Ahora los que combatían a los guerrilleros deben combatir al feminismo. Eso decía hace unas semanas Cecilia Pando, una activista que defiende a los militares presos en Argentina, al referirse con admiración a Agustín Laje, el autor de El libro negro de la nueva izquierda. El comentario me quedó resonando. ¿Cómo alguien puede pensar esto? Hay ríos de tinta que hablan del carácter machista de aquellos guerrilleros. Las feministas indican que la generación de los 60 no incorporó el tema de los derechos de las mujeres. Algunas llegan a decir que no hay diferencia entre izquierda y derecha en relación con los temas de género.
Sin embargo, la opinión de Pando no es algo aislado. El abrumador resultado de Jair Bolsonaro en la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil y su triunfo definitivo en la segunda vuelta encarnan una sensibilidad similar, en la que el mal se condensa en la izquierda del pasado y los movimientos sociales del presente (diversidad, ambientalismo, indigenismo, movimientos afro). Todo eso es lo que hay que erradicar de una manera bastante explícita. Como dijo Bolsonaro en su sutil manera: la dictadura torturó mucho pero mató poco.
Rápidamente se ha intentado evaluar el ascenso de estos movimientos de extrema derecha –que tienen su expresión más exitosa en Bolsonaro– a través del fracaso del pasado. Muchos insisten en el fracaso de la ola progresista como explicación. Los casos de corrupción sistemática, que en Brasil alcanzaron niveles escandalosos, son uno de los asuntos que aparecen reiteradamente. Algunos análisis más a la izquierda han planteado que el problema de dichos gobiernos fue el abandono de algunos de sus planteos históricos y su tendencia a la desmovilización de sus bases sociales. Otros han hablado de una crisis de representación más general, que no sólo afecta a los partidos de la centroizquierda sino al conjunto de los sistemas de partidos. En Brasil esto resulta bastante evidente: los partidos de centro y de derecha que tradicionalmente habían estado en la política brasileña votaron mucho peor incluso que el Partido de los Trabajadores (PT).
Sin duda, todos estos asuntos están en juego para explicar el liderazgo oportunista de este tipo de movimientos. Es cierto que no todos los votantes son fascistas, que hay mucho desencanto y frustración, que también está el deseo de la mejora en la seguridad y que todo esto se canaliza en alguien que se representa como un outsider (aunque realmente no lo sea). Sin embargo, esto no explica todo. ¿Qué tienen que ver la condena a la homosexualidad o al feminismo, las ideas racistas de fines del siglo XIX acerca de negros e indígenas que hoy son retomadas, la reivindicación del asesinato a opositores políticos y líderes sociales o la idea de que el delito debe ser combatido asesinando delincuentes con la lucha contra la corrupción en democracia? La causalidad no parece evidente; sin embargo, varios la han dado como un hecho.
Lo que es evidente es un renacer de ciertas ideas conservadoras, que en Brasil han adquirido un carácter muy radical. Para entender el porqué de la virulencia de esta reacción conservadora no está de más recordar que Brasil fue uno de los últimos países en abandonar el régimen monárquico y el esclavismo en el siglo XIX, que la ampliación de la ciudadanía política y social durante el siglo XX estuvo plagada de obstáculos, y que los militares, luego de la última dictadura, prácticamente no sufrieron ninguna condena judicial.
Aún necesitamos tiempo para comprender lo que está pasando. Entre otras cosas, el liderazgo inédito de una persona que explicita los niveles de violencia represiva antes de ejecutarla. Pero parece necesario entender que algunas de las explicaciones de esta reacción también pueden tener más que ver con los logros que con los errores de la ola progresista. Más con lo que se hizo bien que con lo que se hizo mal. Es que efectivamente hubo ciertos cambios a nivel social que han tocado nervios profundos de los órdenes conservadores de las sociedades latinoamericanas y que hoy están generando resistencias. Los progresismos desarrollaron moderados programas sociales, con el aval de los organismos internacionales, que buscaron reducir la pobreza e impulsaron el gasto social y educativo. En algunos países también ayudaron, o al menos estuvieron abiertos al diálogo, con los movimientos de la diversidad. Por último, intentaron otorgar ciudadanía real a grupos étnicos que resultaban discriminados. Han surgido críticos que enfatizaron los limites de estas políticas por su moderación y su limitado alcance. Pero también han surgido aquellos que, escandalizados, percibieron esos cambios como una revolución radical.
Lamentablemente, estas voces, amplificadas por varios medios de comunicación, han sido las que han tenido más impacto. Los planes sociales han estado en la picota y fueron denunciados como corruptores de la moral de los pobres y de la cultura del trabajo. Los derechos de los homosexuales y de las mujeres han sido conceptualizados como una perversa “ideología de género” que apunta a destruir a la familia. Y los antiguos prejuicios raciales y la violencia contra los indígenas y los negros han renacido con total vigor. Los valores políticos y las emociones que sustentan estas críticas no tienen nada de nuevo. Aunque de maneras muy poco articuladas, estas críticas se sustentan en los principios más básicos del pensamiento conservador del siglo XX. La idea es que todo cuestionamiento o intento de revertir cierta forma de desigualdad es un intento de cuestionar un supuesto orden natural jerárquico y armónico que no debe ser desafiado por ninguna forma de conflicto social. Tanto en el siglo XX como hoy, varios de estos conservadores consideran legítima la violencia autoritaria como respuesta a cualquier interpelación igualitarista del orden social.
Aquel clima optimista de los 90 del siglo pasado, aquel del “fin de la historia”, parece habernos hecho olvidar incluso a los progresismos y a las izquierdas algunos asuntos básicos de los procesos históricos de la modernidad. Uno de ellos es el concepto de contrarrevolución, que se remonta a los comienzos del siglo XIX. Todo proceso de cambio desencadena resistencias, que son diversas. Algunas están vinculadas a las elites, otras a los sectores populares. No se trata sólo de los privilegiados, sino de aquellos que se han adecuado al orden social establecido, consideran que su lugar en la jerarquía social es correcto y atacan duramente a quienes intentan cuestionarlo.
En un libro clásico, El miedo a la libertad (1941), sobre la antesala del nazismo, Erich Fromm señalaba la incertidumbre y angustia que genera la libertad y cómo el autoritarismo era una respuesta a esa inquietud. Hanna Arendt abordaba asuntos similares en su descripción del hombre masa en Los orígenes del totalitarismo (1951). Los fascismos supieron utilizar estas incertidumbres. Las dictaduras conosureñas también contaron con consensos importantes, sostenidos en el estigma de aquellos que, de alguna manera, cuestionaron el orden social durante los 60 y los 70. Algunos historiadores conosureños hemos intentado poner una atención particular en los apoyos sociales que tuvieron las dictaduras, que remiten a sensibilidades sociales que hoy vuelven a emerger con particular virulencia. Varios de estos movimientos de extrema derecha que se están construyendo abrevan en los viejos estigmas del anticomunismo de la Guerra Fría, y en los nuevos, asociados a los movimientos sociales que han surgido en las últimas décadas.
Además de las personas comunes, hay sectores de elite que promueven, explotan y aprovechan estas circunstancias. En Brasil, hace tiempo que las bancadas de las tres B (Biblia, buey y bala) –evangelistas, sectores del agronegocio y aquellos que están a favor de que la población civil se arme– promueven estos escenarios polarizados. Además, en los últimos años, sectores militares y los “mercados” comenzaron a ver este escenario como una oportunidad.
El futuro de esta extrema derecha está por dirimirse en Brasil y en la región. La importancia de Brasil en el continente no resulta menor. No está de más recordar que el golpe de Estado que tuvo lugar en ese país en 1964 instaló un ciclo de dictaduras militares, y que el PT tal vez haya sido la referencia más importante y más consensuada entre los gobiernos “progresistas” de la región. El futuro dependerá, entre otras cosas, de las maneras en que las fuerzas que se conciben como democráticas logren articularse. No se trata de suspender los conflictos entre liberales democráticos, centristas, progresistas, populistas, izquierdistas, autonomistas, feministas, ambientalistas, cristianos y todos los posibles ismos democráticos, sino de reconocer también los aspectos que los unen en el respeto a los derechos individuales y al admitir el conflicto en una sociedad democrática. Dicha tarea no resulta fácil y evidente. Pero los masivos y plurales movimientos antidictatoriales de los 80, así como los primeros momentos del giro progresista, muestran que es posible desarrollar amplios movimientos que contribuyan al bienestar y a una vida más libre y democrática. Para eso es imprescindible construir una idea de futuro común en la que varios puedan encontrarse.
Nunca está de más recordar que el ascenso del nazismo estuvo marcado por fuertes conflictos entre las izquierdas socialdemócrata y comunista en Alemania, o que en los escenarios previos a las dictaduras conosureñas las acusaciones y el sectarismo primaron entre los grupos de izquierda y de centro. Los que no hicieron caso a esas distinciones fueron los represores. Como pone en evidencia el Plan Cóndor, demócratas liberales, cristianos, populistas, socialistas, guerrilleros, militares demócratas: todos fueron parte de la masacre que Bolsonaro reivindica. Frenar esta reacción implica entender que este tipo de movimientos vienen por todo y que contenerlos es lo único que habilita nuevos horizontes de transformación en la región.
Aldo Marchesi es historiador.