La única forma de curar la peor fiebre planetaria en más de 100.000 años es con una política planetaria de enfriamiento. Eso significa que los pueblos del mundo deben buscar juntos, trabajar juntos y pagar juntos los tratamientos de urgencia. Pero primero debemos derrotar a las fuerzas nacionalistas y capitalistas que pretenden dividirnos, debilitarnos y distraernos.

Esta realidad se ha hecho más evidente y urgente en el último mes, con signos cada vez más alarmantes de colapso climático –desde la Amazonia hasta la Antártida– y tácticas dilatorias cada vez más extremas por parte de los principales responsables.

Aunque están surgiendo nuevas ideas positivas, como la sugerencia del gobierno brasileño de Lula de aplicar un impuesto mundial a los multimillonarios, la mayoría de los que detentan el poder en el planeta prefieren confiar en “soluciones” de mercado fallidas, como los créditos de carbono, a pesar de las crecientes dudas sobre su eficacia. Y mientras tanto, el tiempo se acaba.

El domingo 21 de julio, la temperatura media mundial del aire en superficie alcanzó un máximo histórico de 17,09 grados Celsius, según el Servicio de Cambio Climático del programa europeo Copernicus, que dispone de datos que se remontan a 1940. Los analistas del clima estiman que fue el día más caluroso del mundo en 120.000 años. Al día siguiente, lunes, se volvió a batir el récord.

Esta marca se alcanzó tras 13 récords consecutivos de calor mundial y al menos 19 récords nacionales. En ocasiones, los nuevos picos han superado tanto las expectativas que los científicos han admitido que sus modelos informáticos no dan cuenta plenamente de lo que está ocurriendo. “No tenemos una explicación cuantitativa ni siquiera para la mitad. Es humillante”, afirmó Gavin Schmidt, científico británico y director del Instituto Goddard de Estudios Espaciales de la NASA en Nueva York.

No cabe duda de que la quema de árboles, gas, petróleo y carbón es la principal culpable. Pero cada vez preocupa más que otros factores estén empezando a influir y a acelerar la tendencia del planeta a calentarse.

El primero es la destrucción de bosques, humedales y otros paisajes naturales que normalmente actúan como amortiguadores del cambio climático, porque absorben dióxido de carbono del aire. En una conferencia celebrada en Brasil el mes pasado, un grupo de científicos presentó las conclusiones preliminares de un estudio según el cual estos sumideros de carbono el año pasado sólo absorbieron entre 1.500 y 2.600 millones de toneladas métricas de CO2, menos de un tercio de la cantidad de 2022. Esta drástica reducción se debería principalmente a la sequía en la Amazonia y a los incendios forestales en Canadá y Siberia, según los autores.

El segundo es el debilitamiento de la capacidad de la Tierra de reflejar los rayos solares –y el calor– hacia el espacio. Este trabajo de enfriamiento lo realiza en parte el hielo blanco de los polos norte y sur. Pero este se está deshaciendo con el calentamiento global. Recientemente, la temperatura en una parte de la Antártida llegó a ser 24 grados centígrados más alta que la media para la época del año, el invierno austral, lo que se ha sumado a un deshielo prolongado. El 29 de julio, la extensión total del hielo marino se situaba en un mínimo histórico para la fecha y casi cuatro millones de kilómetros cuadrados –una superficie mayor que la India– por debajo de la media de 1981-2010.

Por si esto fuera poco, la circulación de las corrientes oceánicas, que empujan las aguas frías por todo el planeta, también está a punto de colapsar por la alteración del clima provocada por los humanos. Un nuevo estudio preliminar indica que, si se mantienen las tendencias actuales, la circulación de vuelco meridional del Atlántico (AMOC, por sus siglas en inglés), que es una de las mayores, podría fallar a mediados de siglo, lo que tendría consecuencias catastróficas para gran parte del mundo.

Un impuesto mundial a los superricos, a los petroestados o a los grandes emisores sería más justo, menos propenso al ecoblanqueo y a los trucos contables, y potencialmente más eficaz sobre el terreno.

Para tener alguna posibilidad de detener estos horrores, la humanidad –en particular los ricos y poderosos, principales responsables de esta calamidad– necesita cambiar radicalmente de rumbo. En lugar de deteriorar el sistema que es el sostén vital del planeta, tenemos que fortalecerlo. Para ello, hay que proteger y expandir los bosques, reducir las emisiones de carbono, invertir en energías limpias, reconocer que los pueblos indígenas y tradicionales mantienen la salud del planeta mejor que nadie. Eso requiere un cambio de prioridades políticas y monetarias que apenas ha empezado a producirse.

En el último mes se han dado algunos pequeños pasos alentadores en esta dirección, sobre todo en el debate sobre financiación. Brasil ha propuesto que se aplique un impuesto del 2% a las fortunas de los superricos. Este gravamen mundial sobre quienes posean activos por valor de más de 1.000 millones de dólares podría reportar 250.000 millones al año para hacer frente a la crisis climática y combatir la pobreza y la desigualdad.

Este plan, que cuenta con el apoyo de Sudáfrica, Alemania y España, se presentará en una cumbre de líderes de las 20 mayores economías del mundo que se celebrará en Río de Janeiro en noviembre.

Tiene mucho sentido. El impuesto sólo afectaría a un número ínfimo de personas, que han contaminado más que nadie y se han beneficiado enormemente en los últimos años. Como han señalado los comentaristas, de media los multimillonarios consumen un millón de veces más dióxido de carbono que el ciudadano medio del 90% más pobre. La fortuna colectiva de los multimillonarios aumentó en 2.700 millones de dólares al día en los dos años posteriores a la pandemia. Mientras tanto, el planeta se calentaba y muchos pobres se empobrecían todavía más.

El dinero contribuiría a estabilizar el clima, proteger la naturaleza y apoyar a los más vulnerables. Podría destinarse a pagar la compensación por pérdidas y daños que los países ricos prometieron en la COP28, que se celebró en Dubái el año pasado. También es probable que fuera una disposición popular: según una encuesta realizada en 21 países, la gran mayoría (68%) está a favor de un impuesto a los superricos.

Pero esta medida se topará con una poderosa oposición. El secretario del Tesoro de Estados Unidos ya la ha descartado, aunque no es ninguna sorpresa: el país tiene la mayoría de los multimillonarios del mundo y es el mayor productor de combustibles fósiles. Wall Street se opondrá al plan de Brasil y lo más probable es que también lo hagan Elon Musk y gran parte de Silicon Valley.

Un impuesto mundial a los superricos, a los petroestados o a los grandes emisores sería más justo, menos propenso al ecoblanqueo y a los trucos contables, y potencialmente más eficaz sobre el terreno. Pero también debería hacer frente a la obstrucción de los oligarcas del gas de la Rusia de Vladimir Putin, los jeques y emires de los estados ricos en petróleo de Oriente Medio y los grandes terratenientes de Brasil. Superarlos es la clave de la salud planetaria.

Una versión más extensa de este artículo se publicó originalmente en Sumaúma.