Leer rápido, elegir bien. Los segundos jueves de octubre se parecen. De mañana, enganchar el sitio del Nobel en cuanto anuncien al ganador de Literatura. Enseguida, redactar algo rápido para dar la noticia y, luego, a lo largo de la tarde, en medio de la preparación del resto de las notas de Cultura, buscar qué decir de él o ella. Si es alguien poco conocido, es todo un trabajo. Si es muy conocido, puede ser peor, porque no es fácil parecer novedoso cuando ya está todo dicho.
László Krasznahorkai cae en un lugar intermedio: no lo había leído, pero está en una zona familiar. Lo describen como un autor posmoderno; veo que es oscuro y tiene sentido del humor. Se retira la marea y queda la frase de Susan Sontag (¡Susan Sontag!): “Es el actual maestro húngaro del apocalipsis y suscita comparaciones con Gógol y Melville”. Puede ser un buen título, pienso.
Buscar entrevistas, reacciones y, si es posible, calibrar su prosa. No directamente, porque tengo una leve dificultad con el húngaro, ese idioma sin hermanos. Veo en la aplicación de Galperin que hay varios libros en español, pero hay que esperar dos semanas para que los traigan a Montevideo. Los bits bandidos viajan más rápido. Empiezo con Melancolía de la resistencia (1989), que es su segundo libro más famoso. Un circo que no es un circo, sino una organización opaca, la “ballena gigante más grande del mundo”, pero muerta (no es Moby Dick), un pueblo asustado en un régimen en decadencia, una reaccionaria que aprovecha para tomar el control, un musicólogo obsesionado con la afinación (afligido porque no puede abolir el temperamento justo).
Me gusta como empieza. En la primera página hay un tren atrasado. Traduce Adan Kovacsics: “Todo esto no sorprendía a nadie, por cuanto las circunstancias reinantes afectaban de igual manera al tráfico ferroviario que a todo lo demás: el orden de las costumbres había quedado en entredicho, el caos se expandía sin freno y destruía los hábitos diarios, el futuro era pérfidamente oscuro, el pasado, imposible de recordar, y el funcionamiento de la vida cotidiana se había vuelto hasta tal punto imprevisible que sólo se podía reaccionar con resignación, pues incluso era concebible que ya no se abriera ninguna puerta y que el trigo creciera hacia el interior de la tierra. De este deterioro disolutivo sólo se percibían los síntomas; las causas, en cambio, seguían inasibles e imponderables, de suerte que a las personas no les quedaba más remedio que abalanzarse con tenacidad sobre todo cuanto podían atrapar, como hacían en aquel momento en una estación de pueblo, asaltando las puertas del tren, difíciles de abrir por causa de la helada, con la esperanza de ocupar unos asientos normalmente escasos”.
Sigo un poco más, saltando. Esa novela tiene un párrafo por capítulo. Hay otra que me interesa mucho, pero no voy a poder vichar hoy, Guerra y guerra (1999) –sobre un hombre que pospone su suicidio hasta que termine de tipear un manuscrito bellísimo–, que tiene una frase por párrafo. “Letras. De las letras, palabras, de las palabras, algunas frases cortas; después frases más largas y en el centro, frases muy largas, así durante 35 años. Belleza en el idioma. Diversión en el infierno”, le dijo Krasznahorkai al Guardian. Inmunizado por Faulkner & Onetti, a mí no me parecen tan largas. Se me ocurre una cruza de Thomas Bernhard, el de la novela de una sola oración (Corrección), con Milan Kundera, más leve, pero, como Krasznahorkai, marcado por el socialismo a lo ruso. “No me interesa creer en algo, sino entender a quienes sí creen”, ha dicho. Apoyo, compañero.
Cuota europea
El Nobel 2025 nació en un pueblo chico, Gyula, hace 71 años, y muchas de sus novelas transcurren en lugares que se le parecen o en entornos rurales. Es el caso de Tango satánico (Sátántangó), la primera, de 1985, la que lo volvió famoso en Hungría, luego en Alemania (donde reside desde hace décadas) y finalmente en el mundo anglohablante. El título aludiría a los pasos del tango, a la mezcla de avance y retroceso, ya que algunos tramos cuentan hacia adelante y otros hacia atrás. Llamo a Verónica, comandante de atención al público de la diaria, para que me confirme si los números de capítulos coinciden con los movimientos de los bailarines. Decido quedarme con aquello del “sentimiento triste que se baila”. No es que a Krasznahorkai no le interese lo formal (otra de sus novelas está ordenada con la serie de Fibonacci), pero la historia es ciertamente deprimente. Un mesías-estafador se aprovecha de la desidia y la desconfianza que cunde entre los habitantes de una granja colectiva. El traductor al español pone “explotación”. El del inglés, “estate”. Me distraigo con la aniquiladora cita de El castillo que abre el libro. En español funciona, pero es inexacta (“Entonces prefiero equivocarme mientras espero”). La del inglés es espantosa (“En tal caso, prefiero perderme la cosa esperándola”). Ensayo la mía (“En ese caso, prefiero tener un desencuentro esperándolo”). Pierdo el tiempo. Esto no se trata de Kafka. ¿O sí? Todos centroeuropeos.
Pregunto en el Whatsapp de cine de la sección si han visto películas de Béla Tarr, el referente del “cine lento” y compinche de Krasznahorkai. Agustín vio El caballo de Turín, que parte del famoso episodio de compasión de Nietzsche con un caballo golpeado. Krasznahorkai fue el coguionista. Su libro Y Seiobo descendió a la Tierra (2008) también mezcla escritores reales y ficticios. Guilherme vio Sátántangó, adaptación de la novela, que dura siete horas y media, y escribió en Letterboxd que la historia “parece partir de una asunción del fracaso del socialismo, que también se constata en la pobreza general y la tristeza de todos”.
Quiero averiguar más sobre El barón Wenckheim vuelve a casa (2016), una novela surcada por neonazis y llena de referencias a Viktor Orbán, el mandamás húngaro, pero se me acaba el tiempo. Veo que hace poco Krasznahorkai publicó un cuento en el que un soldado ucraniano anima a un compañero moribundo contándole las maravillas que llegarán cuando acabe la guerra. Es irónico, pero está claro que no le gustan los rusos.
Me quedo pensando si será por esa postura claramente antiautoritaria que le habrán dado el premio a este escritor posmoderno, sea lo que signifique esa etiqueta tan estirada y ya casi anacrónica, y no a Thomas Pynchon, el mayor de los posmodernos, que ya tiene 88 años. El Nobel es para escritores vivos. La Academia Sueca oficialmente dijo que la de Krasznahorkai es una obra “fascinante y visionaria que, en medio del terror apocalíptico, reafirma el poder del arte”, y que el autor “mira hacia Oriente con un tono más contemplativo y refinado”, tras sus viajes a China y Japón, presente sobre todo en su no-ficción. Por lo que venía pasando en años anteriores, esta vez tocaba un varón blanco, dicen. Ojalá que los distintos comités del Nobel no estén comunicados y hayan dejado afuera a Pynchon porque va a haber otro premiado estadounidense. “Noruega se prepara por si Trump no gana el Nobel de la Paz”, dice un titular en otra ventana un segundo antes de que golpee el punto final.