La tragedia que se vive en tierras bolivianas parece certificar el cambio de escenario en la región. En un primer momento pareció que el golpe de Estado abría una nueva etapa en el continente, pero observando retrospectivamente se encuadra como parte del proceso de restauración conservadora. A esta altura, es indudable –con las particularidades de cada país– la instalación de corrientes autoritarias, antidemocráticas y, en algunos casos, con claros signos fascistas y racistas en la mayoría de los países de Sudamérica.

El viejo positivismo, del que todos estamos influidos con mayor o menor eficacia, repite la idea de vuelta al pasado y, en ese acto, acepta una suerte de evolución permanente en nuestras sociedades, combatida por fuerzas que atrasan o son antimodernizantes.

La idea de avance y la promesa de que el futuro siempre es mejor no ayuda a reflexiones necesarias sobre las disputas políticas y los intereses en juego. Y si bien es cierto que invade la sensación de atravesar imágenes del pasado en países como Bolivia o Chile, es necesario correrse de ese paradigma y tratar de reflexionar sobre las nuevas estrategias que los poderes fácticos y las clases dominantes de nuestra región llevan adelante desde hace más de una década.

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La llegada al gobierno de fuerzas populares, progresistas y de izquierda en América Latina produjo nuevos escenarios. Es probable que haya cierta incapacidad de comprenderlos mejor. Se necesita tiempo y hay urgencias por resolver. Los problemas fundamentales de la vida de nuestros pueblos están en primer orden y eso, quizás, vaya en detrimento de cierta necesidad de reflexión en diferentes agrupaciones políticas o movimientos, algunos de mucha tradición de lucha y análisis.

En concreto, mientras las fuerzas populares intentaban ganar gobiernos por medio de elecciones y cambiar algo del rumbo neoliberal, las clases dominantes y el poder de siempre ya pergeñaban las nuevas y eternas conspiraciones contra los movimientos populares. En ese contexto se produce una interesante paradoja: la izquierda, sectores progresistas y populares que históricamente planteaban cambios más radicales en el sistema democrático, o incluso con una fuerte crítica a la democracia representativa, se encontraron defendiendo un sistema institucional que –esencialmente– les era ajeno y que los viejos poderes ya habían decidido desconocer.

De este modo, nuestros gobiernos quedaron defendiendo una institucionalidad y un sistema democrático surgido –en muchos casos– de los consensos posdictaduras y utilizados oportunamente para frenar el ascenso de fuerzas progresistas y de izquierda. Incluso, por miedo o precaución ante viejos prejuicios, en muchos casos han sido demasiado cautelosos en la profundidad de los cambios, sin utilizar las mayorías parlamentarias que otorgaban potestades ganadas en las urnas.

Mientras tanto, la reconfiguración del capitalismo mediante sus nuevos y actualizados mecanismos de dominación, expresados en un complejo mediático-tecnológico-económico y en la guerra judicial denominada lawfare, creó las condiciones para legitimar nuevos autoritarismos, golpes de Estado, procesos desestabilizadores y destituyentes, y hasta la aparición de personajes cuasi fascistas. Podemos observar este tipo de movimientos desde Honduras en 2007, las virulentas acciones destituyentes de Argentina en 2008 o en los sucesos de Ecuador, Paraguay, Brasil, la cárcel de Lula, las persecuciones judiciales a los líderes del continente, la aparición de una fuerza como Cabildo Abierto en Uruguay y el reciente golpe de Estado en Bolivia. Todo esto, sin nombrar el asedio permanente en variados modos, más o menos violentos, según la época, que ha sufrido Venezuela.

Los procesos de desestabilización y golpes de Estado tienen diversos modos de legitimación. Ya no podemos seguir pensando en la excepcionalidad de los argumentos utilizados, sin prestar atención a una nueva reconfiguración del poder en nuestras sociedades. Un modo que se repite insistentemente en cada país. Y frente a ese fenómeno, muchas veces parece que venimos respondiendo con reflejos a destiempo, con argumentos que sirvieron para un momento determinado de nuestra existencia, pero que todo indica que no son suficientes para el presente. Exponemos argumentos que ya no alcanzan porque la reconfiguración y la legitimidad de la sociedad –precisamente– han mutado.

En Argentina, un gobierno como el saliente puede generar un nivel de deuda externa inédito o proponer matar gente por la espalda, y eso cuenta con un importante respaldo social. Y en Brasil se puede sacar del cargo con mentiras públicas a la presidenta o encarcelar al mayor líder del país bajo argumentos falsos, y hay un andamiaje que sostiene esa infamia. Y así podemos ir recorriendo muchos más rincones tenebrosos de nuestras sociedades, como la reciente negación de la identidad indígena en Bolivia o el pedido de mano dura en mucho de nuestros países. Mientras un amplio “nosotros” trata de defender una institucionalidad necesaria, atraviesa la sensación de que no falta mucho para empezar a leer o escuchar nuevas teorizaciones sobre las necesidades autoritarias, el voto calificado o, incluso, las prohibiciones de las manifestaciones populares. Aunque parezca una obviedad, es preciso recordar que todas las dictaduras y proyectos antidemocráticos tuvieron sus sistemas de legitimación social y teorizaciones, incluso en personajes de renombre que ayudaron a su sostenibilidad.

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Hay algo más que un llamado de atención al campo popular latinoamericano. Si en algo la historia ha enseñado es en la existencia de enemigos estructurales de los proyectos emancipatorios, incluso aunque estos sean más o menos radicalizados o más o menos dialoguistas. Eso no importa. Siempre hay un nuevo Plan Cóndor previsto para nuestra región. Y enunciar la palabra “enemigo” no implica necesariamente promover violencia política como, en ocasiones, denuncia el republicanismo de prosa. Simplemente intenta describirse el recorrido histórico. ¿Acaso alguien puede imaginarse una relación de otro orden con quienes promueven el racismo y reprimen una procesión con muertos envueltos en la whipala como vimos recientemente en La Paz?

En el momento en que los movimientos políticos y sociales progresistas lograron ganar elecciones y articular políticas públicas inclusivas y de mayor espíritu democrático, las derechas (en sus distintas variantes) justificaban los movimientos golpistas y restauradores amparados en un andamiaje económico-mediático-tecnológico y judicial sin precedentes. No es la corrupción. No es algún dirigente más o menos autoritario. No es que se acrecentó el narcotráfico o la violencia social. Tampoco es que se cercenaron libertades ni se censuró a la prensa. Lo que sucedió en nuestra región es un movimiento (en muchos casos refundacional) que promovió la integración de las mayorías a nuevas formas de participación ciudadana y acceso a derechos básicos y universales.

En cada uno de nuestros países se han experimentado los mayores niveles de justicia social en décadas o –en algunos casos– en toda su historia. Una etapa de ampliación de derechos y democratización que produce conflictos. Cómo bien explica Álvaro García Linera sobre Bolivia, “si hay más personas que pueden acceder a estudios y cargos en el Estado, las posibilidades de cada una disminuyen”, y lo que estaba asegurado por clase o apellido en nuestras viejas sociedades, ahora puede estar en discusión. El solo hecho de que puedan cuestionarse estas conductas es inaceptable para las clases acomodadas.

Y por esto mismo las reacciones son de clase en cada una de nuestras sociedades, con integrantes de clases subalternas que permiten legitimar un discurso que se quiere presentar como democrático o inclusivo. Pero sus dirigentes integran el poder o responden indefectiblemente a esos intereses, y esto se repite en cada país que tuvo procesos populares, democráticos e inclusivos. En el desguace de las riquezas naturales, la venta de empresas públicas o su vaciamiento, la transferencia de recursos a los capitales financieros internacionales, los despidos, la quita de derechos, los actos represivos y el regreso de viejas prebendas se observa que apenas la restauración logra acceder nuevamente a manejar los andamiajes del Estado.

Hasta hace poco, escribir o pronunciar la palabra “imperialismo” o “clase social” significaba para muchos –propios y extraños– un lenguaje vetusto o anacrónico. La historia se empeña en traerlas al presente y reactualizarlas. El anacronismo, precisamente, recuerda un pasado que nunca termina de irse. Por eso hay algo de esas palabras que insistentemente regresa. Al igual que “colonialismo”, que en estas tierras muchos imaginaron una definición circunscripta al siglo XIX y hoy podemos reconfigurar en nuevas y variadas significaciones.

Con estas palabras hay viejas preguntas que regresan insistentemente, junto a los dilemas propios de nuestra época. Las respuestas seguramente no pueden ser idénticas a las de hace tres, cuatro o cinco décadas, y nos obligan una y otra vez a ensayar resoluciones que puedan adaptarse a nuestras realidades. Las fuerzas reaccionarias y de derecha, en muchas de sus variantes, tienen una presencia que no se puede desatender. Esa vigencia, aunque no se exprese en votos, anida en nuestras sociedades, porque el neoliberalismo permeó el tejido social y reconfiguró las relaciones sociales. Ya no podemos actuar ingenuamente.

En algún momento de estos años hubo quienes imaginaron la acción política sólo en las definiciones del palacio y los artilugios propios de las series de Netflix. Pero no alcanza con ser los mejores discípulos o discípulas de la serie House of Cards para comprender nuestras sociedades, y mucho menos para enfrentar nuevos proyectos de Plan Cóndor. Ese juego puede ser real, en parte, sostenido en una cultura neoliberal que promueve la ultrafragmentación y el hiperindividualismo. Esas intrigas palaciegas, así como la promoción de emprendedores de la política, a veces produce obnubilaciones y desdeña o desconoce procesos sociales, organizaciones, historias y subjetividades que no alcanza a explicar, del mismo modo que decide ignorar la presencia del poder militar y económico del imperialismo y sus socios en cada país. Entonces reaparece la pregunta: ¿se puede seguir llamándole “imperialismo” al imperialismo?

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En Argentina se inicia un nuevo proceso popular con las características propias que el peronismo y los movimientos sociales de distinto orden e historia supieron escribir. El acto de asunción de Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner ha sido, probablemente, el más grande desde el regreso de la democracia y de los más importantes en la historia nacional. Además de eso, el proceso que abrió el kirchnerismo en 2003 ratifica en estos eventos una convivencia múltiple y diversa que no existe en ningún otro ámbito de la sociedad. De este modo, habitan pacíficamente y con gran empatía sindicatos, movimientos sociales, representantes del peronismo clásico, del movimiento feminista, de colectivos LGTB, familias que deambulan con sus niñes, jubiladas y jubilados, juventud con remeras de The Ramones, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota o Madonna junto a intelectuales, artistas, grupos de amigos, cantantes de rap, colectivos barriales, integrantes de las clases subalternas, las clases medias, agrupaciones universitarias y partidos de izquierda. Este enorme movimiento heterogéneo y diverso sólo se junta en esa plaza. Después continúa la vida social y el espacio público segmentado propio del orden neoliberal. Poder visibilizar este fenómeno implica comprender también la dimensión de expectativas y demandas (muchas contradictorias) que ha generado el nuevo gobierno, así como los niveles de unidad electorales logrados. Habrá que manejar el arte de la política de la mejor manera posible para sostener la unidad y mantener las convicciones y compromisos de este necesario conglomerado.

Ahora Argentina parece ser una isla en medio de una restauración conservadora continental. La posibilidad de romper el aislamiento va a depender de las resistencias y creaciones de cada uno de los movimientos populares en sus países y en las posibilidades de resolver una crisis económica y social muy grave que se atraviesa por estos lados. En sus primeros pasos, el gobierno de Alberto y Cristina ha reafirmado su opción popular, antineoliberal, el horizonte latinoamericano, el compromiso con los movimientos populares y su oposición a las opciones intervencionistas.

Podríamos empezar a despedir este año parafraseando a Los Redonditos de Ricota y recordando que “la derecha llegó hace rato, todo un palo, ya lo ves”... Pero también es el momento de complementar con García Linera: “La década de oro del continente no ha sido gratis. Ha sido la lucha de abajo, desde los sindicatos, desde la universidad, desde los barrios, la que ha dado lugar al ciclo revolucionario. No ha caído del cielo esta primera oleada...”.

Si bien es cierto que nunca hay victoria definitiva ni derrota total, el contexto actual obliga a actuar rápido, organizadxs, corriendo los prejuicios y las chicanas. Podemos perder mucho más que lo que imaginamos. En los distintos modos de la restauración conservadora anida una violencia peligrosa que puede llevar generaciones enteras desterrar. Es muy probable que en los tiempos que se acercan se necesiten niveles de unidad más amplios que lo que muchos desean. La experiencia argentina lo demuestra claramente. El modo despiadado en que se ha manejado el gobierno macrista obligó a una unidad forjada en la resistencia y el sufrimiento de una parte muy importante de la población.

Venimos de lejos. Aprendimos que la historia no termina. Estas luchas necesitan generaciones comprometidas y la sabiduría de reconocerse en las historias de cada pueblo. No hay país que pueda salvarse solo. Es el destino histórico de la región. Y aunque este instante tenga un aura pesimista, al fin y al cabo estamos vivos y en la pelea. No es poco para el tamaño de enemigo que venimos enfrentando.

Mariano Molina es periodista argentino.