Hoy se habla mucho sobre la inseguridad que se vive en nuestro país y el miedo que eso provoca. Los medios informan diariamente sobre crímenes, robos, agresiones, para confirmar que la violencia está en el ambiente, en la calle y también en el hogar. Se señalan barrios y “zonas rojas” peligrosas que se han convertido en una amenaza para los transeúntes.
En el clima preelectoral actual, los candidatos y partidos políticos de oposición se refieren a la seguridad como tema recurrente. Se mencionan números de homicidios, rapiñas, el uso de tobilleras, la incapacidad del gobierno para encarar el problema con eficacia, y prometen cambios sustanciales en esta área. Al mismo tiempo, junto a las elecciones nacionales se estará plebiscitando el proyecto de reforma constitucional Vivir sin Miedo.
Las propuestas de establecer mayor severidad en el sistema punitivo y de aumentar la represión, el autoritarismo y la intervención militar en el combate a la delincuencia pretenden recuperar el concepto de que las fuerzas del orden están para proteger a la “gente honrada, de bien”, y evitar que los “malandros” se adueñen del país, sin considerar que en las raíces de la delincuencia hay factores multicausales que se deben atacar simultáneamente.
En la iglesia cristiana, a lo largo de la historia, se ha utilizado el miedo como instrumento disuasivo, con una postura absolutista e intolerante, cuyo eje central es la obligación de aceptar el dogma de la iglesia o, de lo contrario, ser acusado de hereje bajo la amenaza del infierno y la muerte eterna. En ese marco se explican la Inquisición, la caza de brujas, la espada y la cruz que dejaran millones de muertos en las tierras invadidas.
Yo viví con miedo durante muchos años. El mismo miedo que sentían miles de compatriotas bajo el régimen autoritario que prohibía pensar, sentir, ser diferente, soñar con un mundo mejor.
Incluso hoy, hay iglesias y grupos religiosos que generan miedo con el argumento de que si las personas no se convierten, les esperan el sufrimiento y la muerte. Ese miedo que se internaliza en los creyentes, aunque es individual e interior, es aprovechado por quienes intentan desviar la atención de otros peligros mayores de alcance social, político y económico, que afectan a la mayoría de la población.
Yo viví con miedo durante muchos años. El mismo miedo que sentían miles de compatriotas bajo el régimen autoritario que prohibía pensar, sentir, ser diferente, soñar con un mundo mejor. Cuando la cédula de identidad era parte de la persona. En ese clima represivo, intolerante, el miedo se calaba hasta los huesos a causa de una amenaza real. La posibilidad de ser detenido, torturado, humillado, muerto o desaparecido era parte de la realidad. Miedo por uno mismo, por la familia, por los amigos, por tanta gente luchadora por la justicia y las libertades. Miedo a la prepotencia y arbitrariedad de quienes debían proteger a la ciudadanía. Miedo a que en medio de la noche te despertara un golpe en la puerta y el grito: “Las Fuerzas Conjuntas, ¡Abra!”. No, no quiero vivir de nuevo con ese miedo en las tripas, nunca más. Ni siquiera si el peligro se presenta en forma disfrazada. No quiero que nuestro país viva en ese clima de incertidumbre, de sospecha permanente, de odio, de desprecio. No lo quiero para mis hijos, para mis nietos ni para las futuras generaciones.
Miedo me causan las propuestas basadas en un modelo neoliberal, en el cual el “mercado” es el “salvador” providencial, que determina el rumbo de la economía nacional, en desmedro de la participación principal del Estado. Modelo que favorece a los grandes poderes económicos que dominan el actual sistema global, en perjuicio de los asalariados, y aumenta la desigualdad, la injusticia social y la pobreza.
Sí, quiero vivir sin miedo, pero con bases más sólidas y humanas. Con la fe suficiente que nos permita adquirir la fuerza necesaria para enfrentar con entereza toda clase de amenazas y peligros. Fe que es confianza en sí misma, la autoestima como un valor integrador. Fe que nos impulsa a defender y cultivar la dignidad humana y las capacidades latentes que anidan en cada persona. Fe que nos insta a vivir y practicar el amor servicial, que es recíproco, pues se da y se recibe. Fe que valora la amistad, el encuentro fraterno, la convivencia personal y comunitaria, la solidaridad con el que sufre, necesita ayuda y compasión. Fe que nos permite ver al otro no como un enemigo que me acecha para agredirme, sino como alguien con quien compartimos la misma ruta de vida y a quien estoy llamado a amar. Ciertamente, eso implica un riesgo, porque no es fácil llegar a conocer el corazón de una persona, incluso de aquellos con quienes convivimos. Pero es un gran desafío que engrandece el espíritu. No sólo en esta etapa histórica del país, que nos involucra a los ciudadanos y ciudadanas, sino en todo tiempo y circunstancias de la vida.
Ademar Olivera es pastor de la Iglesia Metodista.