La escena tiene un trasfondo apacible pero lo que sucede en primer plano es decididamente perturbador. Recostado en un asiento a todas luces incómodo, un sujeto barrigón y de ajustadas calzas coloradas se entrega a los movimientos que en la cima de su cabeza emprende un cirujano con sombrero en forma de embudo y morral en bandolera. Cerca de ellos, un fraile canoso, enteramente vestido de negro, ensaya una suerte de conjuro con una mano, mientras que en la otra sostiene una jarra que parece de metal. Algo alejada de los tres hombres, apoyándose en una mesa de piedra circular, una monja contempla la escena con indiferencia, mientras sostiene sobre la cabeza un libro de tapas color carmesí. El maestro cirujano, con la entrega de un orfebre o de un copista, sin recurrir a ningún tipo de anestesia, le está practicando una trepanación al de las calzas para extraerle del cráneo tajeado y sangrante una abominable flor de tulipán. La extrañeza y la violencia de la escena, así como su intrínseca estupidez, están alumbradas por una titilante luz diurna, en medio de un paisaje rural, con árboles cercanos, un villorrio allá a lo lejos y un cordón de cerros que se pierde en lontananza. La cura de la locura o La extracción de la piedra de la locura, tales los nombres con que se conoce a esta obra tardía de Hieronymus Bosch, El Bosco, se encuentra en el centro del breve ensayo La piedra de la locura, del escritor chileno Benjamín Labatut (1980).

Presentado a la manera de un díptico –“La extracción de la piedra de la locura” y “La cura de la locura”–, el libro indaga en la confrontación entre la experiencia humana y esa abstracción que por comodidad, o quizá por temor, conocemos como realidad. Labatut no se remite a fórmulas ni aspira a diagnósticas, sino que hunde el estilete del análisis en su propia percepción del mundo para intentar aprehender, no aprender, algunos elementos que rodean esa distinción clínica entre locos y cuerdos. No viaja solo, desde luego, sino que se apoya en lo que antes otros pensaron sobre el tema, estableciendo interesantes intersecciones de sentido que, al conformarse en base a preguntas, terminan generando más interrogantes que certezas.

El primer mojón del recorrido lo establecen las circunstancias que rodearon la escritura del cuento “La llamada de Cthulhu” (1926), piedra angular de la obra de H P Lovecraft. Como se sabe, el relato le fue inspirado al autor oriundo de Providence por un sueño: en la secuencia onírica, Lovecraft intentaba vender un horroroso bajorrelieve creado por sus propias manos y, cuando alguien le enrostró el gesto chapucero de hacer pasar por antiguo algo que acababa de ser creado, el artista afirmó que los sueños del hombre son más antiguos que la Esfinge, ergo, aquella pieza construida en la contracara de la vigilia se presentaba tan vieja como el mundo. A los meandros del horror cósmico Labatut agrega una nueva capa de perturbación al presentar las búsquedas de David Hilbert, definido como el sumo sacerdote de las matemáticas del siglo XX, que desde su cátedra en la Universidad de Gotinga “estableció un programa espantosamente ambicioso para determinar si toda la riqueza de las matemáticas podía construirse sobre un puñado de axiomas lógicos incuestionables”. Con la progresión del cálculo preciso y la fórmula total, Hilbert debió medirse con “las extravagancias del infinito y las delirantes formas del espacio no euclidiano”, adensando así la trama absoluta de la locura. Y para agregar un nuevo eslabón que oprime (o libera) el tema de su búsqueda, Labatut suma a su ensayo las disquisiciones sobre lo real de una de las mentes creativas más perturbadas (y perturbadoras) del siglo XX, la del escritor estadounidense Philip K Dick.

Del autor de El hombre en el castillo Labatut no toma ninguna obra de ficción, sino que se centra en la célebre conferencia de Metz, “Si te parece que este mundo es malo, tendrías que ver algunos de los otros”, que Dick pronunció en la ciudad francesa en 1977. La suma de aparentes desvaríos que conforma la conferencia –que puede encontrarse íntegra en Youtube, con un audio precario– anticipa, desde la hoy lejana década del setenta, algunas claves del presente que hoy habitamos, en un amasijo de conceptos que mezcla la posible existencia de líneas de tiempo ortogonales y “mundos paralelos que intersectan el flujo lineal del acontecer en noventa grados y que luego se separan y ramifican hasta el infinito”.

Un espacio destacado en el ensayo lo ocupa el relato de una experiencia que Labatut vivió luego de la publicación de su libro anterior, Un verdor terrible (2020), convertido en fenómeno de ventas y traducido a más de veinte idiomas. A través de su traductor al inglés, le llegó el mensaje de una lectora que le reveló que una obra propia, que ella había compartido en una comunidad de lectura en línea, había sido plagiada no una sino tres veces, por escritores diferentes. Lo que al principio parecía un mensaje divertido y hasta normal (¿qué escritor no se ha encontrado alguna vez con un colega que afirma haber sido plagiado?) llevó a Labatut a investigar las apariciones de su corresponsal en la web, para descubrir un inquietante universo de rastreos, gráficos, comparaciones y lecturas paralelas mediante los cuales la autora probaba que varios de sus libros publicados online habían sido plagiados por autores como Kazuo Ishiguro y William Gibson.

De lectura amena, pródigo en conexiones e iluminaciones, La piedra de la locura acompasa estos tiempos extraños, en los que por momentos parecemos ocupar el sitio del sujeto de calzas que se deja hurgar la cabeza en la obra de El Bosco, y en otros ocupamos el lugar del perverso cirujano que extrae, imperturbable, la sangrante y abominable flor de tulipán.

La piedra de la locura. De Benjamín Labatut. España, Anagrama, 2021, 80 páginas.