Uruguay vive momentos de inseguridad pública y sus ciudadanos pueden ser definidos como una “sociedad con miedo”. Para la explicación del conservadurismo típico del uruguayo, ahora puede agregarse la variable del miedo al delito o miedo a ser víctima de un delito. Desde hace décadas (aunque algunos no quieran darse cuenta) Uruguay ya no puede analizarse (ni compararse) según parámetros europeos, sino que hay que interpretar los datos según la realidad continental. Esa realidad –objetiva y racionalmente– justifica el miedo. A diferencia de los ciudadanos de la Europa occidental, que sienten miedo (subjetivo, potencial) al terrorismo y rechazo de la inmigración en masa que cuestiona las normas de cultura, el uruguayo siente miedo (objetivo, concreto) a ser víctima de delitos comunes contra la propiedad que puedan derivar en lesiones a la vida o la integridad física. La sensación de miedo empeora con el aumento de violencia que –se dice– está asociada al narcotráfico. Los datos criminales explican por sí mismos esta cuestión y legitiman objetivamente ese miedo, pero las reacciones del Estado lo potencian aun más.
¿Cómo se combate este miedo? Por estos días, nuevamente un sector de la oposición (en el mismo sentido que un ex fiscal hoy dedicado a la política) insiste en reformas legislativas y constitucionales para mejorar la seguridad pública (prevenir el delito). Entre ellas, se habla de exigir el cumplimiento efectivo de las penas para determinados delitos, para que no se apliquen institutos liberatorios; se propone la cadena perpetua (revisable) para delitos muy graves; el aumento de las penas para los menores infractores; y la colaboración de las Fuerzas Armadas con la Policía para la prevención del delito. El Poder Ejecutivo parece asumir estas críticas y ha enviado una propuesta de modificación del nuevo Código del Proceso Penal, como si las fallas de la política criminal diseñada para prevenir el delito (aún no cometido) fueran culpa del sistema normativo que retribuye el delito (ya cometido). El proyecto de ley no sirve para mejorar la seguridad pública y desnaturaliza la lógica del nuevo sistema, crea un híbrido que sólo puede brindar seguridad jurídica a quienes aún no han entendido cómo debe funcionar un sistema acusatorio del tipo adversarial, o simplemente se oponen a él. Al parecer, se tiene miedo a los acuerdos entre fiscales y defensores, y para eso, en lugar de aplicar directrices generales a los fiscales para que sigan determinada línea a la hora de negociar la pena y dar solución de mutuo acuerdo al conflicto, se quiere volver a la Edad de Piedra, al mamarracho jurídico, y se acaba con el proceso acusatorio reinstaurando para algunos (¿principio constitucional de igualdad?) la prisión preventiva obligatoria. En realidad, el paternalismo estatal no confía en el criterio de los operadores de la Justicia penal y no tolera que los individuos puedan disponer de sus conflictos. Habrá que ver si esta nueva reforma supera el control de constitucionalidad, pues con el objetivo de brindar una apariencia de seguridad se da la estocada final –una vez más– a la naturaleza cautelar de la prisión preventiva, que fue el motivo original de la reforma procesal y el compromiso internacional asumido por Uruguay en el Acuerdo de solución amistosa con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de 2009, en el marco de negociaciones del caso 12.553, donde, entre otras cosas, Uruguay se comprometió a “la creación de una Comisión para la Reforma del Código Penal, creada conforme a lo previsto en el artículo 22 de la Ley Nº 17.897 (promulgada el 14 de setiembre de 2005)” con el objetivo de “lograr el descongestionamiento del sistema carcelario uruguayo” (párrafo 194).
La inflación normativa penal
En Uruguay siempre se ha querido salir de los conflictos sociales puntuales mediante leyes, sin importar siquiera si esas leyes cumplen con el objetivo que dicen cumplir. Desde la óptica del derecho penal material, generalmente el legislador ha respondido aumentando las penas de los delitos existentes o creando nuevos delitos, mientras que desde el derecho penal formal se ha producido, por un lado, el ingreso de formas invasivas de las libertades individuales (agente encubierto, escuchas telefónicas, interceptación de las comunicaciones, etcétera) de la mano de la “lucha contra la criminalidad organizada” (lavado de dinero, financiación del terrorismo, drogas) y, por otro lado, ante la presión del sistema interamericano de derechos humanos, se adoptó finalmente un sistema procesal acusatorio acorde con la Convención Americana de Derechos Humanos. Este nuevo sistema ofrece de una vez por todas distintas alternativas político-criminales para el mejor funcionamiento del sistema penal que, despojado de la obligación de perseguir todo y a todos, podrá seleccionar aquellos delitos más graves y complejos y derivar los casos menos graves a procesos alternativos que admitan incluso la composición entre las partes del proceso (fiscal y presunto autor) y del delito (presunta víctima y presunto autor). Además, se fijan límites temporales concretos. Hasta el momento, en una sociedad con miedo, son pocas las mediaciones (según datos extraoficiales no llegan a diez desde que rige el nuevo sistema) y son muchos los acuerdos entre fiscales y defensores, lo que al principio resulta comprensible, aunque no sea compartible por quienes abogamos por la Justicia restaurativa como un complemento necesario de una Justicia penal que quiera prevenir con eficacia (futura) la comisión de delitos. Los fríos números dicen que, cada vez más, se cometen delitos en el mismo barrio en el que residen autores y víctimas, contra policías, ancianos, mujeres (incluso embarazadas) o niños. Ante un panorama como este, la inseguridad y el miedo no terminan con la cárcel del autor, pues aun cuando se legisle y aplique la “cadena perpetua” y se encierre al autor de por vida, o incluso apliquemos la pena de muerte, en el barrio permanecen familiares, amigos o miembros de la banda que se encargarán de hacer justicia (o ajusticiamiento) con las víctimas y/o testigos. El miedo se vence justamente recomponiendo las relaciones sociales rotas, involucrando a los ciudadanos, permitiendo que víctimas y autores se encuentren para resolver el conflicto (posibilidad de brindar explicaciones, solicitar perdón y ser comprendido y/o perdonado), dando valor jurídico a la reparación del daño. Claro está, no en todos los casos este encuentro es posible, pero sí debería intentarse si lo que se pretende es una buena y eficaz prevención del delito, porque el derecho penal debe tender a la paz social y no sólo a la paz jurídica.
Retribución y prevención del delito
El derecho penal actúa después de cometidos los delitos para encontrar una solución legal y evitar la justicia por mano propia, pero, además, para prevenir nuevos delitos. El problema es que la función de prevención no incumbe a la administración de justicia (función retributiva con fines preventivos) sino al Poder Ejecutivo, que la ejerce mediante la Policía, agencias de inteligencia, etcétera. La confusión a veces se produce por esa finalidad preventiva que se exige al derecho penal para que las penas puedan ser consideradas algo más que simple retribución. Esa finalidad preventiva de las penas se dirige a la sociedad en general y, en principio, no tendría relación directa con la función de prevención del delito que tiene el Estado. ¿Pero es esta cuestión tan clara, es esta separación tan tajante? La respuesta no es fácil. Lo primero que tiene que quedar claro es que tanto en la función de “administrar justicia” como en la de “prevenir delitos” se tienen que respetar principios y garantías del Estado de Derecho. En mi opinión, a los penalistas nos cuesta entender la finalidad preventiva que se dice que tiene la pena en cuanto a influir en el futuro, porque no puede ser científicamente demostrado con herramientas argumentativas del deber ser. La criminología, sin embargo, utiliza herramientas cualitativas y cuantitativas con las que ha demostrado que no es la gravedad de las penas sino su certeza lo que puede tener relación con la prevención futura del delito.
En un sistema penal construido hacia el pasado con deseos empíricamente indemostrables de influir en los comportamientos del futuro, ¿qué responsabilidad o incumbencia tendría el código del proceso en la función preventiva del delito? Es la criminología la que intenta explicar de mejor modo cuál debería ser la medida de la prevención efectiva del delito, estudiando los patrones de comportamiento o cuáles son las oportunidades que se aprovechan para delinquir, dónde se delinque con más frecuencia, qué tipos de delitos se cometen, etcétera, entre otras teorías desarrolladas para predecir y prevenir (no sólo retribuir) de un modo efectivo y adecuado a un Estado de Derecho. ¿Qué relación guardan las penas o la prisión preventiva obligatoria para algunos delitos con todo esto? No son pocos los que creen que la respuesta penal es la mano dura, la tolerancia cero y un Estado policíaco, como si con ello el delito disminuyera, es decir, como si gracias a ello se previniera de forma satisfactoria. La mano dura en la función retributivo-preventiva del sistema penal por el delito ya cometido es la que siempre utiliza el legislador adicto a la creación rápida, mística y barata de más delitos y penas más duras (en lo material), y al recorte de garantías (en lo procesal), cuyo mensaje va dirigido a todos los ciudadanos (lo que incluye al autor, la víctima, jueces, fiscales y policías en su función de auxiliar de la fiscalía). Por su parte, la mano dura en la finalidad de prevención de futuros delitos estaría relacionada con la política criminal que debe aplicarse para evitar (o dificultar) que esos delitos puedan ser cometidos, y se dirige a las instituciones del Poder Ejecutivo, fundamentalmente a la Policía en su función preventiva y a las agencias de inteligencia, pero también tiene que dirigirse al Poder Judicial, como guardián supremo de los derechos ciudadanos que pueden verse lesionados por las tareas preventivas.
Así las cosas, tenemos que hacernos cargo de que si al derecho penal le exigimos una finalidad de prevención y si queremos vivir en un Estado de Derecho, entonces todos los operadores tienen responsabilidad compartida a la hora de custodiar derechos ciudadanos y de prevenir delitos. La confusión que por estos días se está dando en Uruguay es que estas funciones no son compartimentadas ni tienen un único responsable, sino que tienen que ser compartidas y ejecutadas como un todo ensamblado, porque hablamos de un sistema homogéneo y no de músicos que tocan al unísono partituras de distintas obras. Cuando se trata de la seguridad pública no caben actitudes propias de irresponsables y, menos aun, de gatillo fácil legislativo, inundando el orden jurídico de leyes que ya ni siquiera los eruditos saben cuál se aplica para qué casos, ni cómo, ni por qué, ni desde cuándo, ni si una deroga a la otra. ¿Son leyes para influir en los comportamientos ciudadanos o para acallar los miedos y asegurar un final feliz del mandato? En 2011, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó a Uruguay por la falta de claridad en los objetivos de sus leyes, pero al parecer en Uruguay hay un problema de confusión (¿chambonería?) permanente que nos ha llevado a pensar que los temas de la política criminal (políticas públicas de seguridad) necesitan nuevas leyes que intensifican el caos normativo, cuando en realidad de lo que se trata es de simplificar las burocracias mediante claros mandatos de dirección, coordinación, cooperación, responsabilidad, eficiencia, transparencia y celeridad. El Poder Ejecutivo debería concentrarse en vías alternativas a la inflación penal, como podría ser una oficina de coordinación o, incluso, un Ministerio de Justicia.
El fracaso en la función preventiva y una mala decisión en la política de seguridad pública nos puede traer de regreso a la lógica del sistema inquisitivo y hacer que tengamos que convivir con un sistema procesal penal híbrido y confuso pero efectivo para calmar el sentimiento de inseguridad. Cuesta creer que no nos demos cuenta de que el remedio que se nos ofrece hoy para calmar el miedo tiene efectos secundarios y que nos traerá peores dolores de cabeza mañana, cuando ya podamos pensar mejor pero sea tarde para reencauzar el curso de las cosas. Al fin y al cabo, tendremos el sistema procesal penal y las políticas de seguridad pública que, según el grado de desarrollo social, nos merezcamos tener.
Pablo Galain Palermo es investigador senior de la Sección de Criminología del Instituto Max Planck para el Derecho Penal Extranjero e Internacional (Alemania) y becario posdoc Marie Curie (Unión Europea). Es abogado e investigador de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (Uruguay)