Casi todos nos hemos preguntado alguna vez si hojear se escribe con hache. Sucede que ese acto de posar despreocupadamente el ojo por las páginas que se van pasando implica, a la vez, la hoja y la mirada. Pero si la palabra se centró en lo que se mira más que en el órgano que se usa para mirar, fue por esa sabiduría colectiva que encierra el lenguaje. No sólo se ve, también se entiende. Quizá sea el hojear, esa materialidad compartida con el papel, más que la lectura sosegada, el motor de las soluciones tipográficas de un periódico. Esas que reclaman con mayor insistencia que nos detengamos ahí mientras les vamos transitando por encima hasta llegar al final, esperando por nuestro regreso, ese que se produce después de detenernos a leer la contratapa.

Ese todo es una parte de lo que se pierde si se pierde el papel. No es nostalgia sino constatación. Mientras que los titulares web incurren, muchas veces, en la pregunta que llama al clic, el modo de titular en papel acomete el spoiler pero también puede incluir, cuando está bien resuelto, una promesa más lenta, casi táctil, de lo que nos espera al momento de regresar en ese péndulo que es el hojeo.

El verbo que en el mundo digital lo sustituye es un anglicismo. Escrolear. Ese pasar las yemas por la pantalla para mover el texto que ahí se refleja implica un acto de prestidigitación. El periódico ya no está. Lo que tenemos entre los dedos es su reflejo.

El espacio podrá tener la apariencia de ser infinito, pero el tiempo no. Por eso los medios digitales suelen colocar al pie de los titulares el minutaje de lectura requerido. No para insinuar la importancia de un texto, como hacen la tipografía o la imagen o el tamaño de las notas en el formato papel, sino para no asustar. Quédate, Odiseo, que no vamos a demorarte demasiado. El hojeo, que pendula de la portada a la contratapa dejando siempre la posibilidad casi segura de volver atrás para leer a fondo, es el equilibrio entre el tiempo que se tiene para leer -por eso su templo es la mesa de café- y el espacio en que se despliegan los temas, que en el periódico son finitos. Escrolear es sólo tiempo y sólo avanza hacia adelante en un tic tac inevitable. El espacio estático del celular parece contener todos los temas del mundo en una promesa infinita. Odiseo se cree libre cuando salta de isla en isla, pero, si todo es archipiélago, ni siquiera su astucia podrá hacerlo dueño de su viaje.

¿Qué es de Circe, entonces? Esa hechicera hija de Helios que según Homero retuvo a Odiseo pero después, por amor, lo ayudó a volver a Ítaca.

En un escrol sin memoria pasé, la semana pasada, por encima de una foto de Ida Vitale con Circe Maia. Recordé, entonces, que Circe Maia es nuestra poeta mayor. Claro que esa singularidad es siempre una singularidad plural. “A ningún pintor debería molestarle otro pintor”, se dice que decía el artista georgiano Niko Pirosmani. Que Maia sea nuestra poeta mayor no implica que no lo sean también Eduardo Milán o Alfredo Fressia o Cristina Peri Rossi. Esa pluralidad es la que existe si se hojea el canon. Si sólo hay escrol, sólo tendremos ojos para la omnipresente viralidad de Ida Vitale.