En un nuevo esfuerzo por mantener a la población a salvo de las trapisondas del malvado brujo de Gulubú, la Comisión Interinstitucional Asesora para el Control del Tabaco hizo saber a los teatreros uruguayos que el acto de fumar, aunque sea simulado, está terminantemente prohibido en los escenarios y, por lo tanto, será pasible de las sanciones que la ley prevé para los infractores. Para justificar esa insistencia en el cuidado de la salud de actores y espectadores, la Comisión alude a la voluntad de “desnormalizar” el uso del tabaco, dando por hecho que la sola visión de un personaje que fuma (Sherlock Holmes, digamos, por nombrar a uno famoso) puede arrastrar a los incautos a la práctica de una actividad que, de creer en las imágenes que vemos en los paquetes de tabaco, conduce directamente y velozmente al necrosamiento de las extremidades o la pérdida de la potencia sexual.

Es fácil responder a semejante desatino instando a los integrantes de la distinguida Comisión Interinstitucional (etc.) a pensar en la probabilidad de que un espectador de teatro se vea inclinado a cometer magnicidio luego de asistir a una puesta en escena de Macbeth, o de que una espectadora se sienta motivada a liquidar a toda su descendencia luego de presenciar la representación de Medea. Se puede hablar de la libertad artística o de la imposibilidad real de representar sólo obras que inciten al bien (sea lo que sea que se entienda por “bien”), se pueden hacer chistes (el carnaval acaba de terminar, pero no creo que los letristas dejen pasar semejante bocado para el próximo febrero) y se puede remar un montón de programas de radio o televisión con las repercusiones del asunto, pero me parece que es bueno resistir a la tentación de lo obvio y pensar en la siniestra caída en la literalidad que asume la Comisión (etc.) cuando recomienda a las instituciones teatrales que se abstengan de representar el acto de fumar.

La ficción, observa Ernst Gombrich en su trabajo sobre lo que llama “el milagro griego”, no es accesible a la “mente ingenua” o “no sofisticada”. Antes del milagro griego sólo había verdad o mentira. Pero la civilización griega alcanzó un nivel de madurez intelectual que hizo posible la ficción, es decir, la creación de una realidad verosímil, aunque no verdadera. En el acto de alterar las proporciones de la figura humana para que, desde tal o cual perspectiva, se pareciera más a la real, el escultor dio un paso más allá de la técnica: se convirtió en artista. Gombrich observa “la gradual emancipación de la ficción consciente respecto al mito y a la parábola moral” y la celebra como una manifestación de la madurez alcanzada por una cultura. La ficción es una entidad que no responde a las categorías de “verdadero” o “falso”, y que no existe para imponer una moral determinada. Es un universo cerrado y completo en sí mismo, aunque pueda dialogar con elementos que están más allá de sus límites. Y si algo sabe el espectador de teatro es precisamente eso: lo que pasa en escena no es verdad ni mentira en el mundo, aunque resuene en él. Y porque lo sabe, el espectador de Otelo no le advierte al moro que está siendo engañado por Yago, y no le avisa a Desdémona que se le cayó el pañuelo y que de repente, quién sabe, sería mejor que lo recogiera. En el teatro, las personas que asisten al espectáculo saben que están ante una representación, y la probabilidad de que se les ocurra fumar en pipa porque ven a Sherlock Holmes fumando son tan altas como la probabilidad de que se les ocurra acogotar a la esposa o arrancarse los ojos.

Aun admitiendo, con Wilde, que la realidad copia al arte, hay una ingenuidad y una soberbia inauditas en pretender que todos los personajes de la escena teatral uruguaya (la prohibición, obviamente, no alcanza a los personajes de cine: son los límites que la realidad les pone a los sueños de pureza de la burocracia gubernamental) se ajusten a las conductas deseables, tanto sea desde un punto de vista sanitario como moral, político o lo que sea. Lo que sí se puede hacer es promover la formación de espectadores críticos, capaces de distinguir entre la verdad, la mentira y la ficción. Y para eso no hay otra cosa que educar. Y para educar (lamento decirlo en estos tiempos en que tanto se invoca la necesidad de casar a la academia con “el mundo del trabajo”, es decir, con las empresas) hace falta no sólo algo más, sino algo radicalmente distinto de la formación en destrezas para ganarse la vida. Porque las empresas pueden (y tal vez, deben) capacitar a sus trabajadores, y seguramente deban, también, certificar la formación que les brindan. Pero educar, educar es otra cosa. Educar es formar a un sujeto capaz de navegar con soltura entre los diversos registros que el lenguaje le ofrece. Es acercarlo a todas las posibilidades de la palabra, a todas las formas del arte, al riesgo y el abismo del pensamiento complejo, la duda, la crítica, la filosofía.

Pero la Comisión Interinstitucional Asesora (etc.) no hace referencia a la ficción ni a la realidad (dicho sea de paso, el comunicado es una joya de mala escritura, de errores de concordancia y de frases hechas, a tal punto que ni siquiera es claro cuál de los párrafos es el que justifica la prohibición de representar “el acto de fumar”), sino simplemente a una situación de hecho: las salas de teatro son lugares públicos. Y como se sabe, la publicidad de tabaco está prohibida por la ley, así que si alguien fuma (de mentira) en un lugar en el que está prohibido fumar (de verdad), hay que creer que lo hace para promover el uso de tabaco.

Me duele el corazón al decirlo, pero si los integrantes de la Comisión Interinstitucional (etc.) no pueden entender lo que pasa en un escenario, tal vez el problema de la educación, del que tanto se habla, no sea un fenómeno de los últimos tiempos. Habrá que apurarse, entonces, para revertirlo, porque en cualquier momento aparece una ilustre comisión asesora para los hábitos alimenticios y se termina esa pavada de andar tomando, en escena, un café con azúcar.