto de 1920, el aturdimiento dejado por la Gran Guerra europea no había terminado de disiparse. Justo ese año Paul Klee dibujaba su famoso Angelus Novus, una figura alada y absorta sobre la que Walter Benjamin, 20 años después y ya inmerso en el infierno de la Segunda Guerra Mundial, levantaría tal vez la más conocida de sus Tesis sobre la filosofía de la historia.

La de los Vilariño fue una familia de clase media culta montevideana, habitante del barrio La Comercial. Idea fue la tercera de cinco hermanos: la antecedieron Alma y Azul, la siguieron Poema y Numen. Vivían en una casa de la calle Inca –la añorada casa del olor a tierra, jazmín y madreselva, de los laureles rosados y los helechos– hasta que se mudaron a otra en la misma manzana, por la calle Justicia, en la que se instaló también el negocio familiar: una barraca de cal, la calera Oriente, dirigida por el padre. Idea anotaría en su diario cuánto le fascinaba contemplar la calera desde el balcón trasero de la casa; el blanco de la piedra amarilleado por el fuego, las grutas de caliza ardiente, el trajín de los obreros. Fue la cal, sin embargo, lo que la obligó a irse muy temprano, con apenas 16 años, de la casa familiar. Asmática, los médicos dijeron que no podía vivir en ese ambiente saturado de polvo de cal. Se fue a vivir sola.

Idea en el apartamento de Onetti y Dolly en Avenida de las Américas, Madrid. 1987. Fuente: Biblioteca Nacional de Uruguay.

Idea en el apartamento de Onetti y Dolly en Avenida de las Américas, Madrid. 1987. Fuente: Biblioteca Nacional de Uruguay.

Foto: Biblioteca Nacional de Uruguay

La historia de su enfermedad, de sus enfermedades –el asma, pero sobre todo el problema de la piel, un eczema que empezó en la juventud y sólo se alivió cuando se empezó a usar la cortisona, y que la dejaba en carne viva, inhabilitada por completo, postrada durante semanas– pudo haber servido para construir un personaje débil y dependiente, desgraciado. Sirvió en cambio para que dibujara para sí una figura osada que se levantaba una y otra vez desde sus frágiles huesos e intentaba ser más de lo que era. Más adulta, más mujer, más sofisticada, más desafiante.

Idea estudió música y literatura. Practicó exhaustivamente la ejecución del violín, participó en tertulias y debates, se enamoró de los hombres, se enamoró de enamorarlos. Su primer amor adulto –“el primer hombre en todo sentido”, según le dijo a María Esther Gillio– fue el argentino Manuel Claps, que terminaría casado con Silvia Campodónico, amiga de Idea desde la adolescencia. Más o menos por la misma época –Idea amontonaba amantes, entrelazaba historias– tuvo un amorío con Emilio Oribe, que fue su profesor y le llevaba más de 20 años. De todos ellos escribió en sus diarios. Su historia de amor y abandono con Juan Carlos Onetti, en la década del 50, es uno de los grandes dramas amorosos de la literatura nacional. Él le dedicó una novela, Los adioses, publicada en 1954; ella le dedicó la primera versión de Poemas de amor, de 1957. Más adelante, en otras ediciones, retiró la dedicatoria. Él se ofendió. En 1975, ya con 55 años, Idea se casó con Jorge Liberati, que tenía 31 y había sido su alumno. El matrimonio, el único de la poeta, no duró mucho. Se divorciaron en 1986, pero según cuenta Leila Guerriero, él decía que ya desde comienzos de la década del 80 estaban “separaditos”.

Idea fue poeta, profesora, crítica, traductora, ensayista y militante. La agitación política de la década del 60, el entusiasmo que, unos años antes, había insuflado en los intelectuales la revolución cubana, la sensación de que la injusticia y la desigualdad podían y debían desterrarse la transformaron en una persona comprometida no sólo con el pensamiento político sino con la acción militante. Es conocida la anécdota de la pelea, tal vez definitiva, con Onetti, precisamente porque el asesinato del profesor Arbelio Ramírez a la salida de una charla del Che en el paraninfo de la Universidad la reclamaba en una asamblea de profesores, y él no quería que ella se fuera. Pero se fue. Él nunca entendió, decía ella, ni lo más mínimo de su vida.

Idea decidió publicar sus libros atendiendo a criterios conceptuales más que cronológicos. Prefería ir corrigiendo y aumentando en nuevas ediciones los libros ya publicados, en los que se encuentran constantes como la soledad, la tendencia al suicidio, su desencanto diario, el fracaso del amor y lo inútil, a veces, de la existencia. Y aunque algunos distingan etapas, desde el comienzo es posible reconocer su elección vital por una poesía con destinatarios inalcanzables, austera, rioplatense, cada vez más despojada de lirismos modernistas. “Quiero morir. No quiero / oír ya más campanas. [...] Simplemente no quiero / no quiero oír más nada”. Su desgarro, su mirar lento, envuelve la memoria y las cosas, y de pronto, como a ella, el mundo nos comienza a parecer maravilloso, y la vida, incomprensible.

Idea Vilariño a sus 19 o 20 años. Fuente: Biblioteca Nacional de Uruguay

Idea Vilariño a sus 19 o 20 años. Fuente: Biblioteca Nacional de Uruguay

La poesía y los poetas

En 2001, cuando Elena Poniatowska llegó por primera vez a Uruguay y visitó a Idea en su casa, la encontró, en la intimidad, bella y triste como su poesía (recuerda en Idea Vilariño: la vida escrita, 2007). “Una forma de ser”, le respondió cuando Poniatowska le preguntó qué era, para ella, la poesía. “Todo lo demás de mi vida son accidentes. Pude ser profesora o no. Sola o no. Música o no. Traductora de Shakespeare o no. Estudiosa de la prosodia o no. Todas las cosas que amé y que realicé en la medida que pude. La poesía no fue accidental. Mi poesía soy yo”.

De la poesía y los poetas (2018, Colección de Clásicos Uruguayos), el libro en el que Ana Inés Larre Borges recopiló lo que Idea escribió, como evidencia el título, sobre la poesía y los poetas, vuelve a exponer su extraordinario ejercicio crítico, siempre en busca del rigor, del método y de la técnica, de la estructura acústica del poema, con su bandera contra el versolibrismo y el caos. Lecturas nunca lineales o unívocas, que eluden las generalizaciones, que se sumergen en las ambigüedades y la polisemia, rastreando las obsesiones, la esencia poética. ¿De qué habla el poema, cómo, qué retoma, qué herencias evidencia? La Idea crítica avanza, cautelosa, entre las tensiones, los espinosos cambios, los problemas formales. Y sus máximas inclaudicables: la musicalidad, el ritmo (“uno de los elementos que más contribuyen a la hermosura del poema”).

Como plantea Larre Borges en el estudio preliminar, cuando se lee esta recopilación se advierte que en el motor de su tarea crítica se encuentra una de las marcas de TS Eliot, sobre todo en su desvelo por responder dos preguntas esenciales: por un lado, “¿este es un buen poema”; por otro, “¿qué es la poesía?”.

Así, desglosa al poema como hecho sonoro, encuentra las claves, las debilidades, los matices, el desenfreno retórico. Estudia los caracteres estilísticos, los temas, los vuelcos, la aventura creadora.

De Julio Herrera y Reissig –su análisis es el más extenso, casi de 140 páginas– se propone estudiar a fondo su personalidad, lejos del mito y las verdades construidas por su entorno; su falsa afición a las drogas, su hija natural, su actuado dandismo. Se convence de que le importaba “más la poesía que la vida”, repasa la lectura modernista, el impulso renovador en su métrica y prosodia, el contexto, alternando fragmentos de obras. Pero también la distancia del artista decadente, el simbolismo, las analogías, sus lecturas, el juego de la hipérbole y el oxímoron, su apuesta por lo abstracto y lo concreto. Su papel decisivo en la historia de nuestra literatura.

Para Idea, Herrera es, así como Ezra Pound, Stéphane Mallarmé o Paul Valéry, “un poeta para poetas”. De ahí, dice, su importancia en Hispanoamérica y nuestras letras: “Es un hito en la poesía uruguaya, un punto a partir del cual no se podrá ya retroceder impunemente”.

“Todavía están por escribirse los grandes libros que merecen, por un lado, su personalidad y, por otro, la obra de la Agustini”, comienza señalando su estudio de Delmira, que expone las particularidades de su circunstancia (padres sobreprotectores, un hogar asfixiante al que vuelve a refugiarse), su vida escindida. Analiza el recorrido de la incorporación del cuerpo erótico, la osadía de su escritura, la exquisitez poética y hasta la hondura de su experiencia, pero, por sobre todo, “las maneras intensas y desnudas de decirla”. De su obra valora “la poesía del cuerpo”, pero siempre de ese cuerpo “como campo agónico de lo erótico”.

Convencida de que nadie es uno solo, Idea escudriña el entorno, el contexto, los diálogos. ¿Qué se habrá hecho, se pregunta, “uno de nuestros irracionales orgullos”? Y a continuación se ocupa de la actitud filosófica de Jules Laforgue, su pesimismo y su tendencia a las formas y los asuntos de la poesía y la canción popular.

Entre la condena a Nicanor Parra y el repaso de varios nombres, como Humberto Megget, Clara Silva, los casuales versos de Francisco Paco Espínola (“hermosos” ejemplos en los que encuentra, de la mejor manera, “los elementos de patetismo y de humor” tan propios del autor) y Juan Parra del Riego, entre tantos, anota que Juana de Ibarbourou, pese a su “espontáneo don del canto”, no sabe cantar “otra cosa que su vida”; que Orfila Bardesio despliega una personal vibración espiritual, intelectual, pese a sus fallas; a Carlos Brandy le reprocha su fragmentación; a Juan Cunha lo reconoce como un poeta sorprendente; y en Juan Gelman concentra, como en ninguno, su conmoción: “Los pobres poetas sin fuerza y sin luz que lo escuchamos [...] tendríamos que avergonzarnos”, frente a este “viudo de su patria, este huérfano de su hijo, este solo de sus compañeros”, que sigue “alentando por sobre las páginas como un indeclinable soplo de dolor calcinante, de ternura y de soledad y de tristeza”.

También aborda la estética como disciplina, profundiza en la noción de ritmo, en una posible ciencia de la poesía, y ese extraordinario y fértil campo sonoro que condensa la libertad del poeta.

Ya casi hacia el final, advierte: “No es sólo un hecho local el que la poesía cada vez importe menos”, pero en el caso del Río de la Plata esto se acompasa con una “poesía empantanada”, “sin originalidad, sin fuerza [...] ningún intenso, ningún nuevo, ningún desesperado, ningún revolucionario. Nadie sabe cantar, nadie tiene mensaje”, sentencia, después de haber desnudado los órdenes que gobiernan el poema; trazos de humor, complejísimos procesos internos, sistemas alegóricos en juego. Así como su poesía, su crítica rehuye de la solemnidad, y también allí, nombrar alcanza.

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