El intercambio que dispara estas reflexiones tuvo lugar en la emisora CW33, de Florida, entre el novel aspirante nacionalista Juan Sartori y el periodista local Rubén Mario del Castillo. Venían conversando de los planes del precandidato. Como en todos lados, Sartori aclaraba que él todavía no tiene ninguna propuesta, pero que recibiría con mucho gusto las sugerencias que la gente quisiera hacerle en su sitio web (“súmense todos que los vamos a precisar a todos”, decía, humilde y positivo). En ese momento el entrevistador le lee un mensaje que había dejado un oyente: sobre el asunto ese de las cárceles, dice, “podemos ver en la historia soluciones como el panóptico de Foucault [Fucal, lee Rubén Mario], un proyecto arquitectónico de cárcel ideal: pocos policías y mucho más eficaces. Además, un emprendimiento agropecuario detrás de estas cárceles que los enseñe a trabajar y producir”. Loco de la vida, como un niño que quiere agradar a los mayores, Sartori responde como pegando un saltito de alegría en el asiento: “Ah, eso me interesa: ¿cómo es? ¿el panop... panóptico...?” “Panóptico de Fucal, o Fucol”, repite el entrevistador, y le muestra al entrevistado cómo se escribe. “Estoy anotando todo”, dice Juan, contento por la idea que le largaron y que le va a permitir tener el asunto bien masticado para la próxima vez que tenga que hablar de sus planes. Fin de la anécdota.

El primer impulso al escuchar esta conversación (créanme: leerlo es muy distinto de haberlo oído) y, pasados los primeros segundos de asombro, es largar la carcajada. Ni en tiempos de dictadura, cuando florecían los chistes que dejaban en evidencia la ignorancia supina de los altos mandos militares, hubiéramos imaginado una joya como esta. Un candidato que anota una idea que ha estado en la discusión pública sobre cárceles por lo menos durante los últimos 40 años, el tono de complicidad y desconcierto ante un apellido francés que no saben cómo pronunciar, todo parece demasiado hasta para un chiste de carnaval. Pero es la vida misma.

Llegado este punto, habría que decir que no importa mucho si Juan Sartori, que probablemente tuvo acceso a una educación privada costosísima, de verdad no sabe quién es Michel Foucault ni qué escribió sobre las cárceles ni qué caramelo es un panóptico. No importa si es verdad o no, porque lo que de verdad es significativo es que la ignorancia, real o simulada, se muestra como un valor. Esa peculiaridad de la escena política de los últimos tiempos no está naciendo en nuestro país con Juan Sartori: ya el líder planetario José Mujica se ocupó de instalar y fortalecer la idea de que la cultura general no es más que viru viru; sobre todo la que corresponde a las humanidades, a la historia y a las ciencias sociales, a la filosofía y a todo eso que no sirve para manejar un tractor. Mujica no posaba de ignorante, por cierto, pero cultivaba (cultiva) una forma de hablar cuidadosamente incorrecta y pontificaba (pontifica) contra las formas pretenciosas e inútiles del pensamiento y la cultura.

La pregunta inquietante frente a todo esto, y teniendo en cuenta el éxito que personajes notoriamente incultos y verborrágicos han tenido en las contiendas electorales en todo el mundo desde hace tiempo, es qué es lo que los hace triunfar. Qué hay en ellos que se comunica tan bien con lo peor de nosotros.

Hay algo de irresistible en un tipo que no tiene ningún brillo y sin embargo está bajo los focos. ¿Será que cualquiera, finalmente, puede estar ahí? Hartos del negocio familiar de la política que venimos viendo desde hace años –hijos de políticos que fueron hijos de otros políticos, sin ningún mérito personal excepto ese patrimonio discreto de integrar la nobleza laica de la sociedad uruguaya: la arena política–, hartos, decía, de ver a los mismos reencarnar en sus vástagos, los votantes resolvemos dar vuelta la tortilla. Y si en algún momento la metáfora pudo remitir a revolución y fin del sistema, hoy, en cambio, significa cambiar la tradición de predominio de las familias de siempre por la nueva moda del empresario. Hermosa palabra. Recuerdo los buenos tiempos en que se usaban palabras menos vagas, como “magnate” o “badulaque”, para referirse a la vasta gama de personajes de ocupación incierta que hoy se arropan bajo esa definición de cuatro sílabas: empresario. Joder.

Así que Sartori anota el dato que le pasó el oyente, porque está buenísimo: “panóptico”, “fucal”.

Quiero evitar la tentación de hablar del personaje. Quiero apuntar, en cambio, que en esa deriva fascinada de la masa entre el maestro Splinter (Mujica) e Isidorito Cañones (Sartori) hay una voluntad, un deseo de hacer ganar a Homero Simpson. Nadie quiere a Lisa, como bien quedó demostrado cuando Donald Trump le ganó a Hillary Clinton. Pasó en Estados Unidos, pasa en el mundo. Y ese deseo se corresponde con el fin de la política.

Es paradójico que todo esto se haya disparado a partir de la mención del panóptico, ese edificio sin secretos, diseñado para poder ver hasta el último movimiento de los reclusos. Es paradójico, digo, porque también el fin de la política tiene que ver con ese panóptico virtual que son los medios masivos combinados con las redes sociales, un artefacto sin el cual habría sido difícil llegar a este estado de cosas. Pero hete aquí que llegamos, y ahora, concursos y reality shows mediante, estamos en condiciones de pensar que cualquiera puede triunfar en cualquier escenario incluso sin tener ninguna preparación, ninguna habilidad específica. El deseo de la audiencia hace el milagro.

Burlarse de la ignorancia real o simulada de los nuevos retadores de la escena política, esos que llegan sin antecedentes y sin experiencia y sin más propuestas que un vago “votame a mí que nos va a ir fenómeno”, no nos va a conducir a buen puerto. Los que están dispuestos a darle una oportunidad a alguien sin ninguna preparación y sin ningún conocimiento no lo hacen porque ignoran su ignorancia: lo hacen porque la celebran. Todavía no sabemos cuánto de ese fenómeno global ha penetrado en un país como el nuestro, con tantas veleidades de tener cultura política, pero en todo caso deberíamos ir pensando en cómo enfrentar este agujero negro del sinsentido, porque si algo debería habernos enseñado la historia es que de un “gobierno divertido” no se puede esperar un final feliz.