Se percibe cierta agitación entre las autoridades electas en relación con la seguridad. La idea de que el gobierno del Frente Amplio (FA) fracasó y que estamos frente a una emergencia nacional de seguridad pública se repite hasta el cansancio. Nuestro próximo ministro del Interior fue contundente al afirmar que hay que darle una “fuerte impronta de respeto a la autoridad y a la Policía. A la delincuencia, la ley. A la población, la protección y la defensa de sus derechos”. Entiéndase: si hay que dar palo, palo se dará. Parece que la mano viene dura.
Una parte de este mensaje es cierta. Hay argumentos de sobra para preocuparse por la situación de Uruguay en materia de seguridad, aunque las razones son muy distintas de las que se presentan en el discurso sobre la emergencia nacional de seguridad pública. Según esta visión, el aumento del delito es prueba de la incompetencia de Eduardo Bonomi y su equipo, que no renunciaron en la época en la que la consigna “renunciá, Bonomi” estuvo a esto de inspirar un hit del verano. En síntesis, la Policía no estuvo bien gobernada, no trabajó con instrucciones claras, el ministro no fue el primer policía, y los delincuentes hacen lo que se les da la gana con total impunidad porque no se les dio la dosis suficiente de ley.
Pero los hechos indican lo contrario. Primero, nunca antes existió una sinergia entre jerarcas civiles y policiales como la que hubo estos años, con una sostenibilidad y legitimidad tal que estos mismos líderes condujeron a la Policía durante nada menos que diez años. Segundo, el rumbo de la Policía es claro, y los y las policías tienen instrucciones definidas: la metodología de trabajo policial (basada en el análisis criminal y sostenida en la evidencia empírica) se mantiene incambiada desde al menos 2013. Por último, se aumentaron las penas, se construyeron cárceles y se policializaron los barrios más vulnerables. A los delincuentes se les dio ley de sobra.
Nos guste o no, en el transcurso de estos diez años la Policía atravesó transformaciones inéditas en Uruguay. Temo que la inquietud de quienes nos gobernarán se traduzca en un espíritu refundacional que dinamite algunas de las transformaciones más trascendentes que experimentó en estos años nuestra Policía Nacional, que la han colocado a la vanguardia de la región. Repasemos algunas de ellas.
Vacas sagradas
Son varios los aspectos que el próximo gobierno no debería tocar si es que está tan preocupado por respetar a la Policía como dice. Voy a mencionar solamente tres de estas “vacas sagradas”, aunque podría seleccionar muchas más.
La primera vaca es doctrinaria. Me refiero al proceso de desmilitarización policial, la subordinación efectiva de la Policía al poder civil, y la apuesta por la prevención por encima de la reacción frente al delito.
Antes de 2010, la Policía Nacional se sostenía en un sistema castrense. Su escala de ascenso se inspiraba en la de las Fuerzas Armadas, y tenía 14 grados divididos en dos escalas separadas y desconectadas entre sí (básica y de oficiales). El accionar policial se basaba en principios militares, y los y las policías estaban sujetos/as a un estricto orden disciplinario, que se traducía en sanciones como el arresto a rigor y otras prácticas que violaban sus derechos humanos e integridad física.
En los últimos años, la Policía reformó su Ley Orgánica modificando la escala de ascenso por una con nueve grados, que permitió que personal de la escala básica (agentes, cabos, sargentos y suboficiales) ascendiese a la escala de oficiales (mandos medios y superiores). Por otro lado, fue derogado el decreto 690/80, aprobado durante la dictadura cívico-militar, que subordinaba de forma absoluta la ciudadanía a la autoridad policial y facultaba a esta última a realizar detenciones sin mediar justificación, lo que conducía a frecuentes abusos de poder. Finalmente, la sanción de arresto a rigor al personal policial, típica del ámbito castrense, fue sustituida por sanciones pecuniarias.
El cambio doctrinario también se refleja en la subordinación efectiva de la Policía al gobierno civil. Primer policía o no, el ministro del Interior y las demás jerarquías ministeriales generaron alianzas con jerarcas policiales con una visión reformista, que lideraron en conjunto la institución a partir de consensos y una visión estratégica compartida. Esta visión provino del ámbito civil, pues se inspiró en el programa del gobierno electo democráticamente por la ciudadanía en las últimas dos elecciones, así como en los acuerdos multipartidarios sobre seguridad alcanzados en 2009.
Por último, el pasaje de una doctrina tradicional-reactiva a una preventiva. La literatura criminológica define la primera a partir del patrullaje policial aleatorio, la respuesta rápida a emergencias, las investigaciones policiales basadas en el talento de los investigadores, los arrestos reactivos y la policialización del desorden público. Este modelo no cuenta con base científica que respalde su efectividad. En cambio, el modelo proactivo moderno diseña soluciones antes de que el delito ocurra, estructura y orienta el patrullaje en base a la evidencia (análisis criminal), y enfatiza la prevención frente a la reacción al delito. Este último modelo cuenta con amplio respaldo de la evidencia empírica y fue adoptado por la Policía Nacional en los últimos años.
No es con una visión policialista, ni con mano dura, ni con la construcción de más cárceles que saldremos de este atolladero, sino con menos Estado penal. En eso sí debería haber ajuste.
La segunda vaca sagrada es metodológica. En 2013, la Jefatura de Policía de Montevideo fue reestructurada, y desde ese entonces la Policía comenzó a organizar su trabajo ya no en el olfato y la experiencia subjetiva de un puñado de líderes, sino a partir de datos. El análisis criminal se convirtió en una práctica cardinal de la Policía, y con los años fue perfeccionándose progresivamente. Hoy en día la Policía organiza su despliegue territorial a partir de software especializado, mapas del delito de alta precisión, y sofisticados procedimientos estadísticos.
Respaldados por las jerarquías políticas y policiales, nuevas generaciones de oficiales fueron actores clave de este proceso. Algunos de ellos lo lideraron y ocupan hoy puestos estratégicos. Otros, más jóvenes, se nutrieron de estas experiencias, y fueron capacitados en análisis del delito por expertos de universidades líderes en esta materia. En la actualidad, muchos de estos oficiales con una visión moderna y preventiva del trabajo policial se han convertido en referentes generacionales que forman a policías más jóvenes, y jugarán un papel clave en las próximas décadas... si es que tienen la oportunidad de hacerlo. Señalo esta incertidumbre porque su continuidad fue puesta en duda por nuestro próximo presidente cuando afirmó recientemente, en un programa periodístico, que el análisis criminal en Uruguay se hace, pero se hace mal. Muchos nos preguntamos cómo debería hacerse según su criterio.
La tercera y última vaca es, quizá, la más sensible. Se trata de la reforma de la educación policial que se llevó adelante durante la última administración de gobierno. Esta unificó la currícula educativa para todo el país, actualizó los planes de estudio y disminuyó la brecha existente entre teoría y praxis. Ello implica que los y las estudiantes hagan prácticas formativas en servicio, que consisten en asistir a despliegues operativos en coordinación con distintas unidades policiales. Ello le aporta un sentido práctico a su formación, que dialoga con los contenidos teóricos aprendidos en el aula.
Otro aspecto importante son las competencias adquiridas durante la formación policial. Quienes estudian para ser policías aprenden, además de los saberes policiales (tiro, educación física, defensa personal, etcétera), materias que amplían la visión del trabajo policial y lo profesionalizan, como criminología teórica y empírica, métodos policiales preventivos, antropología del delito y las violencias, análisis criminal, estadística, mapeo del delito, inglés, etcétera. Muchos docentes de la Dirección Nacional de Educación Policial somos civiles que aportamos una visión sobre la Policía y el mundo del delito que contradice las premisas del sentido común punitivo sobre estos temas, y promovemos la formación de sujetos críticos y reflexivos sobre el rol de la Policía y del sistema penal.
¿De qué nos debemos (pre)ocupar?
Dije al pasar que la crítica a la gestión de seguridad del FA no es del todo errada. Hay aspectos de la seguridad que demandan cambios urgentes, aunque no son precisamente los que se encuentran en la agenda de la coalición que nos gobernará.
El balance sobre el sistema penitenciario es, a todas luces, deficiente. En estos años, nuestras cárceles han fracasado una y otra vez en la rehabilitación, y, a pesar de algunos avances, las condiciones de vida y el acceso a derechos básicos de la amplia mayoría de las personas privadas de libertad no alcanzan estándares mínimos. Tenemos más cárceles, más presos y más Estado penal que en 2005, y eso, desde un balance progresista de la seguridad, es completamente inaceptable.
Otro panorama preocupante tiene que ver con las medidas alternativas a la privación de libertad. La Oficina de Supervisión a la Libertad Asistida (OSLA), que se encarga de supervisar su cumplimiento, cuenta con 12 técnicos/as para supervisar a aproximadamente 5.300 personas. Esta relación es preocupante. El crecimiento del castigo con pena de cárcel, y la fragilidad de la OSLA, demuestran que nuestro sistema penal ha apostado a la cárcel como principal herramienta de castigo. Asignar la responsabilidad de esto al FA, sin embargo, es injusto (aunque, por supuesto, no está exento de culpa). Es la sensibilidad popular punitiva, alimentada por sectores reaccionarios del sistema político y operaciones mediáticas perversas, la principal responsable del auge de la cárcel en Uruguay.
Por último, la agenda de seguridad continúa estando en manos del Ministerio del Interior, cuando debería estar dirigida por organismos de protección social. El principal causal de aumento de la criminalidad en estos años de crecimiento económico y redistribución de la riqueza no ha sido el mal gobierno de la Policía, sino la incapacidad para coordinar las políticas de seguridad desde un punto de vista interagencial. Las políticas de seguridad exitosas son aquellas que se exportan desde la Policía hacia ministerios como el de Desarrollo Social, el de Educación y Cultura, el de Trabajo y Seguridad Social, el de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente, etcétera. El problema del delito no se soluciona con más, menos, mejor o peor Policía, sino que con políticas sociales efectivas que incorporen una dimensión de seguridad.
Quisiera cuestionar, entonces, las premisas sobre las que la coalición que nos gobernará planea gestionar la seguridad. La brutal ineficiencia de nuestro Estado penal se refleja en el hecho de que con más recursos policiales tenemos más violencia y criminalidad, más personas privadas de libertad, más personas cumpliendo medidas alternativas y mayor sensación de inseguridad en la población. No es con una visión policialista, ni con mano dura, ni con la construcción de más cárceles que saldremos de este atolladero, sino con menos Estado penal. En eso sí debería haber ajuste.
Federico del Castillo es antropólogo y criminólogo.