Levantar un teatro desde la nada implica levantar un teatro desde la nada. Formarse juntos. Hacer finanzas. Asumir las formas internas de organización. Encontrar los directores y las obras. Encontrarse en las tensiones entre lo que separa y lo que divide. Hacer finanzas. Pero también hacer el trabajo que se siente en las manos. Acondicionar un galpón semiabandonado. Enderezar clavos porque no hay dinero para comprar nuevos. Construir un cielorraso haciendo equilibrio entre el deseo y la falta de habilidad. Apostar al crecimiento cuando las crisis cíclicas del país y de la cultura aconsejan una retirada. Hacer finanzas de nuevo vendiendo rifas, bonos, ropa, cuadros, pero “nunca el alma”, diría alguien con un poco de engolamiento en la voz pero teniendo, a fin de cuentas, razón. Entonces, quitar 1.300 butacas con cuidado de que no se dañen para volver a colocarlas una vez que se haya nivelado el suelo. Un buen día, tomar todo eso y llevarlo lejos para ponerlo a salvo de un golpe de Estado. Volver a levantarlo en tierra extraña, lo material y lo inmaterial. Y regresar una década después, para empezar de nuevo, siendo y no siendo los mismos. Hacer finanzas por enésima vez. Y empezar de nuevo cada año, cada noche de función o de espera. Todo eso, y más, hacerlo con la idea incambiada de que eso que se hace, ese teatro, no es un adorno ni un pasatiempo, sino que tiene una profunda vocación transformadora. Del público, de ellos mismos, del país, de todo lo que tiene que cambiar para que al menos algo cambie.

Esa tarea titánica. Patrimonial en el sentido de que ya forma parte de la esencia de lo que es la sociedad uruguaya como usina de ideas, arte, belleza, contradicciones y valentía. Una tarea teatral que va más allá de una definición restringida del teatro. Conectada con las luchas políticas y sociales. Dentro de la esfera comunista pero yendo más allá de los límites de esa esfera, una esfera a veces cúbica, pero dotada de espesor y solidez cuando fue necesario que no flaqueara. Esa tarea se palpa como si estuviera ocurriendo ahora mismo gracias a un libro de Ediciones de la Banda Oriental: Dura, fuerte y alocada (la historia del teatro El Galpón). Lo escribe uno de los mejores narradores de la literatura uruguaya actual. Carlos María Domínguez, nacido en Buenos Aires en 1955, conocido hace algún tiempo como “el Porteño” y cada vez más como “Domínguez”, tiene a sus espaldas una sólida obra narrativa, de ficción y de no ficción, que incluye la novela La casa de papel (2002), traducida a 20 idiomas. Domínguez, ahora, pone sus herramientas al servicio del desafío mayor de contar la vibrante trayectoria de El Galpón. Y sale airoso.

Quienes conozcan a fondo el entresijo de las tablas quizá notarán omisiones que se le escapan a un neófito. Pero nada de eso impide que al pasar la última página de este libro, de prosa ágil y trabajo documentado, den ganas de pisar, nuevamente, la tierra sagrada del teatro. Porque la historia de El Galpón (como antes ocurrió con El vestuario se apolilló, 1999, de César Campodónico, o con Atahualpa del Cioppo: un hombre para pensar, 2004, de Fabio Guerra), está en este libro y a la vez, por suerte, lo desborda.