Daniel Martínez “no calza con el interior”, dijo José Mujica, y aclaró que lo que pasa es que fuera de la capital hay gente “muy noble y muy conservadora, hasta por momentos reaccionaria”, pero resulta que “es gente muy útil”, así que “hay que caminar con ellos”. Inmediatamente explicó que por eso había elegido a Tabaré Aguerre como ministro de Agricultura, Ganadería y Pesca. Aguerre, como todos recordarán, era un hombre ajeno a la militancia de izquierda y contaba con la confianza de las gremiales empresariales del agro. También dijo Mujica (todo esto ocurrió en una entrevista con Emiliano Cotelo, pero lo ha dicho, palabras más, palabras menos, en cada ocasión en que se le ha preguntado, y se le pregunta siempre lo mismo) que a Ernesto Murro, el actual ministro de Trabajo y Seguridad Social, lo conocen los viejos (y este es un país de viejos) y también los trabajadores y los empresarios, así que eso lo vuelve un candidato digno de consideración, incluso a pesar de no ser simpático. (Dicho sea de paso, cuando se preparaba la fórmula presidencial del Frente Amplio [FA] para las elecciones pasadas, Mujica evaluó positivamente a Raúl Sendic porque era buen mozo y tenía “el pedigrí del padre”). Así que, en suma, lo que el ex presidente nos está diciendo es que lo importante, una vez más, es llevar un candidato que sume: que sea bueno para aquellos que no votarían al FA ni a la izquierda porque sus ideas son, en definitiva, muy conservadoras. Y hasta reaccionarias, por momentos.

No se puede decir que estemos descubriendo el microbio: a la hora de armar listas y buscar candidatos, el asunto es elegir a los que tengan más chance de conseguir votos. Por eso no importa tanto cumplir, por ejemplo, con la paridad en los cargos electivos que definió el último Plenario, y eventualmente tampoco importará defender con uñas y dientes los principios que distinguen a la izquierda de la derecha o incluso del centro. Porque una elección es algo en lo que se participa para ganar, y siendo así, todo lo demás es lo de menos. Lo decía en una entrevista con el portal Ecos el diputado Alejandro Sánchez: “[...] yo me tengo que concentrar en que el FA logre un cuarto gobierno”. Y enseguida aclaraba: “[… ] Bah, en realidad tengo que lograr sacar una Rendición de Cuentas como coordinador de la bancada del FA. Esto es como decía el Maestro Tabárez: el objetivo es ganar el próximo partido”.

La persecución de la victoria es inherente a la actividad política, o, por lo menos, a la actividad partidaria. Nadie está en el ruedo para perder, y la progresiva transformación de la práctica política en disputa electoral ha tenido como consecuencia obvia la naturalización de la idea de que es necesario tragar sapos y abrazar culebras para no terminar cediendo espacios ya conquistados. Por otro lado, seducir a quienes piensan distinto de uno, convencerlos de que en realidad uno no es tan malo, ni tan radical, ni tan loquito, tiene la contrapartida de tener que perder, en ese camuflaje, mucho de lo que lo diferenciaba del otro desde el punto de vista de la posición política. La vieja lucha por ganar el centro del espectro ideológico obliga a moverse en sentido contrario al de las propias ideas, y es curioso (es sospechoso, dirían algunos) que habiendo tantos ejemplos de la inconveniencia de ese desplazamiento se siga defendiendo su pertinencia e, incluso, su inevitabilidad.

Sin embargo, hay algo que me parece más preocupante aun que la renuncia a las ideas distintivas de la izquierda en nombre de la necesidad de negociar para gobernar o para conservar el gobierno, y es la deriva real, auténtica del pensamiento de los referentes de izquierda hacia las ideas más conservadoras o de derecha. Me explico: una cosa (mala) es hacerse pasar por moderado o por conservador para conquistar la simpatía de los sectores moderados o conservadores, pero otra cosa (peor) es haberse convencido de que los conservadores tienen razón y de que, por ejemplo, hay que hacer crecer la torta para que crezcan las porciones.

Apoyándose en una frase de Frederic Jameson (aquella que dice que actualmente es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo), Mark Fisher acuñó la idea de realismo capitalista, que no es otra cosa que la percepción de que lo que ves es lo que hay, y que no hay un más allá o un afuera del capitalismo. “No hay alternativa”, decía Margaret Thatcher refiriéndose al libre mercado. E insistía en que la sociedad no existe: hay individuos y hay familias, pero no hay esa fantasía caprichosa que llamamos “lo social”.

Esa brutal certeza de lo inexorable e inevitable de la realidad (es decir, del capitalismo) puede ser convicción entre las personas más conservadoras y resignación entre las que jamás se reconocerían en ese adjetivo, pero al final poco importa si se llegó hasta ahí avanzando o claudicando. El asunto es que una vez instalados en ese punto, la única razón que tenemos para querer ganar es, ni más ni menos, que queremos ganar.

En los últimos días hemos visto a muchos militantes de izquierda abrumados o indignados (lastimados, traicionados, desgarrados) por el devenir penoso del gobierno de Daniel Ortega. La represión violenta fue, parece, la gota que rebalsó un vaso que desde hacía años acumulaba un agua turbia. Y si hay algo que no se puede perdonar es el amor defraudado. La revolución sandinista está demasiado fresca todavía como para hacer de cuenta que Daniel Ortega es un presidente cualquiera. La represión, por otra parte, es siempre dolorosa para la izquierda. (¿Es siempre dolorosa para la izquierda?). Lo que cada vez duele menos (o quién sabe, tal vez duela en secreto) es que la revolución ya no sea pensable. Que en el mejor de los casos se piense que ganar nos va a permitir mejorar algunas cosas (algunas cosas más), y en el peor se admita que por lo menos así se evita que ganen ellos, los peores, los que ni siquiera necesitan mentirnos o mentirse porque su verdad está del lado de la realidad, que es como decir del lado del que tiene la sartén por el mango.

La camaradería de izquierda se sostiene bastante en la misteriosa consigna “hasta la victoria siempre”. La conocí hacia el final de la dictadura y me resultó desde entonces ambigua. ¿Le falta una coma y significa que hay que seguir siempre hacia adelante, hasta ganar? Así la ha entendido la tradición y conmueve a los corazones revolucionarios. Una teoría dice que lo que falta es un punto y que la frase es simplemente “hasta la victoria” (una despedida entre combatientes), seguido de “Siempre, Patria o Muerte. Venceremos”. Como sea, de a ratos parecería que la izquierda debería poner en pausa la inclinación a lo literal y asumir que la victoria deseable no puede estar siempre encajonada por lo que hay. Y que empezar a aceptarlo es asumir que hay batallas más importantes, pero también más necesarias, más urgentes, que las que se dan en el teatro electoral. Quién te dice que en este momento no sea oportuno dejarse de repetir frases hechas y dedicarle un poco de energía (de amor) a imaginar algo distinto. Y perseguirlo. Hasta la derrota, incluso.