En el medio local es fácil encontrar personas que conozcan al músico Leo Maslíah. Y que crean hacerlo desde siempre, porque estas más de cuatro décadas componiendo, interpretando y brindando espectáculos de manera sostenida lo posicionan como un referente de la escena musical uruguaya. Pero no es tan sencillo encontrar compatriotas que lo hayan leído, incluso cuando lleva publicados más de 40 títulos. Será que fue Buenos Aires y no Montevideo quien le abrió sus puertas con la publicación de su primera novela, Historia transversal de Floreal Menéndez (1985), en Ediciones de la Flor, editorial que le publicó más de 20 títulos a lo largo de más de 20 años. A ella llegó por intermedio de Mario Levrero, con quien se conoció en 1983, iniciando una relación de amistad y colaboraciones.

Levrero –que comenzaba a tener un público lector importante en Buenos Aires– leyó el manuscrito, y le hizo sugerencias de claridad y sintaxis. En ese entonces habló de una antiliterariedad que le habría dificultado asimilar la novela, al mismo tiempo que, aunque no fuera su estilo, le hubiera gustado escribirla. Probablemente se deba a que, aunque sus creaciones puedan compartir cierta estructura en la que se da una deriva lateral de la narración sin nexos demasiado claros, en Levrero parecen operar en función de un sentido subjetivo psicológico profundo, mientras que en Maslíah sucede lo contrario: nexos casuales y ausencia de una voz protagónica de espesor; acaso el verdadero protagonista sea el uso social del lenguaje en todas sus facetas. Así, Historia transversal de Floreal Menéndez puede verse como un plano secuencia único en el que el narrador comienza siguiendo los pasos del personaje que asumimos como protagonista, Floreal Menéndez, por la ciudad, que no tardamos en asociar a la Montevideo de principios de los 80, con sus quioscos, cines, bares, teléfonos públicos, ómnibus, oficinas, puestos de venta de diarios y revistas, 18 de Julio, General Flores y Larrañaga, el Cerro, Maroñas, Pajas Blancas. Pero este protagonista sale del foco de interés del narrador tras un par de páginas, para no aparecer nunca más. Esto se debe a que el narrador se cruzó con alguien que le despertó más interés. Así se van sucediendo los personajes (alrededor de 78) tras cruces azarosos que permiten a Maslíah poner en juego todo su ingenio, realzando aquellos usos del lenguaje que normalmente son de un modo por costumbre y/o arbitrariedad, pero que bien podrían ser de otro. Y, por extensión, lo mismo hace con las convenciones sociales de todo tipo.

En la forma de pensar y actuar de los personajes frente a situaciones completamente cotidianas siempre irrumpe lo insólito, por lo que algún crítico habló de “lógica maslíahca” para referirse justamente a ese mundo de razonamientos absurdos pero que no violan la lógica en un sentido estricto, sino acaso aquella que resulta de nuestra construcción del espacio social que, claro, reposa sobre los cimientos del lenguaje.

Así, son una constante de su narrativa la parodia, la ironía y el absurdo, a partir de juegos de palabras y malentendidos de todo tipo, que algunos no pueden dejar de sentir como una crítica extendida a todas las alienaciones de lo social. Por eso también se ha dicho que mucho más que “el transgresor que impacta en una primera lectura, es el creador de un estatuto de transgresión que modela sus ficciones, buscando crear un arte nuevo a partir de la destrucción de los modelos tradicionales”1.

A diferencia de los relatos breves, que son menos situados, en su primera novela el contexto de esos años se deja sentir: problemas económicos, búsqueda de trabajo, necesidad de irse del país, secuestros, suspensiones laborales injustas, acciones militantes. Todo esto se verá mucho más acentuado en la siguiente novela, publicada en 1987, El show de José Fin, donde ya puede hablar abiertamente de dictadura, exilio, torturadores. Pero este contenido, o cualquier otro, siempre estará mediado por una forma que lo desplaza, muchas veces con repeticiones o variaciones que el propio autor ha asociado con estructuras de la música culta, o incluso con las formas del habla. El encuentro (o choque) en sus textos entre lo culto y lo popular, presentes en su música, también son permanentes en su narrativa, lo que produce evidentes efectos de humor y colabora con ver en Maslíah a un artista consistente con esa posición alerta frente a ciertas dominaciones silenciosas que, miradas muy de afuera, no dejan de resultar estúpidas.

Junto a las obras de largo aliento, Maslíah ha escrito una profusa cantidad de textos breves, muchas veces publicados en revistas y semanarios, en los que experimenta con la gramática del lenguaje, la literalidad y la metáfora, con los sobreentendidos en lo cotidiano, y también, ya en un terreno más específico, realiza diferentes formas de metaliteratura, incluyendo algunas tomaduras de pelo a las políticas literarias de todo tipo y sus instituciones, lo que no debería leerse de manera facilonga como la posición de un outsider a quien no le interesa la mirada de, o la pertenencia a aquel espacio que cuestiona.

En 1994 fue nominado por la Fundación Konex entre las 100 mejores figuras de las letras argentinas de la década 1984-1994. En 2000 recibió en Montevideo el Premio Nacional de Literatura en la categoría teatral “comedia” por su obra Telecomedia, y en 2013, por El ratón.

En diciembre obtuvo el Premio Nacional de Letras en la categoría narrativa édita por su libro Literatura con vallas. 52 cuentos, un tratado, un test y un alegato (2017), publicado por Criatura Editora. Este es un libro compuesto por textos breves, escritos mayormente en los 80 y 90, publicados en Brecha y Guambia, y algunos editados en libros en los 90, lo que resultó la excusa perfecta para pedirle que nos respondiera algunas preguntas por escrito.

¿Qué te decían las editoriales montevideanas cuando rechazaban tu primera novela, antes de que Ediciones de la Flor la aceptara en Buenos Aires?

En Banda Oriental no me dijeron nada. En Arca, [Beto] Oreggioni me dijo que no le veía “necesidad”. [Wilfredo] Penco, que no sé si era el asesor literario, o algo así, me dijo –y lo recuerdo con agradecimiento– que le veía una riqueza de estilo comparable a la de Felisberto Hernández o de Mario Levrero, pero que no podía funcionar a nivel comercial.

¿A qué le adjudicás que textos escritos en los 80 y 90 continuaran interesando lo suficiente como para que en 2017 una editorial los quisiera publicar, y uno de los concursos nacionales más importantes considerara que se trataba del mejor libro de narrativa entre los publicados ese año?

Lo de Criatura Editora obedece a un plan de paulatina reedición de mis escritos editorialmente “discontinuados”, que empezó con Carta a un escritor latinoamericano y otros insultos [2012], que salió unos años antes. En cuanto a lo otro, no creo que la antigüedad de un texto sea algo que acarree desinterés. Lo del premio a mi libro no me parece que tuviera relación con las fechas de creación de aquellos textos ni tampoco por alguna característica de ellos que contrarreste una antigüedad que pudiera jugarles en contra. Pero no sé.

Mirando tu bibliografía llama mucho la atención la fidelidad con Ediciones de la Flor, que te publicó más de 20 libros sin contar las reediciones. Recientemente parece estar ocupando ese lugar Criatura en Montevideo. ¿A qué se debe esa relación tan estable?

A que soy una persona pacífica, equilibrada, querendona y poco afecta a los conflictos.

¿Por qué creaste la editorial Menosata (nombre compuesto a partir de tu apellido, siempre fiel a tu estilo)?

Antes de encontrar un “hogar” en Criatura estuve probando distintas opciones y una fue esa, pero no fue un proyecto editorial sino solamente una manera de publicar un par de libros específicos que no quería mantener en el limbo. Pero lo de “menosata” no salió de mí, me llamaban así Carlos da Silveira y otros compañeros de grupo a fines de los 70 en las clases con Coriún Aharonián y Graciela Paraskevaídis. La versión completa era “escribo menosata”. Cuando empezó a existir el correo electrónico en Uruguay y fui a Antel (en el edificio del Banco Hipotecario) a sacarme una dirección, me pidieron una palabra de ocho letras y me acordé de menosata. Y como usaba esa dirección era práctico que el “sello” con que saqué esos libros y un par de discos se llamara igual que la dirección de correo (aclaro que la dirección actual es otra).

Foto: Federico Gutiérrez

Foto: Federico Gutiérrez

En una entrevista que te hizo Pablo Silva Olazábal decías que el texto elegido para dar nombre al libro mostraba la imposibilidad de narrar “la verdad”, y mencionabas a Felisberto Hernández como alguien que había llevado al extremo ese conflicto. ¿Te ves como un autor que puede inscribirse en esa línea de exploración, aunque la tuya vaya por un costado diferente?

El cuento “Literatura con vallas” más bien trata de una incapacidad específica de un personaje, pero “Una novela frustrada” (de otro libro escrito bastante antes de haber leído El caballo perdido, de Felisberto Hernández) empieza diciendo: “Quisiera escribir la historia de mi vida, lo cual es imposible” (aunque el personaje no proporciona la demostración). Pero aquel libro de Hernández y Vacío perfecto [1971] y Un valor imaginario [1981], de [Stanisław] Lem, son las cosas más lúcidas que leí sobre teoría literaria.

¿Hay algo en tus textos que veas emparentado a Felisberto o a Lem?

Puede ser, pero no más que lo que pueda ver emparentado con la obra de mucha otra gente. Otros me marcaron más por haberlos leído de más joven. Aunque de Hernández había leído de adolescente el último tomo de una edición de sus obras completas que tenía borradores y cuentos sin terminar.

En el primer texto del libro mostrás a un crítico que se reconoce en trance, completamente embelesado por un escritor capaz de hacerle tragar gustosamente un buzón. ¿Tus textos reclamarían el lector opuesto, crítico, no hipnotizable, que encuentre el placer en ir sorteando vallas?

Me parece que ese cuento trata más bien de lo que sería una literatura “de resonancia”, algo similar a lo que le pasa a un católico que lee u oye un fragmento de una traducción de un evangelio en medio de un ritual. Puede haber mayor carga semántica en las cosas que adjudica al texto o que le son adjudicadas por la situación, que lo que el texto en sí mismo dice. Lamentablemente hoy en día casi todo el mundo “lee” de esa manera (las excepciones fueron desapareciendo al extinguirse la literatura de quiosco, al sustituirse los best sellers de ficción por libros de autoayuda y a partir de que la historieta empezó a llamarse “cómic”, ingresando a la modalidad ritual). En mi cuento lo que sucede es que la resonancia está explicitada o convertida en una historia aparte. Pero respondiendo a lo otro, creo que puede haber gente que se enganche o abomine de mis escritos por razones distintas unas de otras.

Yo pensaba en la búsqueda de Levrero por hipnotizar al lector y que vos decías en alguna entrevista que ustedes tenían visiones muy opuestas de la literatura, pero a la vez muy amigas. ¿Cuál sabés o suponés que era el enganche y cuál la abominación (exagerando, claro) de Levrero respecto de tus escritos?

Bueno, las cosas que más lo enganchaban eran las que estaban escritas en primera persona y usando el viejo truco de hacer creer que de algún modo hay alguien que está contando algo que pasa o que le pasa o pasó. Por ejemplo, mi novela corta Estatutos [2002]. Pero las otras cosas también le gustaban, sólo que le causaba tristeza que alguien se apartara de aquel juego. Yo empecé a publicar en De la Flor gracias a que él le pasó el mecanoscrito de mi primera novela a Jaime Poniachik, que a su vez se la pasó a Daniel Divinsky. También me acuerdo de algo muy elogioso que me dijo en uno de nuestros primeros encuentros, cuando le mostré mi canción “Problema”. Pero lo de las visiones “amigas” puede tener que ver con que Jorge usaba ese viejo truco a sabiendas (aunque, como [Philip K] Dick, a veces escribiera hechizado por la convicción de estar relatando algo preexistente), y no como otra gente que cree que es lo único que se puede hacer y te mira raro si no lo hacés, o considera que te estás haciendo el gracioso porque lo “serio” es hacer aquello.

La marginalidad canonizada y el caso Leo Maslíah [Anahí Barboza, Antítesis, 2013] cuestiona la idea de un solo canon para hacer notar que, en cierta marginalidad, se constituye otro canon con un peso simbólico nada despreciable, en el que se te inscribe. ¿Cómo lo percibís? ¿Qué valor tiene para vos ser considerado marginal?

La proporción entre el conocimiento de mi cara y de mis libros (y mi música) es menor acá que en otros lugares. Pero incomparablemente mayor que esa proporción uruguaya en el caso de [Eduardo] Fabini, cuya cara está en los billetes de 100 pesos mientras su música permanece maniatada y secuestrada en sitio desconocido sin que nadie pida rescate.

¿Sería muy trasnochado decir que, en general, más allá del efecto humorístico o paródico que puedan producir tus textos, lo que te mueve principalmente es un deseo por dislocar las expectativas del lector, meter la cuchara en algo que pasaría inadvertido si no pusieras allí la lupa?

No me reconozco eso como intención. Quizá el mecanismo sea más bien una defensa, una reacción contra la estafa de ciertas estructuras y encadenamientos de palabras.

Hubo un texto (“Múltiples”) de tu libro que, de arranque, me hizo pensar en el lenguaje inclusivo por los cambios de género de los sustantivos humanos con el que inicia. ¿Qué te produce la polémica respecto de su uso?

La cuestión de los géneros gramaticales en nuestro idioma es muy compleja y siempre estuvo presente como inquietud en mis escritos (otro ejemplo entre muchos es el relato “La mujer loba ataca de nuevo”, en vez de “la mujer lobo”; es un relato que describe un mundo donde se invirtieron los papeles de los hombres y de las mujeres en una cantidad de cosas). Pero la moda “inclusiva” reduce la comunicatividad del idioma en vez de enriquecerla. Amplifica las ambigüedades y llena los discursos de sinsentidos, no por los momentos donde modifica un género sino por la relación entre esas modificaciones y el resto de lo que se dice. La polémica en general es una trampa porque da por sentado que lo que se llama lenguaje inclusivo existe como forma alternativa del idioma (se esté de acuerdo o no con su uso), y no es así, porque –salvo en instancias muy breves– nadie lo usa porque no hay cómo. ¿Alguien que no sabe cuándo lo está usando y cuándo no puede discutir sobre su supuesto uso? Los que cambian algunas cosas en aras de la inclusividad no se responsabilizan por los cambios de significado que eso ocasiona en las cosas no cambiadas no por distracción (cosa abrumadoramente frecuente también) sino porque no hay manera de cambiarlas. La discusión se parece a la que se podría dar si alguien quisiera agregar un piso encima de un edificio y algunos opinaran que queda bien y otros que no queda bien pero sin que ninguna de las dos partes considerara lo que sucede con los pisos de abajo con ese peso adicional, etcétera. Además, en nuestro medio carece de todo sentido una polémica sobre –por ejemplo– si en los comunicados oficiales es admisible este supuesto tipo de lenguaje cuando, aun prescindiendo de eso, los documentos están mal redactados. Cuando digo “mal” no me refiero a que atenten contra supuestas reglas abstractas consagradas por autoridades fantasmales como “correctas” o como obligatorias. Me refiero a que no dicen lo que pretenden estar diciendo. Sólo por una operación de inercia lectora combinada con cierta tradición de cosas “decibles” en esos contextos, pueden ser aproximadamente comprendidos sus comunicados. Esto sucede casi invariablemente, por ejemplo, en las comunicaciones del Departamento de Cultura de la Intendencia de Montevideo y en los llamados para los distintos concursos del Ministerio de Educación y Cultura. Pero en lo de los cambios “inclusivos” lo que sucede es que como la gente no habla en base a reglas de las que tenga conciencia, cuando quiere hacer cambios los hace en base a cosas que cree o supone que son las que rigen su hablar, sin que lo sean. Un canguro no necesita ser ingeniero para saltar, pero si quiere modificar su estructura ósea y muscular para poder saltar más lejos no puede dar por sentado que cualquier modificación se lo va a permitir. La mayoría de la gente que discute sobre esto se equivoca, tanto del lado de los que defienden los cambios que creen hacer, como del lado de los que “los” cuestionan.

Algunos de tus textos tematizan la experiencia de la lectura, como “Lecturas”, del libro premiado. Si hacemos una comparación con el protagonista, ¿cómo ha sido tu derrotero con la lectura?

En algunas cosas coincido un poco con el personaje del cuento y en otras no.

¿Cuáles fueron tus primeras lecturas apasionadas?

Algunas fueron los cuentos cómicos de [Edgar Allan] Poe, cuentos de [Horacio] Quiroga, de [Guillaume] Apollinaire, de Saki, los libros Montevideanos y La muerte y otras sorpresas, de [Mario] Benedetti, novelas de [Fiódor] Dostoievski, de [Boris] Vian y de [Franz] Kafka, las obras de teatro de [Alfred] Jarry, [Eugène] Ionesco y [Antón] Chéjov. Pero ojo con inferir que esas hayan sido mis “influencias” más que la de los redactores de las noticias radiales de El repórter Esso o de las síntesis argumentales de los programas de cine de SAUDEC [Sociedad Anónima Uruguaya de Exhibidores Cinematográficos] o Glucksman [Cinesa, empresa que programaba varios cines de Montevideo], o los relatos futbolísticos de Heber Pinto. Aunque pudieran haberlo sido.


  1. Alicia Torres, citando a Fernando Andacht, en Historia de la Literatura Uruguaya Contemporánea, Tomo II, Montevideo, EBO, 1997, pág. 298.