El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha hecho de la comunicación una de sus principales armas para orientar y definir la agenda de su gobierno. Ha logrado esto consolidando un accionar comunicacional, tanto el suyo como el de la Casa Blanca, en la lógica de las redes sociales, para lo que por momentos opera como un influencer. Incluso, a tono con el creciente personalismo político de nuestros tiempos, la imagen del mandatario se construye por delante de la institucionalidad, de partidos y de entes estatales.

De acuerdo con el Digital News Report 2024, publicado por el Instituto Reuters, el 54% de los estadounidenses se informa por intermedio de plataformas como Facebook, Youtube o X. La mitad de los encuestados dijo informarse en la actualidad por intermedio de la televisión, lo que representa una caída relevante en comparación con el 75% que lo hacía en 2013. Además, el 14% se informa hoy por intermedio de periódicos, mientras que en 2013 la cifra llegaba al 47%. Esto muestra el cambio en la forma de consumo de noticias en el país norteamericano.

Las redes sociales basan parte de su operativa en una simplificación y reducción de las emociones. Trump no es ajeno a esta dinámica. Ya sea en su desempeño en redes sociales como fuera de él, una de las grandes características de la comunicación del mandatario estadounidense es, justamente, la sobresimplificación de los mensajes.

Lo simple aquí debe entenderse en un marco negativo (por eso el prefijo sobre), más asociado a la banalización, a la reducción e incluso a la estupidización. Por ejemplo, Trump maneja acciones comunicacionales enfocadas en una dicotomía absoluta cuyo principal atributo es lo evidente, lo obvio, donde él es el bueno y los demás los malos; él siempre está en lo cierto, mientras que los demás están equivocados; él sabe de todo, al tiempo que sus oponentes no saben nada.

El 1° de junio publicó en su cuenta de Instagram (@realdonaldtrump) una imagen en la que se lee: “Trump was right about everything” (Trump tenía razón en todo). El 9 de abril, cuando empezó con la imposición de tarifas, la Casa Blanca publicó en su cuenta de Instagram (@whitehouse) una imagen que decía: “NEW TRUTH FROM PRESIDENT TRUMP” (Una nueva verdad del presidente Trump), en un posteo que hacía referencia a China. Además, en relación con las manifestaciones y enfrentamientos en Los Ángeles por las deportaciones masivas, la Casa Blanca publicó el 10 de junio en Instagram una imagen de una columna de opinión de un periodista cuyo título era “President Trump Is the Only One Restoring Order in Los Angeles” (El presidente Trump es el único que está restaurando el orden en Los Ángeles).

Esta noción en torno a la verdad como elemento distintivo de los atributos del mandatario se ampara en una retórica que busca construir una imagen de sentido común. De hecho, en su asunción el 20 de enero, Trump prometió realizar una revolución del sentido común y restaurar de manera completa a Estados Unidos. También en esa instancia dijo, en alusión al intento de asesinato del que fue víctima en 2024, que fue “salvado por Dios para hacer América grande de nuevo”.

La necesidad de recurrir a la verdad también tiene que ver con establecer un control de la narrativa en marcos simplistas. No es ajeno a nadie que vivimos en un mundo que está profundamente afectado por una crisis de la verdad, donde no hay una vinculación general que establezca una narrativa clara y donde los relatos pululan de un lado a otro colisionando entre sí. Por eso, figuras del estilo de Trump utilizan simplificaciones para comunicar, acaparando no sólo el concepto de la verdad, sino también el de la libertad (dos términos, por otra parte, bastante más complejos que lo que estos políticos pretenden mostrar).

Siempre se está operando alrededor de la idea de invasión: a Estados Unidos lo invade China; a algunos países de Europa, los inmigrantes; a Argentina, la casta política. Se construye, en esencia, miedo, pero también limpieza, purificación.

Todas estas nociones están relacionadas con una lógica de lo evidente, de aquello que es obvio que debe hacerse. Y, claro, con la generación de un peligro latente, de que si no se resuelve el conflicto la derrota será inminente. Por eso siempre se está operando alrededor de la idea de invasión: a Estados Unidos lo invade China; a algunos países de Europa, los inmigrantes; a Argentina, la casta política. Se construye, en esencia, miedo, pero también limpieza, purificación.

Por otra parte, la operativa comunicacional de Trump se basa en el algoritmo y en la utilización de las efemérides para generar contenido, por lo que su capacidad de agenda no se reduce solamente a su accionar concreto como presidente, sino que se expande más allá. El 27 de marzo la Casa Blanca publicó una imagen de una inmigrante siendo detenida por el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), con el estilo visual del estudio de animación japonés Studio Ghibli, en el momento en que esa práctica era tendencia en internet.

Además, cuando se estaba eligiendo al papa, tras la muerte de Francisco, Trump publicó el 3 de mayo una imagen suya vestido de pontífice. Sólo un día después, en ocasión del 4 de mayo, día en el que los fanáticos de Star Wars celebran la saga, la Casa Blanca publicó una imagen del presidente con un sable láser en la mano, típica arma que usan los personajes en la historia creada por George Lucas.

En todo este accionar de sobresimplificación también hay una suerte de bufonería, de humor en clave meme. El 18 de abril, la Casa Blanca publicó una foto de Trump con el actor Vince Vaughn. La imagen se presentó como si fuera el póster de una película y decía White House Crashers, en alusión al largometraje Wedding Crashers, en el que actuó Vaughn. Así, todo se vuelve meme, se memefica (si me permiten la creación de la palabra).

El meme también opera en la lógica de lo simple, porque de hecho no tiene ninguna complejidad. Un meme lo puede hacer cualquiera y puede ser cualquier cosa. No necesita un gran diseño ni hacer alardes de una estética refinada. Su centralidad se encuentra en la imagen, que tiene una codificación totalmente diferente al texto porque condensa y reduce más que este.

El hecho de que el meme sea exitoso tiene que ver no sólo con una representación del humor, fuertemente amparada en la condescendencia a la situación de nuestros tiempos mediante el sarcasmo o la ironía, sino sobre todo porque su tiempo de atención es corto. El meme no le pide mucho al usuario-consumidor y le permite seguir scrolleando fácilmente, lo que refleja un síntoma de una comunicación cada vez más fragmentada y acelerada. Y juega su rol político, claro, porque hay códigos de lectura y producción de información en el meme que responden a la nueva forma de consumo de noticias.

Esta hiperfragmentación, de la que el meme forma parte, es un problema porque en definitiva los diferentes grupos sociales, o cada persona por su cuenta, va en búsqueda de aquella información que ingrese en su marco de creencias, amparado en un algoritmo que define qué y cómo se consume en las redes sociales.

Obviamente, detrás de la comunicación de Trump hay acciones concretas; es decir, su estilo comunicacional está amparado por todo un repertorio de políticas específicas. Un ejemplo de ello es la One, Big, Beautiful Bill, como el presidente estadounidense llama a uno de sus más importantes proyectos de ley que, según el mandatario, permite continuar con las deportaciones masivas y aumentar el personal de la patrulla fronteriza y del ICE, entre otras varias cuestiones. A nivel narrativo no se llama ley de urgente consideración o una ley en cuyo nombre se define el marco en el que actuará. Por el contrario, la ley es única, es grande, es hermosa. Es simplista con reforzamiento emocional, positivo y hasta humorístico, e ingresa en el contexto del amplio espectro comunicacional del influencer Trump, donde mucho deviene en meme.

En definitiva, la comunicación de Trump no es simplemente una característica más de su figura política, sino que es central en toda la dinámica de toma de acciones del mandatario, e impacta en lo que sucede a nivel local e internacional.

Martín Aguirregaray es politólogo.