En su biografía de Voltaire, David Friedrich Strauss señala que para ganar y mantener una posición tan alta como la que logró el Patriarca de Ferney no bastó con tener talento y verse favorecido por una serie de circunstancias de orden exterior, sino que hizo falta, además, alcanzar una larga y dilatada vida. Esa suerte de precepto aplica con creces para el filósofo inglés Thomas Hobbes, que alcanzó los 91 años de lúcida existencia, burlándose así de la bajísima expectativa de vida del siglo XVII, atravesando de paso una convulsionada centuria que vio germinar a la revolución científica y al Barroco, desarrollarse la Guerra de los Treinta Años y consolidar el predominio francés sobre el continente europeo bajo el reinado de Luis XIV.

El llamado “monstruo de Malmesbury”, en referencia a la localidad de Wiltshire en la que nació, el 5 de abril de 1588, prematuramente al parecer, mientras su madre entraba en pánico ante el rumor de un inminente desembarco de la Armada Invencible en las costas inglesas, ha merecido con el paso de los siglos los más diversos abordajes de parte de biógrafos, analistas de variada laya, entusiastas de algunas de sus ideas, férreos detractores de otras y hasta de Macedonio Fernández, que en el libro No toda es vigilia la de los ojos abiertos (1928) se lo cruza y debate con él en pleno Buenos Aires. Para que las ideas de este filósofo clave en la conformación del pensamiento político moderno no se pierdan en la morralla impresa y digital que algunos departamentos de facultades humanísticas y ciertas colecciones editoriales producen año tras año, es de agradecer la aparición de un libro como Thomas Hobbes, del filósofo y ensayista español José Rafael Hernández Arias –autor, entre otras obras, de Nietzsche y las nuevas utopías (2002), Filosofía de la guerra y de la paz (2011) y Sobre la identidad europea (2013), además de traductor de Nietzsche, Schopenhauer, Kafka, Melville y el propio Hobbes–, que con precisión analítica y claridad expositiva le da forma a una pertinente biografía intelectual, igualmente válida para entendidos y neófitos, a sabiendas desde el vamos de que no se trata de un pensador de fácil destilación. (No en vano, en su Diccionario de Filosofía (1941) José Ferrater Mora señala que “la filosofía de Hobbes ha sido clasificada de empirista, corporalista, materialista, racionalista y nominalista. Todos estos epítetos le convienen, pero no son suficientes para caracterizarlo”).

El procedimiento de Hernández Arias para desmontar y apreciar con la lupa del detalle el pensamiento de Hobbes –con especial atención a sus obras De Cive. Elementos filosóficos sobre el ciudadano (1642), Leviatán o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil (1651), Vita (1672) y el póstumo Behemoth (1681)–, se basa en una premisa que constituye la clave con la que debe leerse toda su obra, al margen de posicionamientos, polémicas, contradicciones e iluminaciones: “De Hobbes destacaron ya sus contemporáneos que era un hombre de saberes enciclopédicos. Su pensamiento riguroso y original siempre intentaba llegar a las últimas consecuencias, nunca se conformaba con la solución fácil o superficial, y se caracterizaba por una observación concienzuda de cuanto lo rodeaba. Su prosa es clara, brillante y precisa; su estilo, directo e imaginativo”. Ese estilo que sobrevive a la más enrevesada de las traducciones establece sus raíces en la operatividad del método científico –que Hobbes decantó a partir de su conocimiento y trato con René Descartes y Galileo Galilei, además de William Harvey, el médico inglés al que se le atribuye la descripción de la circulación y las propiedades de la sangre al distribuirse por todo el cuerpo a partir del bombeo del corazón–, sistema que nunca perdió de vista al hincarle el diente del análisis, el estudio y la reflexión a asuntos tan diversos como la ética, la historia, la física, la teología, la matemática y la geometría.

El abordaje de Hernández Arias no deja frente sin cubrir, en un avance puntilloso que disecciona no sólo las nociones de materialismo, estado y derecho para Hobbes y el entramado de vínculos con los poderosos que le permitieron, entre otras cosas, desarrollar su obra y escapar de los diversos intentos por acallarlo (es especialmente notable cómo el autor presenta casi novelísticamente la relación laboral del entonces joven pensador con el Barón Cavendish de Hardwick, luego conde de Devonshire, y las sucesivas generaciones de su familia), sino también cuestiones más precisas, que tienen que ver con la propia difusión de sus escritos, y que van de las circunstancias de la redacción de los textos a la significación de las imágenes que aparecen en la portada de la primera edición de Leviatán, analizando cada detalle que el ilustrador Abraham Bosse realizó para el frontispicio del controvertido libro, cuyas tesis no han perdido vigencia con el paso de los siglos, llegando hasta el aguachento presente que habitamos.

Es notable también, en ese sentido, el capítulo final –“La vida póstuma de Thomas Hobbes”–, en el que Hernández Arias sobrevuela a aquellos “paladines” dispuestos a defender algunas de las ideas del “monstruo de Malmesbury”, tales como el catedrático alemán Samuel Puferndorf (1632-1694), uno de sus primeros y más atentos lectores; el filósofo francés Pierre Bayle (1647-1706), que incluyó un artículo clave sobre su obra en el famoso Dictionnaire historique et critique (1697); el filósofo y reformador social francés Joseph Vialatoux (1880-1970), que actualizó el debate de sus ideas al afirmar que tanto el Estado comunista como el fascista y el nacionalsocialista llevaron a la práctica la doctrina hobbesiana; y el controvertido jurista y teórico político alemán Carl Schmitt (1888-1985), quien sostuvo que con su frase “la autoridad, no la verdad, hace la ley”, encontró la fórmula clásica de una escuela de pensamiento.

Thomas Hobbes. De José Rafael Hernández Arias. España, Arpa, 2022, 256 páginas.