Más allá de los matices y las distancias, de las circunstancias de nacimiento y consolidación, de las repercusiones críticas y el anclaje nacional y continental, del ostracismo o el ensalzamiento de las lecturas de generaciones posteriores, hay ciertas obras literarias escritas y ambientadas en América Latina que se apropian del paisaje para volverlo lenguaje. Se me dirá que eso ocurre en todos lados, que la generalidad de la expresión puede aplicarse de igual forma a textos escritos en África, Asia, Europa u Oceanía, o que agrupar en un solo criterio piezas redactadas, por ejemplo, en Argentina, Cuba, Haití, Perú o Uruguay escapa a cualquier posible rasgo unificador. Todo eso es cierto, desde luego, pero también es verdad que pueden vincularse determinados libros escritos por autores latinoamericanos a través de la apropiación de las circunstancias geográficas –ríos, valles, montes, selvas, praderas, desiertos– y la conversión del ambiente en modulación de la prosa, como si historias, situaciones, personajes y el propio estilo se vieran atravesados por el entorno natural en que transcurren, no como decorado sino como materia propia de la escritura. Esa relación puede establecerse en obras tan disímiles por asunto y circunstancia como Enero (1958), de Sara Gallardo, El mundo alucinante (1969), de Reinaldo Arenas, Yo, el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos, Mar paraguayo (1992), de Wilson Bueno, y La fugitiva (2011), de Sergio Ramírez, por mencionar algunas. En ese grupo puede incluirse El asedio animal, la primera novela de la escritora Vanessa Londoño (Bogotá, 1985), que luego de ser publicada en México llegó a Argentina de la mano de la editorial Eterna Cadencia.

Estamos ante una novela que es prosa pura. El delgado volumen desmiente en sus propias proporciones todo atisbo de sencillez y de una eventual liviandad. Ambientada en un pequeño pueblo de Colombia, cercano al mar Caribe, El asedio animal entrecruza varias historias, con múltiples narradores y sin atarse a una línea cronológica. Todas las voces pertenecen a individuos que han sido cercenados de una u otra forma: las manos, la lengua, las piernas y la propia voz. La violencia que domina todas las acciones se manifiesta como un personaje en sí mismo, con eventuales ramificaciones humanas, y frente a ella, rodeándolo todo y apropiándose del lenguaje, se yergue, irrefrenable, la naturaleza. Ya cuando en las primeras páginas el muchacho indígena aprendiz de pintor, que perdió a su madre cuando, como castigo, le cortaron las piernas con una motosierra, se dirige hacia la casa de su mentor, un artista sodomita y desencantado, el entorno agreste marca el pulso y el ritmo del relato: “Caminaba hacia la casa de Lásides y me parecía que la maleza había crecido más de la cuenta; que había crecido apretada y mullida como restregándose entre las horquillas de los palos, para manifestar por fin esa belleza oblicua que tiene la naturaleza cuando nos traiciona”.

Más adelante, otro personaje transmite la misma sensación de dominación que el entorno genera en el individuo, evidenciado en una escena que no deja de ser anodina para quien vive en ese sitio pero que se reconfigura totalmente al presentarla aislada, abstrayéndola: “En las noches nos quedábamos dormidos sobre la llanura desmantelada que brillaba bajo el reflejo mineral de la luna. Las nubes estancadas entre el cielo caluroso se disipaban por el oleaje del viento y desde los precipicios se escuchaba el canto de los grillos que avanzaban entre la desordenada polifonía del cañaveral”. El prodigioso manejo del idioma queda evidenciado ya no por la mera gimnasia de vocabulario, algo que practica cualquier escritor atento al peso de las palabras, sino, como se ejemplifica en el pasaje antes citado, en el fraseo y el ritmo de la oración, en la prescindencia de comas y en la acumulación que adensa sin fatigar ni volverse simple amontonamiento.

El otro elemento a destacar en El asedio animal es la omnipresencia de la mutilación como marca física y existencial de los personajes que cuentan sus historias, y cómo la pérdida de un miembro o varios parece potenciar la memoria y, por su intermedio, el relato. En cada página el cuerpo está siempre en tensión e incluso parece vivir cuando ya está muerto (“Por esos días empecé a notar que hasta mi papá seguía creciendo en el cementerio, seguía expandiendo la verticalidad de su postura entre las cerradas lonas del ataúd; y desajustaba de a poco las placas de ese mausoleo que se desplomaba cada vez que le rezábamos un avemaría, o le cambiábamos las flores que se encogían sobre la lápida que cerraba su tumba”) o cuando la pérdida de un sentido descubre otras sensaciones (“Distinguía la corpulencia de los objetos, incluso los colores; y las formas que al principio le parecieron monstruosos se le fueron desenredando luego en el tacto inalterable de la mano”). El efecto de la mutilación es tan fuerte que trasciende la lectura más simplista que la acción puede adjudicarle a la novela y a sus personajes, esto es, como una representación de los que no tienen voz, de los oprimidos por el poder y los silenciados por la violencia. Al contrario, es en la arborescencia discursiva de los personajes, en su impronta para contarlo todo con lujo de detalles, apoderándose de la materia densa del idioma, donde los seres se muestran más vivos.

El asedio animal. De Vanessa Londoño. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2022, 96 páginas.