Antes de ganar en 2002, Luiz Inácio Lula da Silva perdió tres veces las elecciones. Las razones de su victoria histórica son muchas. Pero haber aprendido de sus anteriores fracasos fue sin duda muy importante. En su campaña para las elecciones de 1994, Fernando Henrique Cardoso, su principal contrincante, había gastado 41 millones de dólares, sólo dos millones menos que lo gastado por Bill Clinton en su campaña de 1994. Con una población 60% más chica que la de Estados Unidos, y un Producto Interno Bruto per cápita seis veces menor, las campañas electorales en Brasil eran por lejos las más caras del mundo. Así que el Partido de los Trabajadores (PT) necesitaba multiplicar exponencialmente su capacidad de financiamiento si realmente quería disputar el poder del Estado.

Hoy, con el diario del lunes, sabemos que ese doloroso aprendizaje que le permitió a un obrero metalúrgico llegar a la presidencia del país más grande y poderoso de América Latina sería, a la larga, el comienzo del fin. El esquema de compra de votos, conocido como el mensalão, terminó en escándalo público con varios dirigentes presos. A partir de ese momento, el PT ya no podría presentarse ante la ciudadanía como reserva moral de la república. Aunque Lula sobrevivió y logró la reelección, en su segundo mandato no tuvo otra opción que incorporar en la estructura del Estado a parte de la clase política tradicional, organizada en las redes mafiosas del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB). Lo que vino después son hechos conocidos. La crisis económica y las masivas protestas ciudadanas aceleraron la descomposición del sistema de partidos. La operación Lava Jato hizo el resto. Para salvarse, la clase política tradicional organizó, con aquiescencia de las elites económicas, un golpe de Estado: destituyó a Dilma por una falta administrativa, y tejió una alianza entre medios de comunicación, fiscales y jueces para encarcelar a Lula, el único político con suficiente arraigo popular para detener el ascenso imparable de la derecha.

¿Y por casa?

Lo sucedido en Brasil deja una lección muy importante: el peso desmesurado del dinero en la política condicionó fuertemente, y a la larga terminó destruyendo, el proyecto de transformación social en democracia impulsado por el PT.

En Uruguay, el Frente Amplio tiene hoy la oportunidad, si no la obligación, de evitar que pase lo que le está pasando a la democracia en Brasil. Un gran avance en este sentido es el proyecto de ley que regula el financiamiento de los partidos políticos y las campañas electorales, que ya cuenta con media sanción del Senado y está actualmente bajo consideración del Parlamento.

El proyecto prohíbe la financiación empresarial de los partidos, fija topes precisos para las donaciones de carácter personal, y bancariza el grueso de las transacciones para asegurar transparencia en el origen de los fondos. Además, se garantiza el acceso a la publicidad gratuita en los medios de comunicación por parte de todos los partidos. Entre otros mecanismos, la regulación de precios para la compra de publicidad evita las donaciones encubiertas a las campañas por parte de los medios de comunicación. El proyecto de ley hace obligatorias las declaraciones patrimoniales de los candidatos a cargos electivos con chances de ser electos, y fija reglas y competencias claras para la rendición de cuentas, el contralor, y el establecimiento de sanciones.

Por supuesto, la ley es insuficiente, y podría avanzarse mucho más en la materia. La regulación de la publicidad en internet, especialmente el uso de redes sociales, es una materia totalmente ausente. La institucionalidad necesaria para velar por el cumplimiento de la ley deja también bastante que desear: no es razonable que la Corte Electoral, integrada por representantes de los partidos, sea el principal organismo de contralor y sanción. Finalmente, la formalización de las contribuciones especiales de los cargos de confianza política avanza en transparencia pero no elimina los incentivos al uso de la burocracia pública con fines partidarios.

Y aun así, con sus limitaciones, la regulación del financiamiento y las campañas propuesta es un cruce de caminos para el proyecto político de la izquierda. En primer lugar, porque la confianza ciudadana en los partidos políticos es condición necesaria para la legitimidad del programa de transformación que impulsa el FA. El FA podrá volver a ganar las elecciones, pero si la mayoría de las personas se convence de que los profesionales de la política encargados de administrar la cosa pública, sean del partido que sean, sólo lo hacen por motivaciones e intereses personales, el programa del FA saldrá profundamente debilitado. Es difícil pensar en la posibilidad de una mayoría social favorable a la expansión de los derechos sociales, mediante la construcción de un Estado con la capacidad regulatoria y fiscal de proteger a los débiles y limitar el poder de los fuertes, si esa misma mayoría piensa que ese mismo Estado está gestionado por seres esencialmente cínicos e inescrupulosos. Es una crisis moral de la que no se sale fácil. Así empiezan a morir las democracias, sobre todo las democracias sociales.

No es casualidad que los apologetas del dios mercado se apoyen en esta la idea de que lo público ha sido apropiado por oportunistas y rentistas, y que por lo tanto ya no representa el bien común. Así, cada vez más gente proyecta en políticos y funcionarios la figura del emprendedor (oportunista y rentista) que predomina en el mercado, arrojando sospechas sobre el verdadero carácter común de lo público. El proyecto social y económico del FA se basa en la expansión de las capacidades del Estado, que necesariamente requiere una ciudadanía dispuesta a contribuir (con impuestos y participación cívica) a la construcción de ese Estado. Por eso, desde un punto de vista de izquierda, la confianza ciudadana en los partidos no es el único bien a proteger. El Estado y su burocracia también necesitan construir sus propias bases de legitimidad social. Y para ello, es preciso evitar que los partidos políticos hagan uso del Estado para financiar sus actividades. La reforma política es un elemento imprescindible para la construcción de una democracia social duradera.

La igualdad política como condición para la igualdad social

En su informe en minoría contrario a la aprobación del proyecto de partidos políticos, el diputado Guillermo Facello hizo explícita, sin pruritos, la verdadera razón que tiene la derecha para oponerse a este proyecto de ley:

“El Frente Amplio procura continuar una ofensiva contra los ‘centros de resistencia’ a sus políticas populistas cercenadoras de la Libertad. En otras palabras, la ‘Guerra de Posiciones’ de Antonio Gramsci, en este caso el objetivo es estrangular al máximo posible las posibilidades de los Partidos de oposición para acceder a recursos financieros y a los medios de comunicación, y para ello, además, apuntan a las empresas y medios de comunicación, imponiéndoles perjuicios y limitaciones a la libertad de expresión del pensamiento”.

No sorprende que los usos más finos de Gramsci siempre vengan de la derecha. Como buen gramsciano, Facello tiene toda la razón. Lo que sí es sorprendente es que el FA, con Brasil como antecedente, no esté dispuesto a asumir colectivamente el carácter estratégico de esta reforma política en la larga guerra de posiciones por imponer su programa de cambios.

Se trata, justamente, de “cercenar la libertad” de los poderosos de abusar impunemente de sus privilegios económicos con fines electorales. Se trata “de estrangular al máximo posible las posibilidades de los partidos de oposición”, o sea, los históricos representantes de las elites económicas, “para acceder a recursos financieros y a los medios de comunicación” que al resto de los partidos políticos, a los trabajadores organizados, a los movimientos sociales, y a la ciudadanía en general les han sido históricamente denegados a la hora de ejercer sus derechos políticos. Se apunta, precisamente, “a las empresas y medios de comunicación, imponiéndoles perjuicios y limitaciones a la libertad de expresión del pensamiento” de sus familias propietarias, empresas, y políticos amigos, considerando que dichos medios operan como consignatarios oligopólicos de un bien de carácter público, y que en tanto tal deberían oficiar de instrumento para el ejercicio de la libertad de pensamiento de todos, no sólo de algunos.

La Ley de Financiamiento de Partidos Políticos va entonces mucho más allá de controlar posibles desvíos éticos y prevenir la corrupción. El problema es que, si en una democracia el voto de cada ciudadano vale lo mismo, en una democracia capitalista existen infinitas formas de que la influencia del que tiene riqueza y poder valga mucho más que un voto. La influencia de cada ciudadano es la misma sólo en las urnas. Esa situación de radical igualdad política ocurre sólo una vez cada cinco años, o sea, una vez cada 1.825 días. Durante los restantes 1.824 días en que las urnas permanecen cerradas, los parlamentarios votan leyes, y el presidente, actuando con sus ministros, así como directores de organismos designados por el presidente o el Parlamento, aprueban decretos y ordenanzas. Todas estas normas regulan nuestra vida social y económica. Todos esos días sin elecciones son días en que la influencia de los que tienen poder económico se hace sentir para que las normas que nos regulan los beneficien especialmente a ellos. Y esa influencia se vuelve especialmente irresistible si sus contribuciones económicas son condición necesaria para que los que buscan constituirse en legítimos representantes de la ciudadanía puedan participar con mínimas chances en las elecciones.

Se trata entonces de equilibrar el campo de juego para que los que tienen poco poder económico puedan utilizar, en igualdad de condiciones, la regla de la mayoría para protegerse, aunque sea mínimamente, de los abusos de una minoría poderosa. Es que en el fondo, la regulación del financiamiento de la política es una política de igualdad. La igualdad política es condición imprescindible para la igualdad social.

Alejandro Zavala es diputado del Ir, Frente Amplio.