Un hecho político inédito sacudió a Chile en medio de un clima regional dominado por el avance de las extremas derechas, la crispación y el vaciamiento programático. El 26 de julio de 2025, la Junta Nacional de la Democracia Cristiana (DC) decidió respaldar a Jeannette Jara –exministra del gobierno de Gabriel Boric Font y militante comunista– como candidata presidencial de un amplio frente progresista. Con el 63% de los votos a favor, la DC chilena aprobó este sorpresivo pacto con el Partido Comunista (PC), marcando un giro histórico y, a la vez, un acto de realismo político en defensa de un proyecto común.
La imagen de ese acuerdo hubiera parecido impensable en décadas pasadas. La DC, nacida al calor de la Guerra Fría, fue durante gran parte del siglo XX un dique frente al marxismo. La imagen de una izquierda unida –que integra desde el PC hasta la DC, pasando por socialistas, frenteamplistas y liberales– busca proyectar un mensaje potente de frente común para frenar a la extrema derecha. ¿Qué explica este giro? En parte, la amenaza de una ultraderecha que crece en las encuestas. Pero también hay un reconocimiento de que, ante ese escenario, es necesario volver al diálogo entre tradiciones que comparten valores democráticos. En palabras del diputado democratacristiano Eric Aedo, “nos la jugamos por volver al abrazo entre el centro y la izquierda”.
El fenómeno Jara: liderazgo, biografía y oportunidad
La figura de Jeannette Jara ayuda a entender esta apuesta. Abogada de 51 años, hija de una auxiliar de enfermería y un mecánico, primera profesional de su familia, Jara proyecta una imagen empática, austera y de esfuerzo. Su recorrido combina identidad militante con experiencia estatal. Fue subsecretaria de Previsión Social durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet y ministra del Trabajo del actual presidente Boric, lugar desde el que encabezó la discutida reforma de pensiones.
En las primarias presidenciales de Unidad por Chile arrasó con casi el 60% de los votos, imponiéndose a figuras como Carolina Tohá (Partido por la Democracia) y varios postulantes del Frente Amplio. Su victoria fue interpretada como un realineamiento del progresismo chileno: por primera vez desde 1990, una militante comunista no sólo lidera, sino que unifica. Su relato se enfoca más en su biografía que en etiquetas ideológicas. Frente al desgaste del eje izquierda-centro y al declive de la vieja Concertación, Jara ofrece algo distinto: una voz firme con base popular, que combina reformas sociales y estabilidad institucional. Su candidatura habilita, además, alianzas inéditas como la que acaba de sellar con la DC.
Fractura interna: entre pragmatismo y principios
La decisión de apoyar a Jara no fue unánime ni indolora para la DC. La votación dividida (63% a favor, 37% en contra) desató un sismo partidario. El presidente, Alberto Undurraga, renunció de inmediato, calificando el acuerdo de “un error estratégico” que “izquierdiza nuestra propuesta” y aleja al electorado de centro. Voces históricas como Carolina Goic fueron más tajantes: “Se transaron cupos parlamentarios por principios”, denunció, y agregó que la DC “ya no se reconoce a sí misma”.
Del otro lado, la mayoría interna defendió la decisión como un acto de responsabilidad progresista. El senador Francisco Huenchumilla, presidente interino, fue claro: “El anticomunismo ya no es tema en Chile”. En su visión, la única amenaza real es la ultraderecha, y frente a eso la unidad no es una opción, es una necesidad. También reconoció con crudeza la motivación estructural: en un sistema que castiga la fragmentación, la DC necesita alianzas para seguir existiendo como partido con representación parlamentaria. De lo contrario, su extinción institucional sería probable.
Una vieja utopía que vuelve, adaptada
Este pacto reactiva una memoria política que parecía clausurada. En 1970, Radomiro Tomic, líder del ala progresista de la DC, abogó por una alianza con la izquierda como base de una “revolución en libertad”. Aunque su propuesta fue derrotada, y aunque la historia derivó hacia el quiebre institucional, su intento dejó una huella: demócrata-cristianos y marxistas podían encontrar puntos comunes si lo que estaba en juego era el destino del país.
Frente al desgaste del eje izquierda-centro en Chile y al declive de la vieja Concertación, Jara ofrece algo distinto: una voz firme con base popular, que combina reformas sociales y estabilidad institucional.
Hoy, el pacto DC-PC no es fundacional, sino defensivo. La DC no llega como fuerza hegemónica, sino como actor en riesgo. No lidera una revolución, sino que intenta sobrevivir en un sistema hostil. La “unidad del pueblo” que invocaba Tomic revive hoy como una necesidad, no como una utopía: un tomicismo de urgencia. Pero su vigencia como idea –esa que propone anteponer el bien común a las fronteras doctrinarias– es, tal vez, más necesaria que nunca.
Ecos uruguayos: Terra y la lección del Frente Amplio
La historia latinoamericana ofrece otra referencia elocuente. En Uruguay, la Democracia Cristiana de Juan Pablo Terra no sólo defendió la alianza con la izquierda: fue cofundadora del Frente Amplio en 1971. Terra ofreció su partido y su lema para construir una coalición entre comunistas, socialistas, excolorados progresistas y movimientos ciudadanos. Lo hizo sin renunciar a su identidad, pero entendiendo que los desafíos estructurales requerían unidad amplia y sostenida.
A diferencia de Chile, donde la convergencia demoró medio siglo, Uruguay la concretó desde el inicio. Y esa apuesta fue longeva: sobrevivió a la dictadura, al exilio y a múltiples crisis, sin disolverse en el pragmatismo puro. El legado de Terra es claro: las ideas importan más que las etiquetas. Y cuando los partidos se animan a dialogar desde convicciones profundas, la política gana sentido.
¿Giro táctico o inicio de otro tiempo?
Este abrazo improbable entre la DC y el PC reintroduce algo elemental: la posibilidad de actuar desde ideas.
No todo está asegurado. El pacto puede naufragar si no logra sostenerse en campaña. La derecha no dará tregua. El escepticismo ciudadano puede crecer. Pero incluso así, este movimiento deja algo plantado: que centro e izquierda pueden reencontrarse, sin renunciar a sus historias, si hay un compromiso común con la democracia, los derechos y el porvenir.
La experiencia chilena, como la uruguaya medio siglo atrás, pone a prueba nuestra disposición a creer en la política como campo de sentido. No como táctica vacía, sino como apuesta por el bien común. Por eso este pacto no debe medirse sólo por sus efectos inmediatos, sino por su capacidad de abrir un nuevo ciclo de cooperación democrática entre tradiciones distintas. Un ciclo que recupere el valor de las ideas en medio del ruido.
¿Será este el primer síntoma de una nueva etapa en la política progresista, donde las ideas y los derechos vuelvan a estar en el centro? ¿O apenas una tregua momentánea antes de la próxima batalla por los sentidos? Las respuestas, como siempre, dependerán de lo que hagan –y sostengan– sus protagonistas. Pero lo que ya hicieron merece, al menos, atención y respeto. Porque no todos los días los partidos se animan a hacer historia, cuando podrían seguir sobreviviendo en piloto automático.
Leopoldo Font es docente en la Universidad de la República y en la Universidad Claeh y consultor internacional en planificación estratégica y en evaluación. En 1988 fue observador del plebiscito chileno por la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay, vivió en Chile durante 1989, donde estudió planificación y participó en las elecciones que pusieron fin a la dictadura de Augusto Pinochet.