El 7 de mayo nos tocó participar en el seminario “Empresas transnacionales, demandas contra estados y captura de la democracia”, organizado por Fesur, Redes Amigos de la Tierra, el PIT-CNT, la Confederación de Sindicatos de las Américas y la Jornada Continental por la Democracia y contra el Neoliberalismo.
Hace más de tres años que en mi papel de diputada, pero sobre todo como militante, he estado siguiendo el proceso de discusión y aprobación en Naciones Unidas de un tratado vinculante que proteja los derechos humanos frente al poder de las empresas transnacionales.
Hace tiempo que el proceso de globalización y concentración del capital nos presenta nuevos desafíos, para los que no están preparadas ni las legislaciones nacionales ni el derecho internacional. El esquema de desarrollo-país con el que se emergió después de la Segunda Guerra Mundial está quedando sin efecto: los grandes capitales, que son los que marcan las reglas de juego, no se identifican con un territorio, no buscan cultivar una relación privilegiada con un solo gobierno.
En este contexto, las reglas de funcionamiento de la producción y el comercio internacional están recibiendo cada vez mayor presión para adaptarse a este esquema de funcionamiento global; en este marco se inscribe la promoción de los tratados de libre comercio (TLC) de última generación, sólo por citar un ejemplo.
Los países están surcados por enormes y poderosas empresas transnacionales, que operan en ellos, sí, pero con una visión de la producción y el consumo a nivel global. Así es que para las trasnacionales, los territorios y las legislaciones nacionales son meros marcos de actuación, con los que tratarán de lidiar el mínimo posible.
Los gobiernos compiten entre sí por ser buenos alumnos de los capitales y los organismos internacionales. La deuda (internacional o doméstica) cumple un rol disciplinador: disciplinan a los países y sus gobiernos democráticamente electos y disciplinan a la población.
Las empresas transnacionales se entroncan hoy con el modelo político, económico y social de manera natural por la internacionalización de todas las relaciones de poder.
Son muchos los aspectos de la economía sobre los cuales los estados ven perder progresivamente su capacidad de influencia, por ejemplo, la facultad de recaudar y controlar los impuestos, que históricamente constituyó uno de los pilares de la institucionalización del poder. Se cede ante el deseo de atraer capitales extranjeros, pero no sólo por eso. El impuesto ya no es una decisión soberana desde el momento en que el lugar de la residencia y de la inversión ya no son un dato sino una opción, y el valor agregado se va formando de manera imprecisa, por lo cual es difícil asignar su creación a un lugar determinado.
Basta pensar en las dificultades con las que nos encontramos hoy en Uruguay para controlar aplicaciones informáticas que operan a nivel global vendiendo bienes y servicios. La informatización de la producción ha tendido a liberar al capital de toda limitación territorial y de negociación. Hoy el capital puede retirarse de la negociación que está llevando adelante con una población local dada, trasladando su producción a otro punto de la red global, o puede, sencillamente, emplear su capacidad de hacerlo como un arma de negociación.
Tal como expresa el sociólogo alemán Ulrich Beck, los problemas actuales de la sociedad del trabajo se encuentran en el marco de una “economía política de la inseguridad”, a la que caracteriza por:
El nuevo juego del poder se expresa entre unos agentes vinculados a un territorio (gobiernos, parlamentos, sindicatos) y unos agentes económicos desvinculados de todo territorio (el capital, las finanzas y el comercio).
Como resultado, el margen de maniobra de los estados se reduce al dilema de, o bien “pagar” la creciente pobreza con un mayor índice de desempleo, o bien tolerar un índice escandaloso de pobreza a cambio de algo menos de desempleo.
A esto se suma el hecho de que el mundo del trabajo se acerca a una crisis a medida que las personas son sustituidas por tecnologías inteligentes. La creciente tasa de desempleo no se puede seguir achacando a crisis económicas cíclicas, sino a los éxitos de un capitalismo tecnológicamente avanzado.
La “economía política de la inseguridad” conlleva un efecto dominó. Lo que antes se complementaba y reforzaba de manera recíproca (pleno empleo, pensiones más seguras, elevados ingresos fiscales, márgenes de maniobra de la política estatal) se ve ahora en recíproco peligro.
Por su parte, las estrategias ortodoxas pasan a la defensiva. Los empresarios reclaman tener la capacidad de despedir más fácilmente a sus trabajadores. La flexibilidad laboral significa también que el Estado y la economía traspasen los riesgos a los individuos.
Como militantes debemos repensar nuestra estrategia en este contexto. Si bien existen redes globales “altermundistas” ya sea por áreas temáticas o por afinidad ideológica, aún falta construir herramientas de coordinación global que estén a la altura del desafío que se enfrenta, que tengan una estrategia de actuación a largo plazo y que decidan cómo y ante quién presionarán por sus reclamos: ¿Ante los gobiernos nacionales? ¿Ante las distintas formas de gobierno internacional? ¿Cuáles son nuestros medios de presión para conseguir nuestros reclamos? Sin lugar a dudas serán los jóvenes quienes mejor comprendan esta sociedad hiperconectada y al mismo tiempo tan fragmentada, y constituyan nuevas formas de lucha.
Creemos que es vital para Uruguay que se apruebe en Naciones Unidas un tratado vinculante que proteja a los derechos humanos frente al poder de las empresas trasnacionales.
En el plano internacional, los estados se pueden manejar por el uso de la fuerza o con el derecho. Evidentemente, los países chicos no tienen fuerza, así que les queda la opción de abrazar muy fuerte al derecho internacional y guiarse por él.
Llevamos retraso en encontrar los mecanismos adecuados para controlar las relaciones de poder impuestas, y en aprobar las reglas que defiendan a las personas y los bienes comunes.
Por todo esto, sólo nos queda sumarnos y multiplicarnos en las luchas.
Lilián Galán es diputada del Movimiento de Participación Popular, Frente Amplio.