“¿Cómo vamos a contener a los marginales el día que sean mayoría?”, se preguntaba el director Nacional de Policía, Mario Layera, en una entrevista que El Observador publicó el sábado y que no ha parado de levantar polvareda. Además de la certeza que se desprende del ejercicio de futurología del jerarca (“un día los marginales van a ser mayoría”), lo que impresiona un poco –bah, a mí me impresiona– es el sentido en que se usa, en este caso, el verbo “contener”. Favorito de las retóricas pseudopsicológicas de revista del corazón, “contener” suele ser usado en forma metafórica como sinónimo de “cuidar” o de “sostener” (lejos quedaron los días en que se decía “continentar”) y tiene, por lo tanto, una connotación buena, próxima a “confortar” o “reconfortar”. Sin embargo, el uso que le da Layera no tiene nada de metafórico: lo que el director nacional de Policía se pregunta es cómo vamos a hacer para frenar el avance de “los marginales” el día que sean mayoría. Es decir, el día que los buenos, los integrados, los no marginales seamos una minoría indefensa sobre la que caerán, a no dudarlo, los famélicos y temibles habitantes de los márgenes. ¿Qué barreras podrán detenerlos? Aventura el jerarca que los ricos ricos se podrán atrincherar en barrios privados y resolver por sus propios medios los problemas de seguridad que los angustien, pero no está claro cómo podrán protegerse los no tan ricos. Y ese es siempre el lugar que duele: ese monstruo que llamamos “opinión pública” se caracteriza por identificarse plenamente con una franja que, sin llegar a ser abrumadoramente rica, está (y sobre todo, aspira a estar) lejos de la figura temible que Layera llama “los marginales”. Para esa gente, según el vaticinio del director de Policía, lo único disponible será un Estado debilitado y timorato, incapaz de hacer frente al poder de las pandillas.
No hay que forzar la interpretación, por otro lado, para entender que “los marginales” no son otros que los que reciben ayuda del Estado (no, no hablo de la Caja Militar): los que son alcanzados por las políticas del Ministerio de Desarrollo Social (Mides) o del Banco de Previsión Social. Los pobres. Los que asisten a la oferta obscena de bienes de consumo y saben que nunca, jamás de los jamases, podrán participar en la fiesta por medios legales. Y acá viene lo más interesante: según lo presenta la nota de El Observador, el director de Policía tiene sobre este asunto una perspectiva más social que represiva. Yo, en cambio, digo que eso es, cuando menos, discutible. Digamos que Layera tiene un discurso (y no necesariamente una perspectiva) que apela a la respuesta social para los problemas sociales. No es el único: desde todas las tiendas se pide más educación y mejores políticas sociales y, al mismo tiempo, mano más dura contra el delito. El propio Estado, en unos cuantos barrios, te limpia los mocos con una mano y te da un sopapo con la otra. El asunto, entonces, sería exponer con claridad que así como el verbo “contener” sirve para maquillar la idea de detener o frenar, la “perspectiva social” de la que estamos hablando consiste en trabajar para que los que quedan por fuera de la oferta de bienes y servicios sean capaces de estarse quietos en su sitio, sin reclamar, sin tener aspiraciones locas y, sobre todo, sin recurrir al delito. Esa tenaza de contención tiene dos brazos, al menos discursivamente: una es la formación para el trabajo (a esto se le puede decir “educación por competencias” o “capacitación”, por ejemplo) y la otra es “educación en valores”. ¿En qué valores? Bueno, nunca se profundiza mucho en ese asunto, pero me da la impresión de que son los viejos y buenos valores de antaño: el respeto, la humildad, el sacrificio, la resignación.
El director Layera observa que muchos de los que ya están en los márgenes se comunican en un lenguaje que los demás no entendemos. Y creo que no se refiere a un sociolecto, a un argot, sino que habla de algo más grave: de una radical expulsión del lenguaje. De una incapacidad, crecida a través de varias generaciones, para recurrir al lenguaje como herramienta que hace posible ya no la comunicación (ellos se comunican) sino la simbolización. Me gustaría saber cómo están pensando, si es que alguien lo está pensando, que se puede educar en valores o capacitar a alguien que está por fuera de la capacidad simbólica.
Hace semanas, Ana Olivera, subsecretaria del Mides, hacía una afirmación que resultaba escandalosa: hay una nueva manera de estar en la calle. Más allá de la indignación que muchos manifestaron por lo que sonó a lavada de manos de la ex intendenta, lo cierto es que, efectivamente, las calles céntricas (y las zonas centrales de los barrios) están habitadas por gente que no está simplemente cobijándose en un portal o bajo un andamio. Es gente que hace su vida en la calle. Duerme, come, hace sus necesidades e interactúa lo necesario como para poder estar ahí, ocupando ese pedazo del espacio que para los demás es de tránsito. Los vemos deteriorarse día a día, adelgazar, ir enloqueciendo. No están de paso: viven ahí.
Que Ana Olivera o Mario Layera permanezcan en sus cargos es, desde mi punto de vista, irrelevante. Lo que dijeron, cada uno en su momento y a su modo, es lo que no queremos oír: mucha gente vive en otra dimensión, en una realidad paralela a la nuestra. Algunos quieren contenerlos (detenerlos), otros quieren esconderlos y algunos otros piensan que pueden domesticarlos mediante vaya uno a saber qué combinación de rigor y beneficencia. Pero la máquina que los produce no hace sino perfeccionarse, así que ahorraríamos tiempo y esfuerzo si nos planteáramos, honestamente, cómo hacerla volar de una vez por todas.