“Los vientos del mundo han cruzado el umbral y han volcado el orden del alma”. Leonard Cohen, “Futuro”
Hace pocos días, Lula lanzó una frase que nos interpela en relación con la coyuntura electoral en Brasil: la cosa es entre civilización y barbarie.
En el Río de la Plata, si nos paramos en los debates historiográficos, esta frase puede llevarnos hacia otros puertos; por tanto, no relaciono esta interpelación que nos propone Lula con la dicotomía propuesta por Domingo Faustino Sarmiento, desarrollada fundamentalmente en su libro Facundo. Esto claramente no se emparenta con las luchas que enfrentaron a caudillos con doctores, o al campo con la ciudad.
El mundo parece crujir no sólo por los impactos ecológicos que provoca el modelo de desarrollo extractivo y consumista hegemónico en estos días, sino también por los procesos culturales que comienzan a instalarse como un sentido común en la orbe global.
Volviendo a Brasil, el candidato que ayer se ubicó en primer lugar nos retrotrae a Adolf Hitler y Benito Mussolini, con menos carisma y consistencia teórica, pero expresa la xenofobia, el racismo y el autoritarismo. Lamentablemente Brasil no tiene la exclusividad: el avance de la extrema derecha se puede constatar en varios países del mundo: en Italia tiene la mayoría del gobierno, y crece en Alemania, Austria, Hungría, Francia y hasta en Suecia.
Con la caída del muro de Berlín, se desmoronó el considerado socialismo realmente existente y la guerra fría que pautó el mundo de posguerra llegó a su fin. Todo parecía augurar que la democracia y el Estado de bienestar, sin duda su mejor complemento, se expandirían y consolidarían en buena parte del mundo. Pero, ya entrado el siglo XXI, la cosa no parece ir en esa dirección. Las democracias retroceden o se convierten en democracias de baja intensidad y los sueños de paz e igualdad se desmoronan. Los estados se tornan cada vez más ineficientes para dar respuesta a las demandas crecientes de la sociedad. Las posibilidades de decisión muchas veces ya no están en estos, sino en gigantescas corporaciones de dimensiones globales. Las ganancias, el lucro, la competencia exacerbada y el consumismo irracional se consolidan como los valores imperantes en la sociedad.
En su último libro, 21 lecciones para el siglo XXI, Yuval Harari nos interpela: considera que los impactos de los cambios científicos y tecnológicos transformarían a las clases trabajadoras en irrelevantes; los trabajadores saben muy bien cómo enfrentarse a la explotación, pero el desafío ahora es cómo enfrentarse a la irrelevancia.
La Comisión Económica para América Latina (CEPAL) dice en estudios recientes que tres de cada cuatro latinoamericanos tienen escasa confianza en sus gobiernos. Como explicación de este fenómeno, menciona que 80% de los ciudadanos creen que la corrupción está extendida en las instituciones públicas. La desconfianza ciudadana crece y está llevando a una desconexión entre sociedad e instituciones públicas, lo que pone en riesgo la cohesión social y debilita el contrato social.
El estudio de CEPAL Perspectivas económicas de América Latina 2018. Repensando las instituciones para el desarrollo plantea que es necesario reconectar a las instituciones con los ciudadanos, respondiendo de mejor manera a sus demandas y aspiraciones, para fortalecer un modelo de crecimiento inclusivo y sostenible en América Latina y el Caribe. La región debe avanzar hacia instituciones más confiables, capaces, abiertas e innovadoras para continuar por una senda de mayor desarrollo inclusivo.
Por otro lado, también pone el foco en la expansión de la clase media, uno de los fenómenos más trascendentes de los últimos 20 años. La clase media consolidada pasó de 21% en 2001 a 34,5% en 2015. Si analizamos nuestro país, este proceso es mucho más impactante: en 2000, la clase media en Uruguay (vulnerable y consolidada) representaba 60% de los hogares; en 2012, 80%, del cual 60,1% representa a la clase media consolidada y 19,9%, a la vulnerable. Esto coloca a los gobiernos y a las instituciones frente a un cúmulo de nuevas demandas, crecientes y cambiantes.
Si seguimos el hilo de estas afirmaciones, los gobiernos tienen en estas dos dimensiones un gigantesco desafío en el que sin duda se pone en juego el rol de la política y el futuro de la democracia. En relación con la primera, es imprescindible que el combate a la corrupción se coloque en el centro del debate político. En tal sentido, minimizar los actos de corrupción, por pequeños que sean, o no censurarlos por razones de cercanías políticas e ideológicas se convierte en un acto de máxima irresponsabilidad política y ciudadana. La segunda dimensión, vinculada con las demandas ciudadanas, se relaciona con lo anterior, pero desde la perspectiva de un pensamiento de izquierda también nos exige comenzar a debatir en profundidad la dimensión cultural implícita en esta nueva fase del desarrollo capitalista, que absolutiza valores centrados en la competencia y el consumo sin límite.
Instalar estos debates en profundidad en la sociedad exige revalorizar la política y la densidad que deben tener estas reflexiones. Avanzar en tal sentido nos lleva a señalar con contundencia la imposibilidad de promover esos debates por los canales que cada vez más se convierten en los elegidos por dirigentes políticos y ciudadanos: las redes sociales. Los debates políticos no se pueden procesar por Twitter o Facebook, cada vez más dominados por la superficialidad y la mentira; se afirma que en pocos años más de la mitad de las “noticias” que circularán en las redes sociales serán lisa y llanamente falsas. Las redes sociales se consolidan cada vez más como un reducto de estúpidos y caretas. Quizá los estúpidos estuvieron silenciados demasiado tiempo en las sociedades dominadas por lo presencial y ahora encontraron en las redes sociales el ámbito ideal para expresar su estupidez sin que nadie les haga callar la boca.
Uruguay comienza a transitar un nuevo período electoral, en el que sería deseable que estas cosas estuvieran en debate, que la política comenzara a ser nuevamente dignificada por la calidad de esos debates, donde aparezcan propuestas que nos interpelen y nos desafíen, donde todos los partidos políticos podamos hacer un pacto para erradicar la descalificación, la violencia y las estratagemas comunicacionales basadas en falsedades. Es más, sería muy importante que en esta campaña todos los candidatos se comprometieran a debatir públicamente sus programas.
Si comenzamos a caminar, si asumimos cabalmente los desafíos que estos tiempos nos imponen, quizá no se cumplan las premoniciones de Leonard Cohen en su poema “Futuro”: “He visto el futuro, hermano, y es un crimen”.
Marcos Otheguy es senador de Rumbo de Izquierda, del Frente Amplio.