La semana pasada me paró un tipo en 8 de Octubre y Propios. Me preguntó si quería firmar para vivir sin miedo. Podría haberle planteado un giro existencialista a la pregunta y derivarla hacia una discusión interesante. Pero en realidad me estaba pidiendo una firma para la campaña Vivir sin miedo, la iniciativa que promete terminar con los problemas de seguridad en Uruguay mediante una reforma constitucional de corte punitivo.

No firmé. Pero sí le pedí un folleto, por curiosidad, para conocer la retórica detrás de una serie de medidas sin evidencia sobre su efectividad. En este artículo quisiera examinar algunos de los argumentos que sostienen la campaña, y, al mismo tiempo, plantear algunas reflexiones sobre el riesgo de retroceso que esta supone para nuestro sistema de justicia.

Más allá del Estado penal

Los sistemas de justicia modernos persiguen, al menos, cuatro metas. La primera es la retribución, es decir, la imposición de penas en respuesta a las infracciones a la ley penal para que no queden impunes. La segunda es la incapacitación, que busca privar a quienes cometen delitos de la capacidad de volver a infringir la ley, normalmente mediante la prisión. La tercera meta es la disuasión, que consiste en enviar mensajes a la población orientados a producir temor frente a eventuales castigos en caso de infringir las normas. Finalmente, la rehabilitación, que opera sobre los infractores para remover la motivación de cometer delitos futuros y reintegrarlos a la sociedad.

A partir de los años 70 los gobiernos fueron endureciendo progresivamente sus abordajes hacia los asuntos de justicia y seguridad bajo la promesa de reducir el delito. Así, se consolidó un campo de la seguridad inspirado más en filosofías retributivas que de rehabilitación. La criminología conceptualizó este cambio como un fenómeno cultural de las sociedades occidentales: el pasaje hacia una cultura del control. A pesar de haber fracasado en su promesa de controlar el delito y producido negativas consecuencias sociales, este proyecto de Estado penal continúa presente en los debates sobre seguridad contemporáneos.

La mayoría de los sistemas de justicia contemporáneos han reaccionado a la parálisis retributiva para reducir el delito, apostando a recuperar las funciones de disuasión y rehabilitación. Las estrategias policiales preventivas, o el surgimiento de nuevas formas de abordar asuntos de justicia (justicia restaurativa, abolicionismo y minimalismo penal) son muestras de ello. Estos enfoques cuestionan los supuestos de la cultura del control y están sostenidos por un cuerpo de estudios científicos que han avalado su efectividad.

Argumentaré en este artículo que la campaña Vivir sin miedo se aferra a un proyecto de Estado penal basado en el castigo y la incapacitación, un modelo de administración del sistema de justicia caduco que atenta contra la transparencia del sistema de justicia y contradice buenas prácticas sostenidas por la evidencia empírica.

La promesa del castigo

La campaña Vivir sin miedo promete mejorar las condiciones de seguridad en Uruguay mediante cuatro propuestas. La primera, eliminar beneficios liberatorios a las personas privadas de libertad por una serie de delitos graves. Se argumenta que el sistema de justicia funciona como una “puerta giratoria, que hace que los que delinquen entren y salgan con facilidad del sistema de Justicia y se sientan impunes”.1 La metáfora de la puerta giratoria se utiliza deliberadamente en este caso, pues reaviva el sentimiento de temor de la ciudadanía y reproduce la idea de que las infracciones a la ley resultan impunes en Uruguay.

Esta medida enfatiza el castigo y la incapacitación, y presenta debilidades importantes. Primero, ignora el problema central de la utilización sobredimensionada de la prisión: las cárceles son criminogénicas. Es decir, la experiencia carcelaria suele reproducir trayectorias delictivas en individuos socializados en prisión. Un sistema de justicia que recurra exclusivamente a la prisión como herramienta de castigo corre riesgo de aumentar la reincidencia. Quienes salen de la cárcel sufren el estigma de tener antecedentes penales, y enfrentan obstáculos en su reintegración al mundo laboral, educativo y familiar, todo ello sumado a la ruptura con el mundo exterior que supone la reclusión y a las deficiencias que presentan los programas de rehabilitación. Frente a estas dificultades, no sorprende que muchas de estas personas reincidan.

Por otra parte, la propuesta de eliminar los beneficios liberatorios conlleva un serio problema en términos de convivencia dentro de la cárcel. En muchos casos, la reducción de la pena se obtiene por buena conducta. Lo siguiente es especulativo, pero tiene sentido imaginar los inconvenientes que podría causar la ausencia de incentivos a la buena conducta a la convivencia entre privados de libertad.

La segunda propuesta para vivir sin miedo es la cadena perpetua revisable. Nuevamente, se enfatizan aquí las funciones de retribución e incapacitación del sistema. El proyecto propone que quienes hayan cometido delitos graves “permanezcan 30 años recluidos, y recién ahí, si se demuestra su rehabilitación; recuperarán la libertad”. Un “cuerpo asesor” determinará si la persona penada está o no en condiciones de ser liberada.

Naturalmente, puede aquí esgrimirse un argumento moral en contra de la cadena perpetua, ya que esta viola uno de los principios fundamentales de cualquier sistema de justicia moderno: la necesidad de que el castigo que conlleva un crimen sea proporcional al daño causado. Pero permítanme discutir este argumento desde un punto de vista pragmático –aunque no por ello más válido que el moral–.

Advierto aquí un dilema jurídico relativo a las sentencias indeterminadas. Este tipo de condenas no establecen mínimos y/o máximos de pena, y el sistema judicial se reserva la facultad de finalizar las sentencias. Esto plantea dilemas de transparencia y atenta negativamente contra la justicia, al no existir criterios objetivos para finalizar la condena. Incorporar las sentencias indeterminadas y la posibilidad de la cadena perpetua amenaza los fundamentos democráticos, de transparencia y de proporcionalidad de nuestro sistema de justicia.

Tercero, el proyecto propone habilitar los allanamientos nocturnos. El artículo 11 de nuestra Constitución dice: “El hogar es un sagrado inviolable. De noche nadie podrá entrar en él sin consentimiento de su jefe”. La campaña cuestiona el principio de la inviolabilidad del hogar y propone añadir a este artículo el siguiente texto: “No obstante, la ley podrá regular el allanamiento nocturno, para los casos en que el Juez actuante tenga fundadas sospechas que se están cometiendo delitos”.

Pretender combatir el tráfico de drogas mediante allanamientos nocturnos es una postura ingenua e inefectiva. Las intervenciones que han resultado más efectivas sobre el mercado ilegal de drogas han sido intersectoriales (policiales, pero también de organismos de protección social) y han operado de forma continua y focalizada por largos períodos de tiempo. La campaña Vivir sin miedo ignora las características de estas intervenciones, y propone abordar el narcotráfico aumentando la discrecionalidad policial y judicial sin establecer criterios de contralor (el único es la subjetividad de un juez), exponiéndonos a vivir con miedo a que la Policía ingrese a nuestro domicilio durante la noche.

Finalmente, el proyecto prevé incorporar al Ejército a tareas de seguridad pública. Se argumenta que “esto es mejor, más efectivo, más rápido y más económico que formar de cero un nuevo policía”. Esta propuesta parece más una guiñada a las Fuerzas Armadas que una respuesta racional a nuestros problemas de seguridad.

Por un lado, esto no es “mejor” ni “más efectivo” que tener una Policía moderna y profesional. Desde 2010 funciona en Uruguay la Guardia Republicana (GR), una fuerza preparada para intervenir en situaciones de alto riesgo que tornaría obsoleta la participación de militares en la seguridad pública. En los hechos, la GR interviene, por ejemplo, en el Programa de Alta Dedicación Operativa (PADO), que redujo las rapiñas en las zonas de mayor concentración delictiva. Incorporar al Ejército a tareas policiales sería innecesario e inefectivo, ya que superpondría funciones entre fuerzas de seguridad.

Tampoco es “más rápido y económico que formar de cero un nuevo policía”. Nuestra Policía emprendió hace tres años una reforma educativa que actualizó las currículas de formación, enfatizó la protección de derechos humanos y aumentó las horas de práctica policial. Ello fue posible gracias a una mejor administración de recursos educativos. Crear una guardia militarizada e invertir en su formación, no sería ni “más rápido” ni “más económico” que formar de cero a un nuevo policía. Por el contrario, interrumpiría caprichosamente la reforma educativa policial, e implicaría gastar más tiempo y recursos al superponer objetivos y funciones entre dos ministerios (Interior y Defensa Nacional).

¿Hacia dónde vamos?

En los últimos años, nuestro país emprendió dos reformas trascendentes en materia de justicia penal. Ambas apostaron a fortalecer la disuasión, descongestionar el sistema carcelario y abrir la puerta hacia abordajes basados en la rehabilitación. Si bien aún estamos a medio camino, la tendencia es clara: Uruguay se aleja del Estado penal.

La primera reforma fue policial, y produjo importantes cambios doctrinarios en la Policía Nacional. La reforma desmilitarizó la Policía y la subordinó al gobierno civil. Además, cambió su forma de trabajo reactiva y enfocada en el arresto por una proactiva enfocada en la prevención y disuasión del delito, inspirada en buenas prácticas internacionales. Estos cambios se sostuvieron sobre una serie de transformaciones organizacionales, como la creación de direcciones nacionales bajo la órbita ministerial (civil), el fortalecimiento de la Dirección de la Policía Nacional, y la reestructura de la Jefatura de Policía de Montevideo, por nombrar algunas.

La segunda reforma fue la del Código del Proceso Penal, y consistió en pasar de un modelo inquisitivo a un modelo acusatorio. El antiguo modelo atentaba contra el principio de imparcialidad de la justicia, al encargar al mismo juez la dirección de la investigación criminal y la definición de la sentencia. El nuevo modelo distribuyó estas funciones entre fiscales y jueces, promoviendo la imparcialidad y la transparencia. En la actualidad, la Fiscalía lidera las investigaciones, y los jueces solamente intervienen en la sentencia. En este marco, los fiscales tienen la posibilidad de negociar acuerdos reparatorios y alternativos a la privación de libertad. Además, se ha dejado de abusar de la prisión preventiva, un instituto violatorio de los derechos humanos que aumentaba el número de presos sin condena y congestionaba el sistema.

La propuesta en cuestión nos plantea un giro de 180º en este camino de reformas. De hecho, la consigna de vivir sin miedo nos acerca en realidad a un escenario de temor. Temor a ser victimizado, al basarse exclusivamente en las prisiones como herramienta de castigo y no incorporar un plan de rehabilitación para quienes egresan de la cárcel. Ello supone un sistema incapaz de rehabilitar a quienes egresen de la prisión, y por ello, mayores probabilidades de victimización futura. Temor también a la Policía, al fortalecer sus funciones represivas por encima de la disuasión y la prevención, y al aumentar la discrecionalidad policial sin establecer controles adecuados a su actuación. Este giro punitivo radical, opuesto a la dirección en la que avanzamos, nos acerca a una doctrina inspirada exclusivamente en la retribución y el castigo, cuyas únicas herramientas para controlar el delito son la violencia institucional y la privación de libertad.

Federico del Castillo es antropólogo egresado de la Universidad de la República, y magíster en Criminología por la City University of New York.


  1. Las citas fueron tomadas del folleto distribuido a la población por la campaña Vivir sin miedo