En el segundo semestre de 2018 se llevaron a cabo diversos debates y actividades conmemorando los 50 años de la aprobación de la Ley 13.728 Plan Nacional de Vivienda (más conocida como ley de vivienda), legislación de avanzada para su tiempo y que ha contribuido de una manera notable a desarrollar tanto la institucionalidad como la política de vivienda y hábitat en Uruguay. La última de las actividades formalmente organizadas con ese motivo fue la colocación de una marca de la memoria que recuerda la designación –también por ley– del edificio de la Dirección Nacional de Vivienda con el nombre de Arquitecto Juan Pablo Terra.

Justo reconocimiento, por cuanto Terra fue no sólo miembro informante del proyecto de ley en la Cámara de Representantes, sino su principal inspirador, redactor de sus contenidos fundamentales y negociador parlamentario que posibilitó la aprobación de esa norma con el respaldo de un amplio arco político, en circunstancias particularmente conflictivas y dramáticas.

La ley se aprobó el 17 de diciembre de 1968. Pasado ya el 17 de diciembre de 2018, es posible sostener que comenzó el año 50+1 de la vivienda en Uruguay y quizá sea oportuno mirar, más que el trayecto recorrido, lo que resta por hacer.

En nuestra historia reciente, la ley de vivienda y sus consecuencias directas e indirectas constituyen uno de los resultados más significativos en términos de la construcción de una política pública, atravesando diferentes fases y momentos.

En particular, en el período 2005-2008, en el primer tramo del primer período de gobierno nacional del Frente Amplio, se produjo una relevante reforma institucional y de diseño de la política de vivienda y hábitat. Esta reforma, que incluyó la creación de la Agencia Nacional de Vivienda y la reestructura del Banco Hipotecario, fortaleció el sistema público de vivienda, su coordinación y su rectoría desde el Ministerio de Vivienda, Ordenamiento y Medio Ambiente (MVOTMA), estableciendo estándares de calidad comunes para la vivienda social independientes de la capacidad de pago de las familias. Estas decisiones de política, que implican un fuerte esfuerzo de redistribución, operan desde el mecanismo del subsidio “a la cuota”, esto es, el subsidio a las familias, destinado no solamente al acceso a una solución de vivienda sino principalmente a la permanencia en esta. Este mecanismo de redistribución hoy ha adquirido rango legal. Complementa el esfuerzo de las familias ya sea en ahorro o en trabajo, y en el repago de los créditos. Ejemplo de ello, aunque no el único, es el sistema cooperativo de viviendas, de importante desarrollo y crecimiento en los últimos 14 años.

Por otra parte, la reorientación de la política urbana y su mejor coordinación con la de vivienda ha permitido erradicar prácticas inconvenientes, reorientando la inversión pública y la inversión privada hacia las áreas urbanas consolidadas (centrales e intermedias), impulsada, entre otros factores, por la implementación de la Ley de Ordenamiento Territorial y Desarrollo Sostenible, aprobada en 2008.

Es una política con vocación de universalidad, pero con limitaciones en su cobertura, por cuanto los recursos que la sociedad le asigna con destino al Fondo Nacional de Vivienda y Urbanización, si bien se ejecutan 100%, siempre están por detrás de las necesidades.

Las necesidades de nuevas viviendas se manifiestan por efecto de la combinación de uno o más de estos factores:

  • La formación de nuevos hogares.

  • El desplazamiento de personas, familias y grupos de población en el interior de las ciudades o entre territorios y ciudades distantes.

  • Más recientemente, en Uruguay, los flujos migratorios internacionales.

A estos factores cuantificables se agregan cuestiones cualitativas, vinculadas a la adecuación o inadecuación de las viviendas y los entornos urbanos en relación a estándares establecidos o deseables. Ellos derivan del estado de las construcciones, su mantenimiento u obsolescencia, y también en relación a la composición de los hogares.

Algunos de estos factores apuntan no a la necesidad de generación de nuevas viviendas sino a la adecuación de las existentes, y más aun, a la dificultad de acceder a ellas.

A su vez, la transición demográfica avanzada ha producido cambios notables en la conformación de la población del país y de las familias, entre los que se destacan la reducción de la natalidad, la reducción del tamaño medio de los hogares, la mayor longevidad, el incremento de los hogares monoparentales y unipersonales. Todo ello tiene importantes efectos en la demanda y necesidad de viviendas, ya sean estas nuevas o existentes rehabilitadas.

En este año 50+1 es momento de reordenar la agenda, de plantear una mirada reflexiva y propositiva que permita abordar los núcleos más postergados en la actual política e integrarlos en una estrategia sistémica y sostenida en el tiempo. Construir una nueva agenda de reformas relacionada a las políticas de vivienda y hábitat y desarrollo urbano y territorial.

En esta nueva agenda hay temas más abiertamente tratados y otros más ocultos o menos visibles.

Por un lado está la cuestión del acceso y la permanencia en una vivienda, vinculada a la asequibilidad, esto es, un pago razonable y proporcionado al ingreso familiar, y en términos de tenencia segura, no necesariamente en propiedad.

Por otra parte, está la cuestión del financiamiento y el repago de los créditos, y de los roles de cada una de las instituciones del sistema público y el aporte posible del sector privado.

También, y en un plano diferente, se encuentra la cuestión del hábitat precario y su vinculación con la fractura social, la dinámica de inclusión/exclusión en la formalidad urbana y social, y sus efectos en la segregación socioterritorial.

El debate público y la discusión política con frecuencia eluden o soslayan algunos de estos temas, visto lo complejo que resulta su abordaje y lo difícil que resulta su comprensión.

La cuestión de la informalidad y la precariedad es vista de manera recurrente como “botín político” desde diferentes sectores y prácticas, considerando su visibilidad y su conexión con algunas de las temáticas más visiblemente acuciantes que preocupan a la sociedad, principalmente la de la pobreza y la de la inseguridad.

En forma recurrente, también, se viene manejando la cuestión de la “eliminación” de los asentamientos como fórmula casi mágica de erradicar o solucionar definitivamente la realidad de la pobreza, y hasta se hacen cálculos sobre la inversión necesaria para efectuar esa operación y los tiempos que ella podría insumir, como si se tratara de un mero problema de ingeniería.

Si bien en la actualidad Uruguay no dispone de información actualizada que permita medir y cuantificar con exactitud la evolución del fenómeno de la precarización, al menos dispone de una cartografía bastante bien mantenida de los asentamientos precarios y de estudios cualitativos que permiten establecer la génesis de nuevos asentamientos. Ninguno de estos elementos puede aportar información concluyente y exhaustiva como la que aportará un nuevo censo nacional de población y vivienda a ser realizado por el Instituto Nacional de Estadística (previsiblemente en 2021), pero sí permiten establecer que pese a los esfuerzos y las inversiones hechos, estas realidades persisten y siguen siendo parte de una deuda social pendiente.

Más allá de ello, una nueva generación de reformas debe plantearse de nuevo el interrogante acerca de la importancia de utilizar –y de hacerlo bien– el stock construido existente, stock de vivienda y stock de ciudad, que es uno de los grandes activos de nuestro país, en una sociedad que no tiene proyectado un crecimiento demográfico.

En ese marco, es necesario plantearse el interrogante sobre cuántas viviendas nuevas son realmente necesarias y cuánto de las demandas y las necesidades aún no atendidas puede ser canalizado por medio de una gestión inteligente del stock construido.

Las cambiantes dinámicas sociales del siglo XXI evidencian la magnitud de los desafíos que se deberán enfrentar en los próximos años.

Cuestiones como la segregación territorial, la exclusión y la fractura social, los cambios en el mundo del trabajo y la tecnología, en las relaciones interpersonales y el consumo, plantean nuevos problemas o plantean los viejos problemas de una forma más dramática y diferente.

Plantarse frente a estos temas desde el paradigma del derecho a la ciudad supone un salto cualitativo y en profundidad con relación a la histórica bandera del derecho a la vivienda.

Supone reconocer que en el siglo XXI el déficit habitacional solamente podrá dimensionarse y entenderse desde la lógica del déficit de ciudad, es decir, desde una mirada integradora que contemple lo urbano-habitacional como categoría explicativa y operativa que ayude a encontrar formas innovadoras de intervención.

A estas preocupaciones debemos agregar otras, como la posible contemplación en los programas públicos de vivienda de las nuevas formas de organización de la convivencia colectiva, bajo modalidades de tenencia segura de la vivienda, que deberán ser reflejadas y admitidas por los marcos legislativos y reglamentarios a generar y también ser estimuladas desde las políticas públicas.

Las preocupaciones más acuciantes de nuestro presente coinciden en buena medida con la agenda en materia de vivienda que se planteó ya en 1968, visto que en la actualidad se vuelven a formular algunas de las mismas preguntas fundamentales, dilemas y desafíos de ayer (y de siempre). Pero a la vez estas se expresan de otra manera, como consecuencia de las nuevas formas de organización social y territorial. Y por esa razón se agregan algunos interrogantes nuevos.

Nos interpelan cuestiones fundamentales:

¿Cómo revertir las desigualdades, cómo enfrentar la pobreza y la exclusión, cómo avanzar en la construcción de una sociedad más democrática, más justa y más solidaria?

¿Cómo innovar en materia de financiamiento, relanzando los roles de las instituciones financieras públicas y articulándolos con los programas del MVOTMA?

¿En qué condiciones y bajo qué reglas articular la participación del sector privado, tanto en el financiamiento como en la instrumentación de las acciones?

¿Cómo profundizar y extender la participación social en la construcción y la implementación de las políticas, particularmente de aquellos sectores organizados en torno las reivindicaciones del derecho a la vivienda, a la ciudad y a los temas ambientales?

¿Cómo afianzar y viabilizar desde la esfera político-partidaria la continuidad y profundización de las políticas, asegurando los recursos para hacerlas sostenibles?

El país ingresará de lleno en 2019 en el debate político y en la confrontación de proyectos de país y propuestas a futuro, lo que es altamente saludable. En ese marco, sería deseable que se jerarquizara la imperiosa necesidad de actualizar y sobre todo desarrollar de una forma aun más potente, agresiva y creativa las políticas de vivienda y hábitat, integradas con aquellas cuestiones estructurales que hacen a la inclusión y a la integración social: el acceso a la salud, a la educación, a los bienes culturales, a los servicios sociales y la seguridad social, a las infraestructuras y servicios urbanos, pero, por sobre todo, al trabajo.

Este es un desafío central para las generaciones actuales y constituye un compromiso con las generaciones que vendrán. Un desafío que se suma a otros en términos de proyecto de país. Un desafío que nos demanda estar a la altura de aquellos uruguayos que hace poco más de 50 años supieron imaginar y poner en marcha, en las condiciones más complejas, procesos innovadores y con potente capacidad de construir futuros.

La búsqueda de caminos para avanzar hacia una sociedad más justa, en la que el derecho a la vivienda y el derecho a la ciudad puedan ser asegurados para todos los habitantes de este país, tiene una fuente de inspiración y un ejemplo a seguir en aquel hito de 1968, un ejemplo y una referencia que nos convoca como sociedad, en este año 50+1 de la vivienda, a buscar caminos para seguir avanzando en una senda de desarrollo y crecimiento con igualdad e inclusión.

Salvador Schelotto es director nacional de Vivienda.