El 7 de marzo de 1958, Víctor Meynert La Brooy aparecía asesinado en las arenas de la Laguna del Diario, cerca de su vehículo, un Rover color beige. La presencia de un reloj, un anillo y una billetera con dinero junto al cuerpo invalidaban la hipótesis de alguna motivación material para el homicidio. En el curso de la investigación se sabría que este ciudadano británico, apacible vecino de Punta del Este, había sido agente de inteligencia durante la Segunda Guerra Mundial. El crimen nunca fue aclarado. Los dos únicos sospechosos (Max de Balzac y Eugenia Houdon, una pareja de nacionalidad francesa) fueron exculpados por el testimonio del poeta Enrique Amorim, y abandonaron el país rápidamente. Se habló de viejos rencores entre el MI6 (servicio de inteligencia británico) y exmiembros de la Resistencia que habrían llegado hasta tierras americanas (La Brooy habría vivido en Argentina y Chile, y se supone que también allí podría haber cumplido funciones). Pero hasta hoy, respecto de este caso, hay más interrogantes que certezas.

Sin embargo, toda esta historia es poco más que una excusa en La muerte del espía inglés, de Carlos Orlando, una obra en la que hay elementos de novela policial y de espionaje. Aquí el narrador y protagonista es Pedro Sellanes, un también aparentemente apacible funcionario de UTE jubilado que en su infancia y adolescencia veraneaba en la casa de su padrino en Las Delicias, y que no sólo fue testigo del hallazgo del cuerpo de LaBrooy, sino que en algún momento tuvo acceso, de formas no del todo lícitas, a un misterioso paquete que, según algún testimonio, formaría parte de la escena del crimen, y que contenía (en el universo de la novela) lingotes de oro nazi y diamantes. Décadas después, Sellanes es contactado por agentes del MI6 en relación a lo sucedido con LaBrooy. A medida que avanza la novela, se va dando cuenta de que alguien que se consideraba dueño legítimo del tesoro sigue sus pasos, y, teniendo en cuenta el peligro en que se encuentra, decide contratar a un policía jubilado para que oficie como su propio servicio de inteligencia.

No se trata, como puede verse, de un libro sobre el crimen de La Brooy. Se vuelve constantemente hacia las circunstancias del crimen, pero siempre de acuerdo a las necesidades narrativas de la historia que ocurre en el presente. La intención histórica aquí es más bien relativa, por lo que quien quiera saber algo más sobre el hecho histórico en sí quizá pueda decepcionarse un poco. Es notorio que el autor leyó cuidadosamente las fuentes, pero resulta muy difícil establecer, en los pasajes en que se alude el crimen, qué es lo real y qué fue puesto por la imaginación del novelista. Más cuando ya se trata de un hecho que, por sí mismo, disparó en su momento muchas hipótesis novelescas.

Casi siempre, las historias de viejitos que se salen con la suya provocan al menos algo de simpatía. Sellanes, sabiendo que se encuentra entre espías, también se vale de ocultamientos y medias verdades para preservarse a sí mismo y no perder el provecho que le ha sacado a la situación desde su juventud. Incluso con Rosaura, un inesperado ligue 20 años menor surgido al calor de los acontecimientos. Sólo se permite la sinceridad, tanto en lo que respecta a los acontecimientos y como en lo relativo a sus sentimientos personales, con el mayor Garrido, el policía jubilado que mencionábamos más arriba.

El autor construye así una trama que incluye al MI6, a diversas instituciones policiales, a grupos filonazis y a extremistas sionistas y comunistas, en la que el protagonista siempre acaba ganando a fuerza de astucia y, obviamente, a la invaluable ayuda del mayor Garrido.

No es poco mérito lograr algo de verosimilitud con semejante argumento. Quizá en esto tenga que ver la introducción del hecho real del crimen de LaBrooy, una perfecta demostración de que cualquier vecino puede guardar secretos realmente novelescos.

El relato, por momentos, se vuelve un tanto meticuloso y abigarrado. Su punto más fuerte quizá sea la construcción de los personajes, que, independientemente de que nos caigan más o menos simpáticos, están bien delineados, aunque puedan caer a veces en una cierta estereotipia (como en el aspecto de los roles de género). Si bien es cierto que tanto en las novelas policiales como en las de espionaje muchas veces es necesario volver una y otra vez sobre los mismos hechos (en este caso, no solamente al crimen de LaBrooy, sino también a otros hechos que ya atañen a la aventura personal de Pedro Sellanes), a veces la narración parece alargarse innecesariamente. No obstante, La muerte del espía inglés podría ser una buena lectura de verano, especialmente para quienes tengan afición a las novelas de espionaje.

La muerte del espía inglés. De Carlos Orlando. Montevideo, Fin de Siglo, 2021.