Recuerda que lloró cuando descubrió la distancia, y recuerda que una mañana ocurrió el descubrimiento de la sombra. Esa frase, tan chiquita, tan corta, era el final de un párrafo de un cuento de Las palabras andantes que elegí tener siempre a mano, como el número de cédula o un abrazo cuando se precisa.
Las palabras andantes fue el primer libro grueso que leí, todavía en etapa escolar y, quizás sin saberlo entonces, el que me aproximó a llevar los ojos a cuestas, como un trípode, para después intentar que una frase, similar a una escena, resuma algo más que un punto de vista.
Más tarde, El fútbol a sol y sombra me convirtió en una testigo en la tribuna, desde donde vi a Abdón Porte caminar hacia el centro de la cancha para pegarse un tiro en el corazón que le sobraba.
Luego vinieron los tiempos de crecer, de otras lecturas, de otras formas de contar; los tiempos en que leer a Galeano había pasado de moda, porque ya sabemos cómo somos cuando sospechamos que los artistas comienzan a vivir de regalías. Y también porque su figura, poco a poco, empezó a volverse más pública que literaria, más ligada a sus adhesiones que a las inquietudes que despertaban sus textos.
Después llegué a Las venas abiertas de América Latina, al que abandoné no por privarme de encontrar en él la capacidad de observación y las acrobacias retóricas del autor, ni por su criticada falta de rigor académico –que él mismo reconocería años después–, sino porque no me convencían sus ademanes impositivos.
En definitiva, el mejor lado de su oficio fue cuando no quiso convencerme de nada y sí, solapadamente, contagiar un impulso de reinventar la realidad para poder contarla.
El día que murió, hace diez años, pensé en aquel poema de Miguel Hernández que también tengo siempre a mano. Se había muerto un escritor, y era día de llantos en mi reino.