Mariano es un tipo peculiar: parlamentario hábil y socarrón; presidente al tercer intento; autor de frases estrambóticas como “es el vecino el que elige al alcalde y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde”; y que hace gala de una actitud muy gallega según la cual, simplemente, “sólo pasa por allí, ¿qué culpa tiene de ello?”. Siendo de profesión registrador de la propiedad, lleva (o llevaba) manijeando en la política desde que el liderazgo de la derecha lo comandaba Manuel Fraga Iribarne, ex ministro de Francisco Franco. Es un señor con experiencia, como a él le gusta decir de sí mismo. Y es que Mariano tiene esa cosa de líder que se cree áulico pero que no lo es para nada, sólo pasaba por allí y se quedó. Cuando José María Aznar lo nombró su sucesor –porque en el Partido Popular (PP) los líderes se eligen así, por designación soviética–, sorprendió a propios y extraños, pero Aznar creyó que sería alguien sin personalidad y fácilmente manipulable. Sin embargo, Mariano se quedó, ¿qué culpa tiene él si las cosas son así? Mariano ya se había enfrentado a situaciones difíciles y al final siempre resultaba airoso. Hasta el viernes.

Cuando Pedro Sánchez presentó su moción de censura, desde el PP no le dieron mayor importancia. Pensaban que sería otro intento inocente de tirar al tótem que parece que siempre va a caer y nunca cae. Sin embargo, a medida que se aproximaba la fecha decisiva, más partidos iban sumándose a cuentagotas al bando opositor. Al punto de que el Partido Nacionalista Vasco (PNV) hizo pública su postura oficial a favor del “sí” a Sánchez en el correr del pleno parlamentario. Mariano no se lo creía. Mariano se sintió traicionado. Apuñalado por la espalda, como César por... ¿el PNV? Si hace una semana le habían aprobado la rendición de cuentas. La negación es la primera reacción, y Mariano no volvió al Parlamento: prefirió quedarse en el restaurante al que fue a comer cuando todo estaba perdido y emborracharse. Las cifras van de las dos a las cuatro botellas de whisky. Como reza un refrán católico y sacrílego español: “Para lo que me queda en el convento, me cago dentro”. La dignidad, en la filosofía mariana, se demuestra redoblando la apuesta y no asumiendo la derrota o pidiendo perdón. Sin embargo, este es el modo en el que la persona Mariano somatiza algo que es propio de la derecha hispánica: entender la política, el Estado y el gobierno de manera patrimonial, como si le diese igual. Al fin y al cabo, ya volverá, porque es suyo. Los valores democráticos son para los débiles. Esto hace mucho que no va de eso.

Mariano ve a quienes votaron en su contra como una banda de viles conjuradores. Enemigos de España, en su jerga guerracivilista. Y es cierto que el ya ex presidente fue capaz de ponerse en contra a prácticamente todo el parlamento salvo a Ciudadanos, que se quedó solo en el apoyo al PP. Ciudadanos es el partido que vive su momento dulce en las encuestas, por mantener una posición ruda contra el independentismo catalán que convence a buena parte del electorado del PP y parte del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). La moción de censura tira al traste de manera momentánea su estrategia de dejar que el gobierno se cociese a fuego lento en su propio jugo para recoger luego los votos que le fuesen cayendo por inercia gracias a un discurso que vocifera “Viva España” y brama contra los independentistas como los enemigos de la nación. El cenit de este discurso se produjo hace unas semanas, cuando el líder de Ciudadanos Albert Rivera hacía un mitin en el que literalmente decía: “Yo no veo trabajadores o empresarios, yo sólo veo españoles”. El clásico discurso de alguien de centro que no es de izquierdas ni de derechas, como el fascismo, que tampoco era de izquierdas ni de derechas porque era la nación al completo contra sus enemigos exteriores. El fascismo fue el extremo centro.

Al otro lado del Parlamento, la felicidad era obvia en el PSOE y, en mi opinión, desmedida en el caso de Unidos Podemos. Por supuesto que es una buena noticia que Rajoy ya no sea presidente, por supuesto que es bueno que se descongelen las relaciones entre el gobierno central y el catalán para llevar a cabo una solución dialogada, y por supuesto que es una buena noticia desalojar del gobierno a un partido que cuando gobernaba en diferentes instancias del Estado creaba un grupo de empresarios a su alrededor para concederles licitaciones públicas a cambio de una coima para financiar el partido. Una maquinaria mafiosa en la que la plata salía del Estado, pasaba por empresarios amigos y terminaba en una contabilidad en negro que el PP guardaba en Suiza. En definitiva, por supuesto que la moción era justa y necesaria, pero tampoco vayamos a pensar que la situación es menos grave de lo que es y que todo está solucionado porque Mariano se vaya. Es un bonito primer paso, pero no un paso definitivo.

El discurso oficial de que había que echar a Mariano por la corrupción es una excusa. Una gran y justa excusa, pero lo que se encuentra detrás de esta coyuntura de la historia española es algo más profundo. No es una simple alternancia de gobierno. Pedro Sánchez llega al gobierno de carambola, sin un programa de gobierno y con un espíritu de cansancio, de hastío... de última oportunidad. Una oportunidad que se fragua de una manera histórica hasta en la forma: nunca un gobierno había sido nombrado mediante una moción de censura en la actual etapa democrática; nunca un partido había gobernado siendo el segundo en votos y mucho menos con 84 diputados sobre los 350 que forman el Congreso. España lleva ya diez años de eventos: la crisis de 2008 y el rescate del sector financiero; desempleo alrededor de 20% desde 2011; caída abrupta de la calidad de los servicios públicos; el movimiento del 15 de mayo; la organización ciudadana contra los desahucios y manifestaciones masivas; la dimisión del antiguo rey; la llegada de Podemos y Ciudadanos a la arena institucional; un año con gobierno en funciones; dos referéndums ilegales en Cataluña y una declaración de independencia irreal; dos mociones de censura, y finalmente el triunfo de una de ellas.

Así, la crisis de Estado es notoria y la inestabilidad, una constante de la que esta moción de censura no puede ser una excepción ni un punto de inflexión que traerá de nuevo la tan añorada certidumbre. La certidumbre en estos tiempos es algo que cotiza al alza en el mundo y la incertidumbre va para largo. En este sentido, en otro artículo de hace un tiempo que escribí para este medio, exponía que el PSOE perdía la categoría de partido hegemónico y preferido como interlocutor entre las elites y “el pueblo”, y ese puesto lo ganaba el PP. Al mismo tiempo exponía la desconfianza que me suscitaba esta maniobra dada la flexibilidad y elasticidad que un partido hegemónico debe tener para hacer coherentes las más rocambolescas y contradictorias demandas de distintos sectores a priori incoherentes, como podía ser la demanda de los independentistas, que tenía enfrente el discurso españolista más intransigente.

El PP es un partido monolítico, rocoso. Un partido con poco margen de maniobra por tener un discurso implacable y de pocos matices desde el segundo gobierno de Aznar. Cuando Mariano intentaba darle al PP esta flexibilidad acercando posturas con el catalanismo, la goma se rompió, Ciudadanos creció, Rajoy perdió la legitimidad que tenía, se quedó solo y una sentencia puso la guinda al pastel de su irresistible caída.

Hay un vacío en la hegemonía partidaria del sistema político y nadie parece poder ocuparlo con éxito. Y es por eso que Pedro Sánchez puso cara de asustado cuando vio que la moción triunfaba aceleradamente, sin programa político, sin exponer cuánto durará este gobierno, si es interino para convocar elecciones o si va a querer gobernar de manera contundente. En fin, el PSOE se encuentra inmerso en un dilema que tiene ya años: construir hegemonía o gestionar la existente.

Puede intentar ocupar ese vacío y gobernar inaugurando una negociación con el catalanismo y buscando alguna solución que necesariamente pase por hacer convergente el discurso de españolidad con el de la catalanidad, como parte de una España cuyo orgullo es ser diversa y a la vez única. A la vez, podría hacer políticas que revirtiesen un modelo social de precariedad laboral, pérdida de los servicios públicos, dar los primeros pasos hacia una política energética y fiscal más justa, limpiar las cloacas del Estado... dicho de otro modo, ser de izquierdas, aunque sea tímidamente y sin cuestionar la monarquía ni el funcionamiento de la Unión Europea (si es que esto es posible). La otra opción que tiene Pedro Sánchez es gobernar de manera tibia, con alguna medida cosmética y sin determinación. Mantener contenta a la macroeconomía y mantener una actitud distante con el gobierno catalán, que probablemente busque algún tipo de maniobra que le permita llamar la atención y forzar al PSOE a castigarlo o a escucharlo. En otras palabras, no proponer ninguna solución y seguir como hasta ahora, pero con alguien más guapo y más joven de presidente. Incluso no se puede descartar un acercamiento a Ciudadanos como el que ya se produjo en 2016. Pedro Sánchez se mueve más que los precios.

En caso de elegir esta segunda opción –que en mi opinión es la más probable, por la falta de un diagnóstico claro en las filas socialistas y por la fuerza de la inercia–, el vacío seguirá llenándose de españolismo neoliberal en este interregno y en las elecciones la derecha volverá, ahora sí, con toda la contundencia de un orgullo herido y humillado. La izquierda será acusada de no saber gobernar, de no solucionar ningún problema y ganará espacio la opción de la mano dura por no querer afrontar con determinación y vehemencia –que no con agresividad– los fenómenos que se están dando. No es el momento de ser políticamente correcto.

Jacobo Calvo es licenciado en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y magíster en Estudios Contemporáneos de América Latina por la Universidad Complutense de Madrid.