Se cumplen 30 años de la publicación de la obra que hiciera ya no famoso sino masivo al británico Eric Hobsbawm alrededor del mundo: The Age of Extremes: The short twentieth century, 1914-1991, publicada en 1994 y traducida al español como Historia del siglo XX. Si era por ahorrar palabras, el editor podría haber probado con “El siglo XX corto”, pero más allá de las disputas estéticas, la editorial tuvo sobrada visión: supo llevar a un académico conocido dentro de la ciencia social al rango de bestseller y sostenerlo luego con otras publicaciones y entrevistas.

Un marxista

Hobsbawm no es, como casi ningún académico, un solitario; tampoco fue alguien que se insertara en un grupo aleatorio de trabajo. Perteneció, en cambio, a un grupo de ideas y una “comunidad de debate” específico de la historiografía británica, que abrazó el materialismo histórico: Maurice Dobb, Christopher Hill, Rodney Hilton y Edward P Thompson, todos ellos marxistas y afiliados al Partido Comunista británico. Una comunidad de debate implica un marco teórico y una caja de herramientas común. Y todos, a su modo, supieron extraer del marxismo esa vocación teórica y ese conjunto de métodos.

El marxismo como análisis se combinó en un principio con el marxismo como militancia, aunque luego de la invasión soviética a Budapest y Praga en 1956 y 1968, respectivamente, la mayoría de historiadores comunistas dieron de baja su activismo. De ahí que hubo críticos agudos del estalinismo y el posestalinismo, que señalaron la “falaz vocación” por la paz de la URSS durante la Guerra Fría, como Thompson. Hobsbawm, que murió con el carné de afiliación al partido intacto, esbozó en cambio una mirada aterciopelada, por momentos edulcorada, sobre el estalinismo en Historia del siglo XX. Incluso, para forjarse una mirada balanceada de la Guerra Fría, habría que sumar Posguerra: una historia de Europa desde 1945, de Tony Judt, que mantuviera con Hobsbawm más de un desencuentro en el terreno de la disciplina.

Sujetos sí, microhistoria no

Como historiador marxista, Hobsbawm intentó guardar los equilibrios entre el condicionamiento de las estructuras y la acción de los sujetos. Sus investigaciones inscriben la acción social en marcos estructurales, pero en su conjunto constituyen una “historia con personas”. Personas, claro está, que forman parte de un tipo humano más general, en contextos con restricciones.

En Rebeldes primitivos trata sobre el “bandolero social” cuyos casos notorios son “Robín de los Bosques en Inglaterra, Janosik en Polonia y Eslovaquia, Diego Corrientes en Andalucía”. También se extiende sobre los “mafiosos” de la mafia siciliana, y allí nombra a varios. En Bandidos se explaya sobre tres tipos humanos: el “ladrón noble”, los “vengadores” y los “expropiadores”. En todos los casos está presente, sin embargo, la hipótesis de que el rebelde y el bandido son emergentes de una economía en transición hacia el capitalismo.

De esta manera, el autor estructuraliza personajes que, en realidad, desbordan una época específica y están presentes urbi et orbi: el Espartaco del siglo I y el Carnaval de los Romanos del siglo III —invierte las normas sociales, se libera la sexualidad y es campo propicio para orgías de sangre— forman parte de la resistencia de los dominados en una diversidad de casos. Hacia el penúltimo capítulo de Gente poco corriente escribe sobre el jazz, adentrándose en el análisis de músicos concretos: Sydney Bechet, Duke Ellington, Count Basie y la intérprete “discordante, profunda, desgarradora” Billie Holiday. Cuando analiza lo que se conoce como “swing del pueblo” o hot jazz, cuyo auge coincidió con la era de Franklin D Roosevelt, destaca el nexo entre el género musical, el nuevo aire del Fair Deal de Roosevelt y la izquierda política que “de forma deliberada y con buenos resultados sacó la música negra del gueto”.

Hobsbawm, interesado en la “historia de los de abajo”, no discurrió en la “microhistoria”, que forma parte de otra tradición en gran parte revisionista que, quizá, compagine menos con lo macro y lo meso; si bien esa historia desarrollada sobre todo por la escuela italiana de los años 70 pretende impugnar el modelo descendente de cultura dominante y rescatar la resistente cultura popular, por momentos exagera en sus alcances.

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Por caso, Carlo Ginzburg en El queso y los gusanos desarrolla una historia singular, a nivel local, aldeano, familiar y personal, que pretende dar cuenta de estructuras y procesos más generales, persistentes e invisibles, poco conocidos por provenir de los sectores bajos. Así, el historiador italiano clava su mirada en la peripecia de una persona humilde, Menocchio, juzgado por la Inquisición por negar la divinidad de Jesús y por otras creencias heréticas, explicadas por la sobrevivencia de la cultura popular pagana a través de los siglos y milenios. La hipótesis de Ginzburg, inscripta en el movimiento de microhistoria italiano, resultó en su época original. Sin embargo, entraña complejidades para el oficio historiográfico. Resulta raro que esta cultura pagana subterránea influyera a este campesino pero a ningún otro. Además, uno podrá preguntarse cómo fue que se reprodujo entre las generaciones esa cultura pagana durante tantos siglos en contextos de una cruenta cristianización. O cuáles fueron los encadenamientos históricos concretos que atravesaron el tiempo sin dejar trazas en grupos e individuos.

Ajeno a este enfoque, Hobsbawm se interesa no por una persona sino por personas que dan cuenta de tipos humanos, a veces heroicos y perdedores —los Robin Hood—, otras veces una mezcla de desamparados y rebeldes que logran un lugar en las heladas aguas del mundo material: Billie Holiday, por caso. Además, el historiador británico no habría admitido una explicación path dependent (dependiente del trayecto) como la que despliega Ginzburg: una formulación así, al menos, no está presente en ninguno de sus libros, y tampoco es frecuente en la historiografía.

Fue la Escuela de los Annales francesa la que amplió el marco marxista de la economía a la demografía y las mentalidades, y de ella son deudores los historiadores británicos, especialmente Hobsbawm. Por fin la tarea del historiador lograba escapar de una historia elitista de las ideas, ingresando en una historia de las mentalidades colectivas e incorporando la silenciosa cultura popular antes del arribo de la escuela italiana. En ese terreno, la interacción entre varias clases sociales y portadores culturales abre un mapa de mucha mayor riqueza, complejidad y valor histórico. Hobsbawm no escapa a esa influencia y lo muestra, por ejemplo, en su ensayo Ideología y movimientos campesinos, de 1977, entre otros.

Sin curso prefijado

Tercero, tanto Hobsbawm como el resto de historiadores marxistas británicos referidos amplían y enriquecen con cierta imprecisión la concepción rígida de clase social, propia de una buena parte del materialismo histórico. En Los historiadores marxistas británicos. Un análisis introductorio, Harvey J Kaye, de quien tomo esta idea, destaca un pasaje de otro miembro del grupo, Thompson: “Hemos ensanchado considerablemente el concepto de clase que los historiadores de la tradición marxista emplean comúnmente, de modo deliberado y no en virtud de ninguna ‘inocencia’ teorética, con una flexibilidad e indeterminación que desaprueban tanto el marxismo como la sociología ortodoxa”.

Como explica Kaye, el “enriquecimiento” se desliza de la idea de clase a la de lucha de clases, desplazando los estudios de cierta estática estructuralista e instalándolos en un juego relacional y procesual. Esa “imprecisión”, según entiendo, que puede aludir a muchas cosas, alude también a la contingencia en la historia humana. En efecto, en la obra de Hobsbawm no hay cursos prefijados. Entre origen y destino se interponen varias capas de acciones e interacciones humanas. Aunque las marcas del origen –de clase, de barrio, de familia, de país, de continente– modelan formas de vivir, formas de pensar y formas de morir difíciles de borrar, los sujetos insisten, resisten y se levantan con el poder que pueden.

All that jazz

Hobsbawm tuvo una experiencia personal intensa con el jazz y llegó a confesar que había sido su “primer amor”. En 1956, con 39 años, comenzó a ejercer como crítico de jazz en The New Statesman, semanario inglés de izquierda. Y lo haría por diez años con juicios letales.

Como rescata el periódico chileno La Tercera, sobre la década del 50 el historiador escribió a manera de balance: “Si bien es cierto que en los años 50 se produjo mucho más jazz en más países que en cualquier década previa, en términos artísticos la década es decepcionante. El músico de jazz más importante de la década y el que mejor lo personifica –Miles Davis– es un hombre bastante menor que quienes dominaron antaño: un Armstrong o un Parker. Es un individualista capaz de producir música hermosa y melancólica, pero técnicamente es bastante limitado”.

Y agrega: “El compositor y líder más talentoso de la época, John Lewis, del Modern Jazz Quartet, ha confinado sus grandes dones a la decoración de interiores de unos cuantos salones musicales. En comparación con las vastas mansiones que aún estaban siendo construidas y amuebladas por ese viejo león de los años 20, Duke Ellington, y de las atrevidas exploraciones tipo Bauhaus de ese pionero de la década de 1940, Thelonious Monk, las estructuras de Lewis se antojan muy endebles”.

Por último: “Los años 50 ni siquiera produjeron muchos nuevos músicos de gran estatura, un hecho subrayado por la larga lista de fallecimientos notables durante la década: Bechet, Lester Young, Billie Holiday, Tatum, Big Sid Catlett, Baby Dodds, entre los estilistas más antiguos”.