El 15 de julio se cumplieron 20 años del fallecimiento del escritor chileno Roberto Bolaño, a los 50, mientras aguardaba un trasplante de hígado que no llegó a tiempo. Hay varias formas de abordar el peso y la presencia del autor de Nocturno de Chile al cumplirse dos décadas de su salida de este plano de las cosas: a través del eco tenue o asfixiante de su particularísimo estilo en las obras de autores más jóvenes; a través de la deriva editorial de sus libros, en un trasiego de escritorios entre albaceas, editores y sellos, con algunos tintes de película de espionaje y no pocos de sainete; a través de las miles de tesinas, tesis, papers y otros formatos académicos que en facultades de diversas partes del mundo han diseccionado algún aspecto del corpus; a través de la circulación y la posterior fama internacional que varios de sus títulos alcanzaron al ser traducidos a otros idiomas.

O, como se pretende aquí, a partir de la proliferación de textos con su firma que fueron apareciendo tras su fallecimiento en una sala del Hospital Universitario Valle de Hebrón, en Barcelona, aquel 15 de julio de 2003.

Aerolito

Sobre el final de su autobiografía Las promesas del equinoccio, Mircea Eliade intenta imaginar las consecuencias del hecho de que Goethe hubiese muerto 40 años antes de la fecha en la que en verdad falleció, o lo que podría haber llegado a escribir el poeta Mihai Eminescu, muerto a los 39, si hubiese vivido 20 años más. “Evidentemente, toda obra, hasta la más perfecta, la más equilibrada, sobrevive sólo gracias a algunas obras maestras que sobresalen en ella”, escribe el rumano, ejemplificando su tesis con el caso de Honoré de Balzac, del que afirma que un libro como La fisiología del matrimonio nos sigue interesando porque existen La prima Bette, El primo Pons u otros títulos de la misma envergadura del escritor francés. Una obra maestra, subraya, alumbra a los demás libros escritos por el autor de marras, permitiendo descifrar el mensaje revelado por la totalidad.

En el caso de Roberto Bolaño, esa obra maestra es la novela Los detectives salvajes, publicada por la editorial Anagrama en 1998, luego de recibir el Premio Herralde que entrega el sello, y merecedora al año siguiente del Premio Rómulo Gallegos. Si bien antes de la irrupción de ese aerolito en el panorama de las letras hispanoamericanas Bolaño había publicado varios libros de poesía –el artesanal Reinventar el amor (1975) y el regionalmente premiado Los perros románticos (1994), entre otros–, además de algunas novelas (las más atendibles, La literatura nazi en América y Estrella distante, ambas de 1996), hasta ese entonces se trataba de un escritor poco conocido que vivía en el pueblo costero de Blanes, en la provincia de Gerona.

Foto del artículo 'Roberto Bolaño, gladiador póstumo'

Con Los detectives salvajes Bolaño no sólo acaparó primeras planas, reseñas y entrevistas, convirtiéndose en un rostro visible, identificable, sino que alrededor del libro propició una suerte de mitología a partir de los nombres de sus dos protagonistas –Arturo Belano, que ya había aparecido en Estrella distante y en algunos cuentos de Llamadas telefónicas, editado el año anterior, y Ulises Lima–, la icónica portada (un detalle de la pintura The Billy Boys, de Jack Vettriano, de 1997) y, sobre todo, la explotación ficcional de su época de joven poeta en México como parte del movimiento infrarrealista (el “realismo visceral” de la novela). A eso hay que sumarle el arte del autor al apropiarse de elementos del thriller, la crónica, el registro epistolar, el testimonio oral y el diario íntimo al momento de narrar la búsqueda que durante 20 años emprenden los detectives salvajes tras la pista de la poeta Cesárea Tinajero.

Siguiendo el postulado de Mircea Eliade referido antes, si se toma a Los detectives salvajes como la obra maestra de Roberto Bolaño, a partir de su propia ubicación en lo que al momento de su publicación era una obra en marcha y que, cinco años después, con la muerte del autor, se convertiría en una obra cerrada, es posible alumbrar y poner en diálogo a ese aerolito con los otros cuerpos celestes del mismo universo.

Todos los temas que Bolaño abordó como narrador y poeta en sus libros están presentes en Los detectives salvajes, a saber: el exilio como condición permanente, cuasi ontológica, de los personajes centrales –desde las voces narradoras del mexicano Gaspar Heredia y el chileno Remo Morán en La pista de hielo (1993) al arborescente monólogo de la uruguaya Auxilio Lacouture en Amuleto (1999)–, la siempre misteriosa, patética e insondable vida de los poetas –desde la presencia fantasmal de César Vallejo en Monsieur Pain (1999, publicada originalmente como La senda de los elefantes en 1984) al siniestro bardo aéreo Alberto Ruiz-Tagle/Carlos Wieder de Estrella distante, sin olvidar los vates repertoriados en La literatura nazi en América y las divagaciones sobre Pablo Neruda en el relato “Carnet de baile” del libro Putas asesinas (2001)–, la cuestión detectivesca, de pesquisa, en particularísimos remedos de una investigación policial –desde el planteo argumental a lo Rashomon de La pista de hielo a la decodificación realista de la práctica en el cuento “Detectives” de Llamadas telefónicas (1997)– y la presencia permanente de libros (publicados, perdidos, en forma de manuscritos o de meras ideas) y de autores (que se encuentran en plena escritura, que destellan desde una página encontrada o que desaparecen sin más), entre los que puede mencionarse al propio Bolaño y su amigo el poeta mexicano Mario Santiago Papasquiaro (1953-1998), que aparecen en la novela Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce (1984), escrita a cuatro manos con AG Porta, el escritor mendocino Antonio Di Benedetto que se oculta detrás del protagonista del cuento “Sensini”, de Llamadas telefónicas, y, desde luego, la poeta Cesárea Tinajero, prodigioso y misterioso centro de Los detectives salvajes.

Si todo lo anterior puede aplicarse, con las arbitrariedades y libertades propias de cualquier interpretación literaria, al conjunto cerrado de libros que Bolaño publicó en vida, la cuestión se difumina volviéndose problemática, inaprensible, en la serie de títulos póstumos que han ido apareciendo en los 20 años transcurridos desde la muerte del autor.

En bruto

En una de las últimas entrevistas que concedió Bolaño, si no la última, para la edición mexicana de la revista Playboy, y que ha sido profusamente reproducida, ante la pregunta de la periodista Mónica Maristain sobre qué le despertaba la palabra póstumo, respondió: “Suena a nombre de gladiador romano. Un gladiador invicto. O al menos eso quiere creer el pobre Póstumo para darse valor”. Nunca se sabrá a ciencia cierta, pero es probable que en aquella respuesta el escritor agonizante entreviera el destino de sus manuscritos sin publicar, el derrotero que emprenderían con los años por venir aquellas carpetas impresas y archivos de texto en su computadora cuando él ya no dispusiera de su dominio.

Hoy la cantidad de libros póstumos de Bolaño casi supera la suma de los que publicó en vida, en un efecto que tiene un costado algo caricaturesco, como en el cuento “Las listas de Metterling”, que abre el libro Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, de Woody Allen, donde se celebra la flamante edición de una nueva obra póstuma del autor del título luego de publicadas todas sus novelas, obras de teatro, cuadernos de anotaciones, diarios y cartas: un volumen con las listas completas de ropa que Hans Metterling envió con los años a la tintorería.

Roberto Bolaño.

Roberto Bolaño.

Foto: S/D autor

En los inicios de la carrera post mortem de Bolaño se encuentra una de las dos obras más importantes del conjunto: la novela 2666, que fuera publicada al año siguiente de su fallecimiento. La edición del pesado ladrillo de 1.130 páginas se asienta en la traición que los herederos, el editor Jorge Herralde y el crítico Ignacio Echevarría, tributaron a los deseos expresos del autor acerca de la forma en que debía publicarse: en cinco libros independientes, con la salida de uno por año de forma consecutiva e, incluso, con el precio que debía negociarse en cada contrato. En la decisión de publicar las cinco partes en un único volumen se cifra una de las fallas de la novela, aunque no es la más importante.

El libro reproduce el mismo esquema argumental de Los detectives salvajes, en el que un grupo de personas salen tras los pasos de un escritor ausente (acá, en vez de Cesárea Tinajero, el centro de la pesquisa lo constituye Benno von Archimboldi), en una búsqueda que se prolonga durante décadas. Todos los mecanismos narrativos ejercitados antes por Bolaño funcionan a pleno en esta novela total, en la que cada una de sus secciones –“La parte de los críticos”, “La parte de Amalfitano”, “La parte de Fate”, “La parte de los crímenes” y “La parte de Archimboldi”– funciona con independencia pese al ensamblaje que terminan conformando.

La redacción de 2666 es la muestra más cabal de la entrega de un escritor con su arte, a sabiendas de que la muerte le está respirando en la nuca y que los días que le quedan están contados (piénsese también en Juan José Saer intentando acabar La grande mientras el cáncer se hacía fuerte en su organismo, o en Ricardo Piglia inmovilizado por una enfermedad degenerativa y escribiendo Los casos del comisario Croce con un hardware que le permitía digitar con la mirada). Más allá de su cuidada planificación interna y del prodigio escritural que en sí misma significa, 2666 se vuelve por momentos repetitiva y monótona, acumulando recursos que entorpecen y dilatan la trama (es incontable, por ejemplo, la cantidad de sueños que tienen varios personajes y que son narrados con lujo de detalles), llegando al paroxismo en “La parte de los crímenes”, centrada en los casos reales de asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez (Santa Teresa en la ficción).

En la “Nota a la primera edición”, Ignacio Echevarría señala que la novela se aproxima mucho al objetivo que Bolaño se trazó y que, de haber seguido viviendo, hubiese continuado trabajando en ella “sólo unos pocos meses más”. Con esta sentencia queda labrada la clave con la que deben ser leídos los libros póstumos de Bolaño y la relación tirante, caprichosa, con la totalidad que significa una obra cerrada, tal como postulara Mircea Eliade.

En ristra

La carrera póstuma de Bolaño comenzó con un libro que, si bien fue editado pocos meses después de su muerte, llegó a terminar en vida. Camino al hospital para la que sería su internación final, alcanzó a imprimir una copia del manuscrito y a entregársela en mano al editor Jorge Herralde. Se trata de El gaucho insufrible, un volumen que compila algunos de los relatos más acabados del autor –“El policía de las ratas”, “El viaje de Álvaro Rousselot” y “Dos cuentos católicos”– junto a un par de conferencias, cuya inclusión puede parecer algo disonante en el volumen pero que funcionan, especialmente la primera –“Literatura + enfermedad = enfermedad”, dedicada al hepatólogo Víctor Vargas–, como una suerte de testamento y despedida del autor.

En ese texto crepuscular, de una fatal cercanía, Bolaño repasa algunos aspectos de su vida y su escritura con la mirada puesta en la enfermedad mortal que lo aquejaba. El párrafo final, leído a la luz de la prolongada agonía y posterior muerte del autor, suena especialmente sobrecogedor: “Cuenta Canetti en su libro sobre Kafka que el más grande escritor del siglo XX comprendió que los dados estaban tirados y que ya nada le separaba de la escritura el día en que por primera vez escupió sangre. ¿Qué quiero decir cuando digo que ya nada le separaba de su escritura? Sinceramente, no lo sé muy bien. Supongo que quiero decir que Kafka comprendía que los viajes, el sexo y los libros son caminos que no llevan a ninguna parte, y que sin embargo son caminos por los que hay que internarse y perderse para volverse a encontrar o para encontrar algo, lo que sea, un libro, un gesto, un objeto perdido, para encontrar cualquier cosa, tal vez un método, con suerte: lo nuevo, lo que siempre ha estado allí”.

Roberto Bolaño.

Roberto Bolaño.

Foto: s/d de autor

En 2004, el mismo año en que se editó 2666, también vio la luz Entre paréntesis, una generosa compilación de escritos periodísticos, discursos y textos misceláneos, que con su irrupción editorial presentó una nueva faceta creativa, por fuera de la poesía y los textos de ficción. El centenar largo de piezas que compone el volumen, la mayoría provenientes de las colaboraciones de Bolaño con los periódicos Diari de Girona y Las Últimas Noticias, refiere mayormente a libros y autores (muchos de ellos amigos personales o que, como él, publicaban en Anagrama), y aunque presenta puntuales iluminaciones de genio –“El suicidio de Gabriel Ferrater”, “Wilcock”, “Sergio González Rodríguez bajo el huracán”, “Javier Aspurúa en su propio funeral”–, se trata de divagaciones breves en las que priman la vaguedad y, en ocasiones, el compromiso de entregar en fecha el texto. Por momentos abruma su machaconería con Julio Cortázar, al que considera el mejor escritor argentino, al tiempo que sorprenden los bruscos cambios de parecer con algunos autores: afirma que la escritura de César Aira, por ejemplo, “en su deriva neovanguardista y rousseliana (y absolutamente acrítica) la mayor parte de las veces sólo es aburrida” (en “Derivas de la pesada”), para luego sostener que “sus cuentos están entre los mejores que se escriben hoy en lengua española, sólo comparables a los del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa” (“El increíble César Aira”).

Abierta la compuerta de la catarata póstuma con la doble edición de 2004, los años siguientes fueron engrosando el catálogo con títulos desparejos, algunos de los cuales parecen haber sido compuestos con el propio raspaje del fondo de la olla. Tal es el caso de Sepulcro de vaqueros (2017), una suerte de criatura de Frankenstein que, a diferencia de El secreto del mal (2007), evidencia demasiado las costuras, por más que en el prólogo Juan Antonio Masoliver Ródenas hable de la literatura del chileno como una obra fragmentada que apunta a “la consolidación de un universo”.

De las tres novelas póstumas aparecidas luego de 2666, a saber, El Tercer Reich (2010), Los sinsabores del verdadero policía (2011) y El espíritu de la ciencia ficción (2016), más allá de las claves autobiográficas que pueden espigarse en la primera y la tercera, es la segunda de las mencionadas la más lograda desde el punto de vista estructural y argumental. Los sinsabores... permite, además, un acceso privilegiado a la cocina literaria de Bolaño, porque la materia de la que está compuesta es la misma que leuda en algunos pasajes de 2666 –reaparecen los personajes de Óscar Amalfitano y Benno von Archimboldi, por ejemplo– y su mera existencia refuerza el sentido de totalidad del conjunto de la obra, más allá de que en el prólogo el inefable Masoliver Ródenas afirme que el aporte de Bolaño a la novela moderna tiene su modelo en Rayuela, de Cortázar.

Junto con 2666, el otro título de importancia en la carrera post mortem de Roberto Bolaño es La Universidad Desconocida (2007), el volumen que, con ligeras variaciones, reproduce el mecanoscrito que el autor compuso en 1993, al poco tiempo de ser diagnosticado con la enfermedad que terminaría acabando con su vida una década después, y en el que ordenó, entre rescates y razzias, toda la poesía que había escrito desde su llegada a España en 1977. Publicado 11 años antes de Poesía reunida, el ladrillo donde se reproducen los libros de poesía editados en vida por el autor, además de diversos poemas originalmente aparecidos en revistas y volúmenes colectivos, La Universidad Desconocida termina siendo, entre todos los libros póstumos de Bolaño, el que más se acerca a su propia idea de edición original.

En “Mi carrera literaria”, el poema hasta entonces inédito, fechado en octubre de 1990, que Carolina López, la viuda del autor, transcribe en la nota introductoria de La Universidad Desconocida, Bolaño se ve “escribiendo poesía en el país de los imbéciles. / Escribiendo con mi hijo en las rodillas. / Escribiendo hasta que cae la noche / con un estruendo de los mil demonios. / Los demonios que han de llevarme al infierno, / pero escribiendo”. 20 años después de muerto, el Gladiador Póstumo en el que se convirtió Roberto Bolaño se ha empeñado en volver bajo la forma de diversos libros, ninguno a la par de la obra maestra que publicara en 1998, pero todos portadores de algún ramalazo de su particularísimo estilo, como si desde el infierno o el sitio al que sea que llegan los escritores que mueren el designio final no fuera otro que el de seguir escribiendo.