El lunes 18 nos topamos con una de esas noticias que te conmocionan: el fallecimiento de la compañera Bertha Sanseverino. No porque la muerte no nos ande rondando, sino porque simplemente casi nunca se espera.
La necesidad de escribir estas líneas saltaron a los días. En realidad, yo no conocía en profundidad a Bertha, y cuando uno dice “en profundidad” se refiere a conocer sus afectos, gustos personales, barrio, cuadro del que era hincha; yo no conocía ni conozco nada de eso.
Pero era una compañera con la que coincidimos en innumerables reuniones y eventos (producto de nuestra actividad política y en particular la parlamentaria), y la verdad es que siempre me pareció una compañera excepcional.
Cada uno tiene sus manías, sobre todo cuando se pasa cierta edad, y yo tengo algunas cuantas, pero una en particular es observar a las personas y asociarlas con películas o libros; me gusta intentar ver más allá de las máscaras que todos usamos según la ocasión.
Bertha siempre me hizo acordar a Historias mínimas, y esto no la minimiza en absoluto, sino todo lo contrario: en las historias mínimas se concentran las cuestiones más esenciales de nuestra existencia. Qué pena que nunca se lo dije.
Pero bueno, a esta altura sería legítima la pregunta de qué motivo tendría para escribir esta nota alguien que claramente no cuenta con los elementos para hacer la semblanza profunda e integral que la compañera se merece. Por tanto, voy a entrar al punto.
Ya había experimentado una sensación similar ante la muerte de otros compañeros, y finalmente terminé de redondear la idea en la cabeza y en el corazón. Vengo de una generación que, al empezar a militar, a la salida de la dictadura, aprendió que a los compañeros se los quería sin pedir permiso. No importaba si eran o no de nuestro sector: la palabra “compañero” significaba mucho. Algunos dirán que no era más que ingenuidad de juventud, pero prefiero creer que no.
Además, con Bertha me pasaba otra cosa: era una persona que en el trato derrochaba amabilidad, ternura y nobleza, y eso siempre me hace recordar a mi viejo.
Ahora nos toca vivir otros tiempos, en los que la abundancia de lo material nos lanza en una carrera demencial detrás de cosas que la mayoría de las veces no necesitamos, invisibilizando la terrible escasez de amabilidad, ternura y nobleza.
El otro día, leyendo a Boaventura de Sousa Santos, me quedó dando vueltas en la cabeza una cita de Spinoza, quien dice que hay dos sentimientos muy propios de los seres humanos: el miedo y la esperanza. Estos deben marchar juntos, ya que el miedo sin esperanza es la parálisis, la muerte, pero la esperanza sin un poco de miedo es mero voluntarismo.
En tiempos gobernados exclusivamente por el miedo, el deber de aquellos que peleamos por una sociedad mejor es sembrar esperanza, y quizá en buena medida eso pase por colocar en el centro de nuestros debates los principios y valores compartidos, por recuperar aquello que nos hacía querer a los compañeros sin pedir permiso.
Marcos Otheguy es senador del Frente Amplio.